Las rusas. Flor Monfort

Las rusas - Flor Monfort


Скачать книгу
nueve nos bañábamos juntas pero ese año vino y yo, ligera como una mosca, agarré el duchador y empecé a hacer las gracias de siempre que a ella ya no le hacían gracia. Ahora tenía tetas y unos pezones enormes que se tapaba con las rodillas. Me dio lástima que nunca se llevara el bebote, casi despintado. Cuando ya pisaba los dieciséis se hizo un grupito de amigos; mi abuela dijo que era una puta porque llegaba tarde y la llamaban varones, pero a los pocos años lo negó. Las rusas son las que niegan todo.

      Mi abuela nunca tuvo que tomar antidepresivos porque supo del paso del tiempo cuando la ropa quedó encerrada en las bolsas por más de una temporada. Entonces ya era muy vieja y en vez de antidepresivos decidió morirse y listo. Pero me transmitió, cada domingo, en sintonía o en diferido, la angustia de las horas. La mañana nauseosa, la falsa promesa de distracción del mediodía, la sordidez de la tarde y su acelerado despegar a la oscuridad. Y otra vez, vuelta a empezar.

      Por más vieja que fuera, lo que hacía con las palabras era muy astuto. Cambiaba los niveles de la información. Sacaba de contexto las micro discusiones y cortaba y pegaba fragmentos de tu discurso como quien recorta el diario para hacer un collage de jardín de infantes. La jactancia de la soledad, esa especie de orgullo por mantenernos solas las mujeres, aguantar el tercer mundo, aunque sea desde Libertad y Arroyo, y conversar con los de Europa como quien conversa con alguien a quien tiene que mentirle todo el tiempo. Las rusas podíamos soportar estoicas el silencio del domingo y esos ruidos que venían de la cocina pero que no eran nada: fantasmas que apoyan cucharas de metal sobre la mesa.

      El contador con dientes chiquitos sonríe mostrando mucha encía. Aguanta una papada gorda con su mandíbula de tiburón. Viene los viernes y escribe con pluma en libracos de cuero. A veces me lo cruzo. Aprieta las teclas de una caja registradora chiquita con una birome Bic. Mi abuela decía que le pagaba un sueldo modesto para que mantenga las cuentas en orden, pero que en verdad ya no le servía.

      Cuando estaba por el centro almorzaba con ella y a las dos y media, después de mirar un ratito la tele, nos acostábamos en su cama, yo del lado de la ventana. Leíamos un rato pero ella se quedaba dormida enseguida y roncaba con la garganta un bramido. Ese viernes no se durmió. Los pliegues de las manos se le acurrucaban según la ley de gravedad. Las abuelas fueron jóvenes alguna vez, qué locura. Las horas después del mediodía siempre eran pesadas, un leve dolor de cabeza que no se iba con analgésicos. En el comedor, la mucama terminaba de pasar la aspiradora a destiempo.

      La escena de ella y yo tiradas, con alguna lectura, el diario desplegado con restos de la mañana temprano, que ella había transitado sola, bajándose de la cama, abriéndole a la mucama, tal vez mermelada o arrugas en ese diario todo leído, la cama bien hecha y nuestros cuerpos en pose, como para dormir la siesta, el bigote blanco, los portarretratos todos quietos y firmes para empujar a la memoria, los apuntes de la facultad subrayados, todo eso ya no existía. Mi abuela rusa se había muerto pero había pasado mucho más, porque su casa, que podría ser el museo antropológico de mi infancia, se había muerto con ella, y entonces yo estaba lanzada al mundo de una manera insoportable, sin colchón ni herencia, el volumen de esas cosas todas juntas se desplegó en países y personas alejadas, que no sabían de esas siestas, ni de sus comentarios al cortar el teléfono, la observación tan fina tenía que tener un reconocimiento, el paseo por los pasillos como si fuesen pasarelas, los cuentos del tío editor, del tío director, del tío empresario.

      Eran murmullos de lejos, no era ése el capital simbólico del amor. La solidez de una crianza se macera en una olla de pescado con espinazo, con una cuchilla afilada dispuesta a pasar las tempestades de la aguja loca de nuestras finanzas, la venta de las marcas propias. Si mi abuelo había construido un imperio a base de ideas buenas y nuevas, él mismo se había encargado de terminar con todo antes de morirse, y si eso era reprochable había que terminar rápido con el reproche, porque lo cierto es que nosotros no merecíamos nada, y si con el filo de las cuchillas hubiera querido cortar cada billete, habría estado en su derecho, viejo y senil, el olor a bizcochuelo le volaba las pocas chapas que tenía comentando al conductor que ahora hace las delicias de sus viernes a la noche.

      Mamá me llama a nuestra casa desde un teléfono público. Dice que no puede creer que su mamá ya no está. “Es una sensación horrible. Vas a ver. Es saber que sos la próxima”, me dice.

      —Y te tengo que decir algo más. ¿Te acordás cuando se tomó un taxi y fue a lo de la mucama pensando que le había robado el tapado de piel de camello?

      —Sí.

      —¿Y después me hizo echarla aunque el tapado no estaba en la casa de Esther?

      —Sí, me acuerdo.

      —Bueno, lo acabo de encontrar, escondido, en el doble fondo del armario, donde tenía la caja de seguridad. Imposible que ella no supiera que estaba ahí. Imposible.

      —Y bueno, ¿qué vamos a hacer ahora, mamá?

      —Tal vez tenga que matarme.

      Helga

      Helga asomada al balcón de su casa. El rubio impecable del pelo a lo garçon y los ojos vibrantes, la voz ronca. Nadie diría, viéndola con su desabillé champagne allá asomada, y ese rictus amargo que llevaba cuando estaba seria, que nos daba cuarenta o cincuenta besos seguidos antes de dormir, a sus hijos y a los amigos y amigas de sus hijos por igual. Estaba allí Helga y alguien de nuestro colegio empezó a decirle cosas. Yo estaba enfrente y no podía escuchar lo que le decían pero ella contestó “Daaaale, que yo los conozco desde que son así”, y marcó una altura con la mano fija en el aire que hizo descostillar a todos de risa, porque la diferencia que separaba la mano de Helga del piso era de casi tres metros. Todos eran pibes de primaria, con mochilas en un solo hombro, como se usaba con estricta rigidez en los ochenta. Esa imagen siempre me quedó grabada, Helga riéndose a la par de unos pibitos. Sobre todo cuando Flor, unos años más tarde, me contó que un chico del Acosta había respondido en una previa, cuando le preguntaron sobre la altura de los árboles africanos, “Son más o menos de este tamaño”, e hizo el mismo gesto que Helga, la mano rígida en el aire, como marcando la altura de los chiquitos. Mores, el de geografía, puso cara de desaprobación y el chico dijo “Pero profe, tenga en cuenta que estamos en el segundo piso”.

      Helga era la mamá de mi mejor amiga Flor. Nos decía Nu y Eve, las hermanitas Pons. Pasábamos miles de horas juntas, jugando a la familia en su casa de Belgrano con vajilla de verdad, miniaturas que Helga coleccionaba con obsesión. Hacíamos la mímica del sexo y cenábamos en silencio unos huevos revueltos a la luz de las velas, con el malestar que ya sabíamos se gestaba en las familias de clase media bien, como las nuestras, prácticamente sin hablarnos o diciendo cosas como “Pasame la ensaladera” y suspiros eternos, esos que imitábamos de nuestras madres y madrastras. Pero Helga era diferente. A Helga le gustaban la vida, el placer, el sol. Siempre estaba bronceada y creaba escenarios perfectos para ponernos a los chicos en situaciones ideales, para la foto. Pero jamás traía una cámara. A Helga le interesaban las experiencias. Y los objetos. Tenía estanterías de vidrio bueno llenas de cajas y cajitas de todos los tamaños, con pequeños tesoros. Tenía cofres con aros que Flor y yo nos cansamos de probarnos, y cajones y cajoncitos con papeles de carta, tréboles en los libros, pañuelos perfumados con aromas que solo había en sus escritorios, muebles de viejo que emanaban una energía solo de ella, tan plantada en su casa enorme, rodeada de gatos y frascos de conservas (morrones, pepinos, habas y ajos con pimienta y estrellas de anís), con una pileta que nos hizo todos los veranos desde que tengo memoria.

      Helga me hizo probar el berro y los ñoquis caseros, tenía las piernas largas como una modelo y fumaba con la elegancia de Greta Garbo. A sus cuarenta, tenía todo lo que quería y más: un ex marido generoso y millonario, un nuevo novio apuesto, la casona que siempre había querido, la buena salud de la madre cuando empieza a ser vieja pero es de roble. Nos daba la libertad que necesitábamos para hacer nuestras cosas, intimidad para desnudarnos y tocarnos, en el pase de séptimo a primer año, y de repente estaba encima nuestro con esos besos tan necesarios, sobre todo cuando mi propia madre hacía sus viajes eternos a la India y yo necesitaba calor y baba, sentirme importante.

      Los conocimientos de Helga sobre gatos y fantasmas siempre nos fascinaban. También


Скачать книгу