Las rusas. Flor Monfort
Rodney y se negó porque estaba cansado.
Fede quería chatear con alguien que estaba afuera del país, la que después se mudó con él a Florida al poco tiempo de que yo quedara embarazada. Y yo fui al Rodney derrotada, rogando que hubiera algo para olvidar la frustración, cocaína mejor que nada, pero solo había tragos y amigas abrazándose y bailando en la vereda, con calor y mosquitos desubicados para mayo, faroles amarillos y unas ganas generales de coger con el aire, no entre nosotros sino con la vida. Marcos se me acercó bailando, hablamos. Algo de ese preludio, de ese ensayo de la muerte que viene antes del sexo, fue inolvidable, como sus ojos rosados, enormes, las pupilas dos lunas negras y esos rulos enormes que ahora veo en mi hijo, también resaltados en el movimiento del baile, flotantes sin esfuerzo. Hablamos de boca a oído y de oído a oído y un poco de boca a boca porque la cercanía ya la habíamos ensayado trabajando dos años juntos y el olor del otro nos era familiar, la textura de la piel, desenfocada en primer plano, la de él con los poros abiertos por la ira. “Marcos tiene cara de mogólico” me había dicho nuestra jefa en común pero era mentira, Marcos era un gorrión herido, siempre enojado, con el escritorio lleno de libros subrayados, sus cremas de surf que le teñían la boca de blanco, bolsos y bolsas de ropa, la nube de olor a porro constante y esas carcajadas frenéticas que largaba solo cuando intercambiaba señales de manada con otros varones de la oficina. En el Rodney nos quedamos encerrados en esa marea de cuerpos livianos y me agarró de la cintura como cuando éramos compañeros, solo para demostrar que algo de poder sobre mí tenía y nerviosa, sólo por decir algo, le pedí que me hiciera unas fotos para un libro que sacaba un cuento mío a mitad de año. De ahí la promesa, la insistencia por vernos y esa fuerza poderosa que se desata entre dos que se desean hace mucho la primera vez que se tocan con dulzura.
El varón tierno, escondido en esos ojos de diablo, vulnerable hasta la pena, me hizo el amor dos veces para demostrar fiereza porque eso era lo que necesitábamos para escapar de la oscuridad. A plena luz del día y mirándonos a los ojos, viéndonos las estrías, los tatuajes gastados, algunas canas, la carne que iba y venía en el escritorio de su estudio. Un día nos despedimos con ese ritual religioso de violencia y cariño, me dio una patada suave en el culo y dijo “volá nena”. Y yo volé cerca porque tuve que volver al poco tiempo para decirle que estaba embarazada. Mientras Marcos rebotaba mis reproches a los gritos atravesando un vidrio con un puño, yo hacía foco en una repisa que le hacía de telón de fondo. Estábamos en la locación que acompañó nuestra intimidad y sin embargo yo jamás había visto esa fila de bichitos que tenía desordenados junto a pilas de cuadernos de viaje y manuales de moda. Una llama se delineaba con una sombra sobre la pared por el sol que venía de la avenida San Juan, donde la autopista dobla para llegar a La Plata, y al lado la paloma, su dupla de matrimonio, en el mismo hueso tallado que quiso tantear mi hijo, intentando robar algo de su historia, cerrando el pequeño círculo de tramas que nos envuelve aún estando lejos.
Las rusas
Cuando ella murió, se desintegró la familia.
Dos meses después del entierro, todo su mundo había desaparecido en el reparto entre la mucama, los parientes, el portero y los remates. Me llevé algunos platos de Limoges, un anillo de esmeraldas, dos mesas y un escritorio. Las mujeres nos sentamos a discutir la repartija de las joyas. Negocié con poco aliento. Las que vinieron de afuera a ayudarnos a levantar la casa se hicieron con un botín. Las extranjeras no habían dormido ni una siesta con la rusa más vieja, ni conocían su lunar secreto, pero su muerte me dejó en una burbuja de cuero duro, chato, encandilada con los diamantes.
Ese universo que fue tallando mi carácter no existía más, como los brillantes de la cajita. No eran solo ella, su cuerpo gastado, su voz llena de astillas, los que faltaban, sino el envase grande, ese departamento que las horas no afectaban, infectado por el aroma del borsch recién hecho. Las cartas empezaron a desplegarse en el piso del living y yo tenía un sabor agrio en la boca, la bronca de no ser protagonista y a la vez de sentirme expuesta al vacío como en una mecedora que de repente se activa a una velocidad imposible.
Fuimos efectivos para desprendernos de todo. En una época tuvimos mucho, una empresa de barcos, lindos autos, viajes caros, salíamos en la tele. Pero todo eso ya no existía, y tampoco nos llevó mucho tiempo deshacer esa manera de estar en el mundo como princesas.
La puerta del ascensor de la casa de mis abuelos se abría con una llave. Mi abuela la sacaba de la cartera cuando nos subíamos al auto, apenas salíamos de los restaurantes. En el palier había un tapiz de la ciudad de Roma, un timbre alto antiguo y dorado, y uno bajo, redondo aspirina, que andaba a veces. A la izquierda, un juego de seis espejos con marco ovalado, verdes y negros, que hoy adoraría tener en mi casa y no sé adónde fue a parar. Un olor a anticuario se maceraba desde la vuelta del exilio. La puerta de entrada al departamento era maciza y chirriante, como todas las cosas buenas. Adentro, un pequeño hall con cosas viejas de bronce que se lustraban todos los días aunque no hiciera falta. El líquido que servía para borrar las huellas del tiempo y el olor de la franela se aspiraban cuando se pulsaba el timbre de mi abuela rusa, que se deslizaba en pantuflas con pasos de algodón.
En el gran living había una barra de madera curva, vasos altos esmerilados con estrellas de David, una mulata de papel crepe que envolvía un sorbete y palitos de vidrio para pinchar ingredientes. Una bandeja enorme contenía las botellas de vodka, gin, brandy, granadina y ron de muchos tamaños. Una hielera gris topo que nunca se usaba. En el mueble había tesoros para los chicos: las cajas con las fichas de poker, las cartas finas, algunas manchadas con ketchup duro, las nueces, el rompenueces y el cepillo para sacarle pelusa a la ropa. Yo era la nieta menor, así que esos juegos tenían mi nombre.
Cuando venía gente, conversaba echada en los apoyabrazos de los sillones o en el sofá de tres cuerpos. Las postales de los viajes tenían las puntas gastadas y había fotos con leyendas, una de Sudáfrica en el 73, con muchos abuelos en un campo de golf, alrededor de un castillo en miniatura. En las repisas vidriadas había fotos de bebés recién venidos al mundo, souvenires de fiestas, muchos con tul, álbumes de fotos en blanco y negro y sepia, algunas rotas, desteñidas, con destellos amarillos y salpicaduras de color. Una moquet esponjosa donde lo liviano podía caer sin hacer ruido.
En el centro había una mesa baja con piedras incrustadas, cajas de oro para cigarritos que ya no se fumaban y pastilleros de porcelana. Cajitas de fósforos de otros países. También había un filtro para cigarrillos, para cuando venía la francesa, y una escultura de agua y luz que burbujeaba pero solo se prendía en las fiestas.
El pasillo que daba a las habitaciones tenía paredes revestidas y con textura, como si alguien hubiera chorreado una vela y la cera hubiera quedado congelada. La habitación de las visitas escondía un hueco con una puerta enrejada, adonde daba un radiador también enrejado por el que salía calor en invierno y fresco en verano.
Las rusas éramos las mujeres de la familia. Las que quedamos en Argentina: una abuela, una madre y una hija. La más vieja había nacido en Kiev pero borró cualquier recuerdo de su lengua. Tenía la piel color niña y los pies con venas hinchadas y violáceas. Los juanetes se le incrustaban en los zapatos dejando una marca, un segundo dedo gordo, loco y huesudo, que deformaba la nobleza del cuero. Olas de pelo corto y rojizo, los aros redondos de brillantes, un colgante de zafiro y las mejillas chupadas.
Pasaron muchos años, todos los que tengo en la cabeza, y las cosas de su casa permanecieron iguales. La nuestra en cambio iba variando: le cambiábamos el tapiz a los sillones, se sacaron las alfombras, los adornos mutaban según los viajes de verano… En lo de mi abuela, hasta la molestia del tiempo seguía intacta. Las cenas y los viajes multiplicados en las fotos del cajón de abajo eran infinitos. Las miré todas pero siempre descubría alguna nueva. Las miraba como si fueran documentos importantes, las pasaba de a poco, inventando un relato de furia y perdición. Malestares de la vida familiar. Iba al baño con la pila de fotos y las apoyaba en el banquito que usaba la rusa para bañarse, como pruebas que me incriminaban en algo.
El aburrimiento me excitaba. Me escondía en el hueco de la habitación de las visitas con una muñeca de tela metida en la bombacha y jugaba a la cárcel. También usaba el bebote de mi prima francesa que nunca se lo llevaba a su país. Me metía la cabezota pelada en las panty y me hacía la embarazada