Historias de terror. Liz Phair

Historias de terror - Liz Phair


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peligroso no dejar margen para el error a unas velocidades tan altas. Voy a unos ciento veinte kilómetros por hora, igual que todos los demás. Mantengo ambas manos sobre el volante, en las posiciones de las diez y las dos, y noto que los baches de la carretera ponen a prueba mi agarre. Vamos a tomar una curva larga y sinuosa hacia la derecha. Es como si la mediana de hormigón estuviera dándome alcance y tuviera que correr más que ella.

      Se me ocurre una reflexión que apenas dura una fracción de segundo, una de esas meditaciones aleatorias que tiene todo el mundo a lo largo del día. Me pregunto por qué nadie sufre nunca un accidente de automóvil viajando en el carril izquierdo. Sigue pareciéndome increíble que todos esos conductores de capacidad media realicen maniobras relativamente difíciles todos los días y que nada salga mal. Millones de personas consiguen llegar con éxito hasta sus destinos sin morir, pese al peligro potencial, sobre todo en este carril interior en el que viajamos más rápido y tomamos curvas más cerradas. Imaginaos el daño que infligiría a todos los demás vehículos que hay en la carretera si perdiera el control ahora mismo. Sería una auténtica putada para todo el mundo.

      Unos diez segundos después de haber pensado esto, una limusina que viaja hacia mí en dirección opuesta empieza a derrapar en su carril. El tiempo se ralentiza, y veo cómo la parte trasera de la limusina gira por completo hasta ponerse delante sin que el vehículo deje de moverse en espiral. Debido a nuestras respectivas velocidades relativas, apenas logro entrever el accidente antes de pasar de largo. Voy fluyendo con el resto del tráfico como si nada hubiera ocurrido. Aún hoy puedo ver la parte de atrás de la cabeza del conductor golpeando la ventanilla mientras el coche daba una vuelta de trescientos sesenta grados. Me doy cuenta de que es posible que haya presenciado los últimos momentos de vida de alguien. Quiero parar el coche, salir de la autopista y tomar calles secundarias para volver a casa, pero no puedo. Peter me está esperando. Esa es precisamente la clase de plantón de última hora que siempre le preocupa que vaya a darle.

      Conocí a Peter durante la primera noche de orientación de estudiantes de primer año. Nos habían asignado el mismo dormitorio. A ninguno de los dos nos gustaba lo de formar grupitos y contarles a desconocidos quiénes éramos. Él me tomaba el pelo por negarme a ponerme la etiqueta con mi nombre. Lo había escrito en ella, pero la agitaba en torno a la punta de mi dedo índice ante cualquiera que quisiera saber mi identidad. Como si mi nombre explicara algo. Podía ser amiga de alguien durante meses sin importarme cómo se llamaba. Si podía buscarlo, no quería hacerle un hueco en mi cerebro. Había estado memorizando datos durante toda mi vida y nunca me había parecido algo útil.

      Peter y yo acabamos en círculos sociales muy diferentes, pero durante aquellos primeros días en Oberlin, hicimos buenas migas por nuestra mutua incomodidad con el ambiente progresista. Los dos procedíamos de barrios conservadores de Chicago y nunca habíamos experimentado nada semejante a lo que veíamos en el campus. Todo el mundo tenía pelos en sitios donde nosotros nos lo habríamos afeitado. Todo el mundo se quitaba la ropa delante de los demás sin vergüenza alguna. Los libros, la música y las películas que conocíamos parecían poco o nada sofisticados en comparación con las referencias culturales que otros alumnos hacían en clase. Aquel primer semestre, los dos hablamos menos y escuchamos más, pese a que habíamos sido gente gregaria y extrovertida en el lugar del que procedíamos. Era un alivio poder reírse en privado con alguien sin tener que preocuparse de estar siendo políticamente incorrectos o no.

      Cuando llego a casa de Peter, estoy deseando contarles a él y a su amigo John lo que me ha pasado por el camino. Al narrarlo, no suena tan alucinante como me había parecido mientras sucedía.

      —Puede que tengas poderes paranormales —dice Peter, anticipándose a lo que quiero que diga, pero en un tono que no deja de transmitir su escepticismo. El padre de Peter es el pastor de su iglesia, así que él desconfía de cualquier cosa que huela a prepotencia religiosa. Tiene una actitud irritante e insolente, como reacción al modo en que fue criado.

      —Tengo poderes —me reafirmo despectivamente, mosqueada por haberme molestado en contárselo a nadie. A mí me suceden cosas legítimamente extrañas, pero como también tengo una imaginación hiperactiva, no gozo de credibilidad alguna entre mis amigos.

      —Yo creo en esas cosas —dice John. Está siendo amable, pero Peter se mofa y enrolla un pañuelo de papel y se lo tira. No quiere que John me dé alas.

      —¿Qué? —protesta John a la vez que esquiva el misil de Peter—. ¡Es verdad! A mí me han sucedido unas cuantas cosas de lo más raro. A veces las cosas coinciden demasiado como para explicarlas de ninguna otra manera.

      Estamos pasando el rato en la cocina esperando a que llame la madre de Peter. Han metido una pizza congelada en el horno y puesto accidentalmente en marcha el mecanismo de autolimpieza, y ahora nuestra única esperanza es que ella nos diga cómo sacarla antes de que se queme y se convierta en un disco de carbón.

      —Tú no crees en esa mierda, hostias —dice Peter, fabricando más bolas con pañuelos de papel y lanzándoselas a John.

      —Pues claro que sí —replica John mientras intenta golpear las bolas de papel para devolvérselas a Peter—. Tú no sabes en qué creo.

      Estoy escuchándolos reñir mientras me acuerdo de las felices reuniones vacacionales de mi familia cuando era joven. Yo era la única chica en una familia llena de chicos mayores que yo, y casi me siento como si estuviera de vuelta en casa de mi tío en Grandlin Avenue, relegada a los márgenes con mi vestido de Polly Flinders, mis calcetines hasta la rodilla y mis zapatos Mary Jane, viendo a los chicos armar jaleo y sintiéndome celosa por no poder participar. Me pasé un montón de reuniones familiares sola, jugando con las mascotas o caminando por la finca con mi abuela Winnie. Aquello me convirtió en un chicazo durante varios años, hasta que la pubertad me devolvió a mi ser.

      Me acerco al fregadero para servirme un vaso de agua. No sabría decir lo que ha suscitado este impulso —quizás solo busque una manera de acoplarme a la acción de nuevo—, pero hurgando entre la pila de platos sucios encuentro un mazo de carne, uno de esos martillos con cabeza en forma de bloque que se usan para aporrear filetes. Le paso el anticuado utensilio a Peter, que lo coge, perplejo. Yo me quedo mirando el pesado mazo que descansa en su mano.

      —Sería una putada que algo así te diera en la cara —digo sin que venga especialmente a cuento, y vuelvo a colocarme en el umbral de la puerta del comedor, apoyada contra el marco mientras le doy sorbos a mi refresco. No puedo quitarle los ojos de encima al mazo de carne. Pienso en lo raro que es que sigamos utilizando una tecnología que no estaría fuera de lugar en una cocina medieval.

      —Desde luego, sería una putada.

      Peter usa el mazo para lanzarle bolas de papel a John, que se pone a buscar algo que pueda utilizar como raqueta. Primero prueba con una linterna, con escaso resultado, y luego enrolla una revista, lo que resulta infinitamente más eficaz.

      Estamos pasándolo bien, haciendo caso omiso del olor a pizza quemada. Yo estoy obsesionada con los golpes de Peter. Le está costando atinar con el saque. Lanza la bola de papel al aire, pero falla repetidamente debido a la lentitud con la que desciende el papel. Resistencia del aire. Estoy a punto de ofrecerle asesoramiento cuando de repente se me mete otra idea en la cabeza.

      —¿No sería una putada que ese martillo saliera volando de tu mano y me dejara ciega?

      —¿Qué? —suelta John, riéndose de mi incongruencia.

      Me vuelvo y lo veo de pie junto a la cocina. En ese instante escucho un sonoro crujido, y mi visión se reduce a un puntito del tamaño de la cabeza de un alfiler. Es como ver apagarse la pantalla de una televisión en blanco y negro. Siento que me fallan las piernas. Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para no perder el conocimiento por completo. Cuando vuelvo en mí, estoy desplomada en el umbral de la puerta con la nariz chorreando sangre. Me miro la camisa, que se está poniendo completamente roja.

      —¡Hostia puta! —grita Peter.

      —¡Ay, Dios mío! —exclama John boquiabierto.

      Peter y John están tan conmocionados que en un primer momento ni se mueven. Cuando me ven deslizarme más hacia abajo


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