Si era dicha o dolor. Roberto Ramírez Flores

Si era dicha o dolor - Roberto Ramírez Flores


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estudiantes se miran entre ellos esperando a que algún valiente abra la boca.

      —Por ejemplo, ¿para qué nos sirve el sol?

      Para darnos cuenta que hay lugares inhabitables esperando por nosotros. Levanta la mano.

      —¿Sí, Juan?

      —Es importante por la fotosíntesis, sin ella no tendríamos muchos alimentos… ni flores.

      Rodrigo, desde la tercera fila y con una sonrisa burlona en la cara, entierra su dedo índice en su mejilla. Juan sabe lo que significa.

      —Sí, es cierto: el sol nos proporciona un sinfín de alimentos de origen vegetal.

      Rodrigo arranca una hoja de su cuaderno y comienza a dibujar algo. Mira a Juan una y otra vez y después sigue: poniéndole rosa, amarillo, púrpura. Le estira el papel hecho dobleces a Jonathan. El papelito comienza a pasar de mano en mano y cada vez que esto sucede los ojos de esas manos observan con atención a Juan, burlándose abiertamente o simulando que no pasa nada sin mucho éxito.

      Él pasa su dedo por el triángulo mientras sigue de reojo la trayectoria del papelito.

      —Me estás escuchando, ¿Juan?

      —Sí, sí, perdón.

      —Te decía que, además, todos los alimentos que consumimos están relacionados de alguna forma con el sol. Las vacas podrían morir por la falta del calor solar, y entonces nos quedaríamos, por ejemplo…

      —¡Sin bisteces!

      Lili suelta una carcajada a la que después se unen otras.

      —Muy bien, Jorge— expresa el profesor con una sonrisa en los labios.

      A él se le dibuja otra y por un momento olvida que también es motivo de burla. El papelito llega rápidamente a Mariana, quien tras verlo observa a Juan para después doblar la hoja por la mitad y estirársela.

      —¿Quieres ver? —pregunta en voz baja.

      Juan toma la hoja cuadriculada, la abre, la aplasta hasta que se vuelve una bola y la mete en su bolsillo del suéter.

      —¿Alguien más? —pregunta el maestro mirando de un lado a otro.

      Lili pide la palabra.

      —A mí me gustó saber que estamos hechos de la misma materia que el sol, que somos polvo de estrellas.

      Los compañeros no. No todas las personas están hechas así. La gente mala está hecha con lodo. Pasa sus yemas por el borde de México mientras oprime la bola de papel en su suéter. Yo tampoco. A lo mucho de agua salada. Traspasa el océano Pacífico a bordo de su dedo, rodea una isla pequeñita con forma de lágrima y después otras que se desprenden de Argentina, que huyen de tierra firme, como él. Sigue a la derecha hasta llegar al triangulo con su nave manchada de azul y un rastro nebuloso tras ella. Desciende, entra al agua, se hunde, el frío mitiga su coraje, se hunde más, se hunde hasta tocar el fondo. No todos tienen miedo de habitar el océano.

       Erik Moya

       TOMAR LECHE DIRECTAMENTE DEL CARTÓN ES DE MALA EDUCACIÓN

      4:30 pm

      Una plaza; un sol implacable en una ciudad reluciente; dos torres; una catedral de cantera con sus campanas a punto de chillar; una multitud que prefiere el llanto del cobre; un círculo de personas en torno a Roberto (26 años) que zapatea con huaraches al ritmo de la música de los viejitos de Michoacán.

      Roberto es una farsa; una comedia danzante; un rostro cubierto por lluvia de listones verdes; un sombrero de chuspata; un rostro cubierto por una máscara más fiel que su semblante; una sonrisa triste; una máscara triste.

      Un ejército de viejitos espera su turno en el espectáculo. Roberto suda bajo la cubierta, la gente le aplaude. Mariana también lo hace. El pequeño Daniel también. Julián (17 años) no. Él no aplaude. Es de máscara burlona, listones rojos, zarape rojo. Sus manos tomadas por la espalda guardan un secreto de moridero. La música aumenta. El zapateado se acelera. La gente decide poner su corazón fuera del pecho. Mariana y Daniel brillan como un sol mismo. El chillar de los violines es más fuerte que el del metal.

      Y de pronto, un estruendo (más fuerte que las bombas del 15 de septiembre de 2008: Morelia, Mich.). Una bala perfora la máscara triste y el cráneo de Roberto. La multitud es un puñado de hormigas en pánico.

      Mariana, con rostro de barranco y Daniel en los brazos, corre donde yace Roberto. El verdor de los listones está salpicado del rojo de su sangre. Entre empujones, gritos y rechinares Julián, rojo por completo, sostiene la pistola con ambas manos.

      3:45 pm

      Roberto no sabe usar un puñado de palabras a su favor, pero sabe que dar zancadas grandes y tambalear los hombros hace relucir su hombría elegante de león. Julián no sabe hacer lo que Roberto, no le importa. Sobre la cerrada San Agustín, ya no te enojes conmigo, la voz de Roberto es como la del león que araña para después regresar por una caricia. El brazo de Roberto rodea a Julián. Ese rodeo es el gesto de protección típico de un felino arrepentido. No, un león nunca se arrepiente, solo hace a un lado sus malas acciones, y listo.

      Roberto tiene la melena más grande y hermosa que Julián haya visto.

      Sobre la cerrada San Agustín dan unos pasos más. Vestidos de viejitos, Julián (máscara burlona), Roberto (máscara triste). Frente a ellos, Mariana y el pequeño Daniel: ya no te enojes con nosotros. Mariana tiene cara de humano y una mano lista para dar una caricia. Roberto la abraza y besa a Daniel, su hijo.

      Te necesitamos.

      Julián, completamente rojo, es volcán, es cara de humano y un puño bajo el zarape. Sobre la cerrada San Agustín, camina. Se dirige a una plaza con un sol implacable en una ciudad reluciente.

      ¿Qué le pasa a Julián?, pregunta Mariana.

      3:30 pm

      Un ejército de soldados desciende de la pick up, sus armas:

      Bastones.

      Huaraches.

      Sombreros con lluvia de listones.

      Calzones de manta.

      Máscaras con mil gestos.

      A una cuadra de cantera, la cerrada San Agustín donde la gente camina con golosinas en las manos, gaspachos morelianos o churros salados con crema y queso. Julián camina adelante.

      ¿Quieres?, Julián escucha, voltea.

      Que si quieres un gaspacho. Roberto no sabe usar un puñado de palabras a su favor, solo es un hermoso caballo, y relincha. El ejército se aleja.

      Roberto y Julián, con gaspacho en mano, se sientan en una calle solitaria. Cucharean; mastican en silencio. Los ojos de un caballo hermoso son difíciles de ignorar. Mucho menos cuando la mirada es fija. Julián no quita la mirada a su gaspacho. El juego de miradas fijas anuncia el atropello de sí mismos.

      Roberto le gira la cara y lo besa en la boca.

      Soy un pendejo, no quiero que te alejes de mí.

      2:30 pm

      Julián y Roberto salen de una casa en la isla de Janitzio. La fachada de la pequeña casa está pintada de blanco y rojo, el techo es de teja de barro. Julián cierra la puerta con llave. De la puerta cuelga un moño negro. Caminan por las cuestas de la isla. Llegan al muelle, donde está la lancha amarrada a la orilla; dentro de ella el pelotón de viejitos los espera. Suben y se ponen en marcha. Pronto llegan a la otra orilla, al pueblo de Pátzcuaro. Ahí abordan la parte trasera de la pick up ya encendida.

      El aire de la carretera es helado, todos van de brazos cruzados en silencio. Algunos sostienen sus sombreros y sus máscaras para que no sean arrancados por el viento. Julián observa el paisaje. Roberto lo observa a él, para después tomarle la mano. Nadie se da cuenta. Julián sonríe y sigue observando.

      Julián es un ciervo que corre por


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