Si era dicha o dolor. Roberto Ramírez Flores
Las laderas están por terminar. El ciervo se convierte en Julián; Roberto sigue con apariencia de cazador, siempre. La carretera termina. Un gran letrero dice «Bienvenidos a Morelia». Los listones de los sombreros siguen agitados y se ondean con la fuerza del viento como únicos espectadores de esa escena depredador/presa.
12:30 pm
Julián despierta. Se sienta en la cama, está desnudo. A un lado, cobijado, está Roberto. Julián se incorpora y se pone los calzones. Sale hacia la cocina. En el pasillo de la casa, hasta el fondo, hay un altar: Veladoras, flores de cempasúchil, una foto de su padre y un recorte de periódico que dice «Se disparó; deja sola a su mujer e hijos». En la cocina está su madre. Lava los trastes con mal humor. Cuando entra escucha: ¿Ya te fijaste qué horas son? Se te va hacer tarde para ir a Morelia. Apúrale.
Julián se sienta en el comedor, está cansado. No durmió. Está cansado de ser presa. Durante la noche Roberto lo capturó y se lo comía por la espalda.
Por cierto ¿quién entró anoche?
Voltea a ver a su madre con ironía, como quien dice que la pregunta es innecesaria. ¿Otra vez se peleó? Ya le he dicho que la mande a la chingada, pinche vieja. Julián se muestra indiferente. Se dirige a la puerta del refrigerador. La abre. Rápido que se gasta la luz. Y ya corre a levantar a tu hermano. Julián, tras la puerta del refrigerador:
¡Roberto, te habla mi mamá!
A los pocos segundos entra Roberto en bóxer, se sienta en el comedor. Julián toma leche del cartón. Tomar leche del cartón directamente es de mala educación, ya te he dicho. Su madre le golpea la cabeza. Roberto sonríe. Del radio suena Me he quedado sin tu amor, interpretada por Los Freddys.
Diego Daniel López
GUANAJUATO
Ninguno de los dos sabía que estaba hablando con un homosexual.
El encuentro de poetas sucedía en la ciudad de Guanajuato, en mayo, por lo que la tarde noche era agradable y el ambiente humano era un pacto que dictaba reglas exacerbadas y, quizá, oníricas.
Apenas había concluido, con unos segundos de sólidos aplausos, la presentación de un poeta tapatío desconocido para ambos hasta antes de su presentación. La poesía y más bien el performance del invitado fueron pie de conversación que podía dar, cuando menos, para media hora de comentarios emocionantes.
Es imposible, no es un encuentro de poetas sin la presencia de la pócima que, tal vez, había congregado a todos allí: el alcohol. Cecilio y Abel se desprendieron de quienes permanecieron en la plaza con el poeta tapatío, diferenciados la mayoría de los cohibidos jóvenes —el más de ellos, Cecilio— que durante todo el día no había cruzado palabra con otros asistentes más allá de oraciones automáticas.
Era la segunda ocasión que Abel visitaba Guanajuato, él venía de Veracruz. Durante el camino hacia algún bar que les pareciera agradable, le comentaba a Cecilio, tapatío delgado, de piel oscura —contrario al jarocho—, algunas de las cosas que había vivido en su estancia anterior.
—Era noviembre, por eso la lluvia estaba tan cabrona —comenzó a reír ante la inspección tímida a su rostro por parte de Cecilio—. Me di en la madre en esta pinche bajada, por eso tengo esta cicatriz.
Abel abrió su camisa desabotonando tres veces y se levantó la prenda sobrepasando la mitad de la espalda.
—Aquí me rajé, ¿sí lo ves? —Cecilio sonrió y asintió con la cabeza.
Ya en un bar, Cecilio soltaba más palabras, suavizaba su timidez el calor de la cerveza. Contó que era la primera vez que salía solo de Guadalajara. ¿Te la pasas encerrado en tu cuarto escribiendo, eres un topo? preguntó Abel, intentando darle otro tono a la charla. Cecilio explicó todo lo contrario. En realidad era un chico que poco tiempo permanecía en casa, no porque le molestara estar allí sino por la atracción que le generaban los grandes templos de su ciudad.
El tapatío enseñó a Abel decenas de fotografías que mostraban, sobre todo, el Expiatorio de Guadalajara. Aunque la conversación fluía, pocos eran los motivos que Abel encontraba para permanecer con su joven colega. Si bien le parecía atractivo físicamente y no le desagradaba su timidez, ya conocido el diálogo del tapatío, sentía que ese no era el mejor sitio para permanecer en una ciudad que le prometía mayor excitación. Entonces expulsó un bostezo y dijo que iba a regresar a la posada —donde todos los poetas del encuentro se hospedaban— para descansar, con tal de marcharse.
Cecilio respondió: Cuando comienzo con la cerveza me detengo hasta un punto que después no logro recordar; no puedo evitarlo. Me quedo aquí. Que descanses, nos vemos mañana.
Abel dudó unos segundos si debería acompañarlo, pero terminó por mantener su decisión. Salió del bar camino a la posada pero en el trayecto se encontró a otro de los jóvenes poetas, quien lo invitó a unirse a la fiesta del encuentro, a una calle de allí.
Pasado un par de horas, Érika, poeta capitalina, reconoció el rostro de Cecilio, quien permanecía en el mismo bar. Se acercó, ambos tenían ya los tragos en la cabeza, pero el muchacho rozaba el desentendimiento. Con la vergüenza que le restaba por naturaleza, el tapatío confesó no saber quién era aquella luminosa chica, pero en ningún momento se sintió incómodo con su presencia. Su punto en común era el gusto por el rock y de allí se ligó una eufórica plática plagada también de risas, motivada a su vez por la música del bar.
Llegó el punto en el que, ante la inspección de los sedentarios bebedores, Érika y Cecilio realizaban una danza casi religiosa —al ritmo de Led Zeppelin—, sumergida en la embriaguez, algo decadente. Por momentos se abrazaban y colocaban sus cabezas en el hombro del otro, y luego sin inhibición se besaron en una banca que se encontraba en un rincón del bar.
Como despertando, en un segundo aislado Cecilio separó a Érika y revisó el estado de las cosas; por un momento pensó en Abel y casi pudo ver la forma exacta de su cicatriz. Al encontrar de vuelta el rostro de la excitada mujer, halló una sonrisa cómplice que lo encegueció de nueva cuenta. Acarició lentamente la parte de la pierna que exponía el jean roto de la chica, echó un vistazo por el largo de ese cuerpo, deteniéndose en el escote de la blusa, como si fuera la ocasión en que conocía la curvatura de unos pechos. Lanzó sus labios hacia allí y los lamió con energía.
Érika, después de escuchar su propio gemido, también separó a Cecilio y le propuso ir a la posada: su habitación estaba sola.
Por la mañana Cecilio, resentido por los tragos, despertó en una habitación ya abandonada, en la cama que le correspondía. El tapatío no cuestionó cómo era que había llegado; verdaderamente su memoria había destrozado sus vivencias. Solo tenía en claro que junto con Abel había iniciado la parranda la noche anterior. Buscó la hora: 11:23 a.m. Veintitrés minutos pasados desde el inicio de la primera cátedra a la que debía asistir ese día.
Recibiendo el agua helada en su cuerpo, rememoraba lo que le era posible. Por alguna razón imaginar la cicatriz dibujada en la espalda de Abel le hacía sonreír. Cuando pasó el jabón por sus genitales, notó que varios hematomas pintaban su pene, pero no percibía ningún dolor. Nunca había presenciado algo similar y se preocupó en demasía.
Cuando terminaba de ducharse, su teléfono sonó. Era su padre: ¿Cómo va todo? ¿Aprendiendo mucho? Eso es, mi poeta. Quiero ver muchas fotos cuando vuelvas. ¿Cómo vas con el dinero? Hay que cuidarlo. Voy a ver si puedo enviarte un poco más en la tarde, pero no malgastes. Sí, nosotros bien. ¿Ya leíste? No estés nervioso, todo irá bien. ¿Ya conociste alguna muchacha? Ja ja. Cuídate, hijo. Te queremos.
Cecilio, con todo, casi había olvidado el motivo por el que estaba en Guanajuato: compartir su poesía. Esa misma tarde era su turno. Con la cabeza palpitando, bebió un café en el comedor de la posada. Desayunó aprisa y salió rumbo a la plaza, donde las actividades del encuentro continuaban.
Nuevamente Abel se acercó al tapatío. A unos metros Érika le sonreía e intentaba sostener las miradas, pero Cecilio, desconcertado,