Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
un edicto de César Augusto que ordenaba el empadronamiento de toda la tierra. Este fue el primer empadronamiento que se hizo durante el tiempo en que Quirino fue gobernador de Siria.» Nada, en apariencia, más sencillo que esta afirmación. Y con todo está enraizada de dificultades, y ha creado un problema exegético que, después de interminables discusiones, no ha recibido aún solución del todo satisfactoria. Bástenos comentar aquí sumariamente los datos que nos proporciona San Lucas. Manifiesto es el doble propósito que movió al evangelista a escribir estas líneas: explicar por qué nació Jesús en Belén, siendo así que su madre y su padre adoptivo estaban domiciliados en Nazaret, y relacionar este nacimiento con un suceso que interesaba a todo el mundo.
Consistía el mentado censo, como todas las operaciones de esta índole, en inscribir en registros públicos el nombre, la edad, la profesión, la fortuna, los hijos de los cabezas de familia de una comarca, las más de las veces con miras a tributos más o menos próximos. El decreto lanzado por César Augusto, el primer emperador romano, alcanzaba, según el propósito de su autor, a todos los territorios que, por cualquier título —bien fuese como provincias romanas, bien como reinos sometidos o aliados—, dependiesen del inmenso y omnipotente imperio designado por la hiperbólica expresión de «toda la tierra habitada». Ningún otro historiador de aquella época lo menciona; pero la habitual fidelidad de San Lucas es suficiente garantía de su veracidad, tanto en este punto como en todos los otros.
Arqueólogos, juristas e historiadores notables por su saber y por sus obras reconocen hoy que Augusto fue administrador muy metódico y que la compilación de relaciones y documentos estadísticos era uno de los rasgos distintivos de su carácter. Como las guerras civiles que precedieron a su advenimiento al trono habían llevado el desorden a la administración y hacienda romanas, natural era que experimentase la necesidad de una amplia reorganización. Documentos importantes, de los que nos quedan algunos fragmentos, lo demuestran hasta la evidencia. A su muerte, leemos en Suetonio[15], halláronse tres protocolos escritos de su puño y letra y unidos a su testamento. Referíase el primero a sus funerales; contenía el segundo la enumeración de sus hechos y hazañas y la orden de grabarlos sobre láminas de bronce, que se habían de colocar en el frontispicio de su mausoleo, y el tercero era el Breviarium imperii. De la lista de los hechos (Index rerum gestarum) existe una copia célebre grabada a la entrada del templo que fue erigido a la memoria de Augusto en ancira de Galacia. En él se habla expresamente de tres empadronamientos, uno de los cuales se llevó a cabo el año 746 de la fundación en Roma, y por consiguiente, pocos años antes del nacimiento de Jesucristo. El Breviarium imperii ha desaparecido; sabemos, sin embargo, por los resúmenes que de él hacen los historiadores romanos Tácito y Suetonio, de qué materia trataba. «Indica —dice Tácito[16]— los recursos públicos, cuántos ciudadanos (romanos) y aliados estaban bajo las armas, el estado de las flotas, de los reinos (asociados), de las provincias, de las tribus, de los impuestos, de las necesidades.» ¿No es evidente que para reunir estos datos había sido menester hacer empadronamientos en toda la extensión del imperio, y hasta en los pueblos aliados? Por otra parte, historiadores posteriores confirman de manera terminante los datos de San Lucas, y esto, inspirándose en fuentes hasta cierto punto independientes de su Evangelio, puesto que añaden minuciosamente pormenores. «César Augusto —escribía Suidas—, habiendo escogido veinte hombres de entre los más excelentes, los envió por todas las regiones de pueblos sometidos, y les encargó hacer un registro de hombres y de bienes». En el mismo sentido se expresan San Isidoro de Sevilla, Casiodoro y otros varios.
Verdad es que en la época del nacimiento del Salvador, Palestina no era aún provincia romana y que solamente lo fue diez años más tarde, después de la destitución de Arquelao. Gobernábala en aquella sazón Herodes el Grande, en calidad de rex socius; pero su independencia era puramente nominal, puesto que sólo a condición de permanecer sometido a Roma recibió el reino de manos del emperador[17]. La historia contemporánea recuerda varios hechos que constituyen otras tantas pruebas de esta dependencia. Herodes tuvo que pagar con regularidad tributo a los romanos[18]. Cuando quiso castigar a sus hijos, que se habían declarado en rebeldía, fuele necesaria expresa licencia del emperador[19]. Para combatir a los salteadores que infestaban una parte de su territorio hizo leva de tropas, con el beneplácito de los generales romanos; pero tal fue el enfado que ello causó a Augusto, que le hizo saber que «si hasta entonces le había tratado como amigo, le trataría en adelante como súbdito»[20]. A pesar de llevar el título de rey asociado, tan supeditado estaba al albedrío del emperador, que ni aun siquiera se le reconocía derecho a testar libremente. Así fue que, según ya vimos, el testamento en virtud del cual dividía sus estados entre sus tres hijos, Arquelao, Antipas y Filipo, sólo en parte, después de su muerte, fue aprobado por Augusto[21]. Percatábase él de aquella dependencia, y como entre Roma, que le vigilaba orgullosamente, y su pueblo, que le detestaba, sabía que su trono se tambaleaba de continuo, redoblaba las muestras de obsequioso acatamiento hacia su augusto protector. Así es que, antes de su muerte, hizo prestar a sus súbditos juramento de obediencia, no sólo a su persona, sino también a la de Augusto. En estas condiciones, se hubiera guardado mucho de oponer la menor resistencia a un edicto cualquiera de su omnipotente protector.
Por lo demás, aun manteniendo y, si llegaba el caso, haciendo sentir su soberanía, los romanos tenían el buen sentido de adaptarse lo posible, en interés de la paz, a las costumbres y hábitos de las naciones que les estaban sojuzgadas. Esto era precisamente lo que hicieron en Palestina: San Lucas nos dará prueba de ello con ocasión del censo ordenado por Augusto.
El oficial imperial que de modo más o menos directo dirigió aquella operación, no deja de tener cierta celebridad en la historia de Roma y de Siria. Su nombre completo era Publio Sulpicio Quirino[22]. Natural de la pequeña ciudad de Lanuvium, situada no lejos y al sur de Roma, llamó la atención por su valor guerrero y por su habilidad administrativa. Cónsul bajo Augusto, de cuyo favor gozaba, llegó a ser más tarde ayo del joven Gaio César, sobrino del emperador, y probablemente en dos ocasiones propretor de la provincia imperial de Siria.
Según una profecía que pronto mencionará San Mateo[23], el Mesías, hijo de David, debía nacer en Belén, aldea ilustre en la historia de Israel, porque David mismo había nacido en ella, y allí habían residido tanto él como su familia[24]. Lejos andaba Augusto de sospechar cuando lanzó su decreto que servía de instrumento a la Providencia para el cumplimiento de aquella profecía. ¡Son admirables los caminos del Señor, lo mismo en sus complicaciones que en su sencillez! Se sirve del edicto de un emperador pagano para conducir a María y José a Belén, para introducir a su Cristo en el marco de la historia universal. ¡Qué contraste! De un lado, el jefe todopoderoso del imperio romano; de otro, el niño que va a nacer de una humilde mujer de Israel en un pobre establo. Y, sin embargo, aquel niño triunfará del inmenso imperio y un día lo someterá a sus leyes.
Según el derecho romano, cuando aparecía un decreto de empadronamiento era costumbre que cada uno se inscribiese en el lugar donde residía. Mas para los judíos, conforme a antiguas costumbres que los romanos se allanaban aún a respetar, debía hacerse la inscripción en las localidades donde la familia de cada ciudadano fuese originaria. Este uso provenía de la antigua constitución del pueblo hebreo por tribus, por familias y por casas. En virtud del edicto imperial, llegada la época fijada, que no era la misma para todos los distritos, los habitantes de Palestina que no residían en el lugar de origen de su familia «iban a inscribirse cada cual en su ciudad», pues en ella se conservaban los registros públicos, que entre los judíos se llevaban muy escrupulosamente»[25]. Púsose, pues, José en camino para «subir»[26] de Nazaret a Belén. Para él este viaje era estrictamente obligatorio, «porque —prosigue el evangelista— era de la casa y de la familia de David», y aun el representante principal de aquella estirpe célebre, según nos enseñan las genealogías de Cristo, conservadas por San Mateo y San Lucas.
María, «su mujer desposada», le acompañó en aquel largo y penoso viaje. ¿Estaba obligada a ello? Así lo creen algunos autores, alegando en pro de su opinión varias razones que no tienen fundamento. Unos han supuesto que María poseía en Belén algunas heredades que exigían que ella misma fuese a inscribirse; pero esta hipótesis está en contradicción con la dificultad que experimentó para hallar un miserable albergue. Otros han creído que era necesaria su presencia