Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
a Dios en las alturas
Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
Himno de triunfo, doxología sublime, que resume perfectamente la índole, la significación, el fin y las ventajas de la encarnación y nacimiento del Verbo. No es ni un deseo, ni una plegaria, sino sencilla y elocuente comprobación de un hecho. Como el canto de los ardientes serafines ante el trono de Dios[51], el Gloria in excelsis, se compone de dos notas tan sólo. Consiste en dos proposiciones de exacto paralelismo, de las cuales la primera se refiere a Dios y la segunda atañe a los hombres. Los tres conceptos «Gloria, en las alturas, a Dios», corresponden exactamente a las tres expresiones paralelas «paz, en la tierra, a los hombres...». Al Señor, que tiene su trono sobre las esferas celestes, el misterio de la Natividad le procura gloria infinita, digna de Él; a los hombres que viven en la tierra les trae la paz, es decir, conforme al sentido que los hebreos daban a esta palabra, el conjunto de bienes que constituyen la verdadera dicha. Sin embargo, no todos los hombres indistintamente gozarán de esta paz bienaventurada, sino solamente, según la fórmula empleada por el evangelista, «los hombres de buena voluntad», o, en otros términos, los que se hagan dignos de la divina benevolencia.
Difundida por los aires su melodiosa sinfonía, tornáronse los ángeles al cielo, tan repentinamente como habían descendido; pero las palabras del principal de ellos habían penetrado hasta lo más profundo del alma de los pastores, que, llenos de fe y dóciles a la gracia, se animaron mutuamente a ir sin tardanza a ofrecer sus homenajes al Mesías recién nacido. «Vayamos a Belén —se decían— para ver esto que ha sucedido y que el Señor nos ha manifestado.» Con apresuramiento y emoción fáciles de adivinar, anduvieron la distancia que les separaba de la aldea. Después de breves indagaciones, pronto coronadas por el buen éxito, hallaron el establo, y en aquel mísero albergue, a María, a José y al Niño, reclinado Éste en el pesebre, conforme a lo que el ángel les había anunciado.
Siempre admirable por la sencillez con que cuenta las cosas más altas, San Lucas se contenta de nuevo con este ligero esbozo. Sin embargo, acaba su narración del nacimiento de Cristo recordando las impresiones de tres categorías de personas. Los pastores, hondamente conmovidos por lo que habían visto y escuchado, se volvieron «glorificando y alabando a Dios», cuya grandeza y bondad no se cansaban de pregonar, pues estos dos atributos se habían manifestado principalmente en los misterios de la Natividad. Y cuando más tarde regresaron a su aldea no dejaron de contar al humilde círculo de sus amigos y allegados las maravillas de que acababan de ser testigos. Así vinieron a ser los primeros predicadores de la buena nueva. De creer es que sus oyentes admiraron también los misteriosos caminos del Señor. Por ventura, algunos de ellos creyeron y fueron a su vez a ofrecer sus homenajes al Divino Niño. No obstante, todo inclina a sospechar que éstos fueron los menos, pues parece que pronto se borró de Belén el recuerdo de Jesús, como se borró más tarde en Jerusalén, a pesar de los acontecimientos extraordinarios que acompañaron a la presentación del Salvador en el Templo. Por lo demás, el texto mismo de San Lucas parece insinuar que su admiración no pasó más allá de una fugaz impresión, que contrasta con la hondísima que experimentó María.
En unas cuantas palabras traza el evangelista un delicioso retrato del alma contemplativa de la Santísima Virgen y de su corazón de clara y profunda mirada. Gracias a él, podemos formarnos alguna idea del íntimo trabajo que por entonces se realizaba en el espíritu de la madre de Cristo. Ella reunía y agrupaba, para confiarlas a su memoria, «todas estas cosas», es decir, todos los hechos que veía, todas las palabras que oía respecto a su Jesús, y después las comparaba y combinaba unas con otras para darse más exacta cuenta del plan divino. Trazaba, pues, por decirlo así, la filosofía de la historia del Niño. Serena y recogida en medio de tantas maravillas, a todo prestaba atención y con los recuerdos maternales iba allegando un rico tesoro, que más tarde comunicaría a los apóstoles y más o menos directamente al mismo evangelista. Pero junto a la cuna guardaba silencio, por más que bien pudiera contar muchos prodigios. Como dijo San Ambrosio con exquisita delicadeza, «su boca era tan casta como su corazón».
Al octavo día de su nacimiento, fue Jesús circuncidado, como lo había sido el Bautista. Apenas formada su sangre, derrama ya por nosotros las primeras gotas de ella, mientras llega la hora, según expresión de Bossuet, de darla «a borbotones» en el Calvario. Apenas nacido de mujer, como se expresa San Pablo[52], se somete a la ley de todo en todo, y, en este caso, a una ley rigurosa, que imprimía en su carne sagrada un carácter de esclavo y parecía incluirse entre los pecadores. Pero ¿no ha de decir un día que es preciso cumplir «toda justicia», la voluntad entera de su Padre? Pues desde ahora se ajusta a este gran principio que regulará toda su vida.
Al ser circuncidado Nuestro Señor recibió oficialmente el nombre de Jesús o de «Salvador», conforme había sido indicado, primero a María por el ángel Gabriel, el día de su anunciación, y después a José, en un sueño milagroso. ¡Cuán plenamente realizó durante toda su vida el sentido de ese nombre!
IV. DESCENDENCIA DAVÍDICA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
El martes que precedió a su muerte, después de haber refutado Jesús victoriosamente las insidiosas objeciones que sus principales enemigos le habían ido proponiendo para perderle, les dirigió a su vez esta pregunta: «¿Qué os parece del Cristo? ¿De quién es hijo?»[53]. Respondiéronle a una voz: «De David.» Tal era, en efecto, desde el célebre vaticinio transmitido a David por Natán[54] la fe sagrada de todo Israel. Esta profecía proclamaba bien alto que la familia de David había sido escogida para ser perpetuamente depositaria de la realeza teocrática, y que, gracias al Mesías, gozaría su trono de duración eterna. Más de una vez fue solemnemente renovada en el decurso de la historia de Israel. Mucho tiempo después de la muerte de aquel rey y de sus inmediatos sucesores, aun mucho tiempo después de la ruina, definitiva en apariencia, del Estado judío, oyóse todavía resonar en las páginas del Antiguo Testamento la voz de los profetas que clama que «David», o el «Hijo de David», o «el vástago de la casa de David», restablecerá el trono derrocado y reinará perpetuamente en la nación engrandecida y regenerada. Esta creencia era, en cierto sentido, anterior a David mismo, pues ya el patriarca Jacob había anunciado a su hijo Judá que entre sus descendientes tendría origen la realeza del futuro Libertador[55].
En el intervalo que separa los dos Testamentos hallamos también claros vestigios de esta misma promesa, sobre todo en los «Salmos (apócrifos) de Salomón» y en los escritos rabínicos. Por esto, cierto día en que las turbas disputaban en los patios exteriores del Templo sobre si Jesús era o no el Mesías, a los muchos que afirmaban: «Sí, es el Cristo», respondían otros, que ignoraban las circunstancias en que se había verificado su nacimiento: «¿Es que el Cristo ha de venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la casa de David?»[56].
Esto mismo enseñan indirectamente los Evangelios en varios lugares, cuando dicen que Jesús, el Mesías-Rey, era descendiente y heredero de David. Desde su primera página atribuye San Mateo al Salvador el título de Hijo de David; después, coincidiendo con San Lucas, da la prueba de esta aserción al transcribir su genealogía oficial. Cuando el ángel anunció a María su milagrosa maternidad, díjole que el Señor Dios pondría en el trono de David al hijo que ella daría a luz, y que su reino no tendría fin. Durante toda la vida pública de Jesús se le atribuye con frecuencia el título de «Hijo de David» por las muchedumbres y por los individuos, por los pobres enfermos que imploran humildemente el beneficio de la salud y por la multitud entusiasta el día de su entrada triunfal en Jerusalén. A su vez, los apóstoles San Pedro, San Pablo y San Juan abiertamente entroncaron a Jesús, considerado como Mesías, con la estirpe real de David y de Judá.
Estos distintos textos del Nuevo Testamento prueban simultáneamente estos dos hechos paralelos: que era entonces para los judíos verdad indiscutible que el Mesías había de nacer de la familia de David, y que la descendencia de Nuestro Señor Jesucristo, tanto a los ojos de sus compatriotas en general como de sus discípulos, era asimismo innegable y estaba debidamente comprobada. La antiquísima tradición de la Iglesia, aparte de los libros inspirados, atestigua también con unanimidad el entronque del Salvador con la familia de David. Voces autorizadas de ella son