Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza
de enfrentar el mal, nos volvimos malos, a fuerza de acercarnos al abismo, terminamos por convertirnos en el abismo”.
álvaro miranda
Poeta, novelista, historiador, ensayista,
editor y director de revistas.
Agradecimientos
Esta crónica de un retorno conjetural al mundo de mi infancia y adolescencia no hubiese sido posible sin la solidaridad incondicional de la familia Bejarano-Alméciga, mujeres y hombres, y sus hijos e hijas respectivos, quienes constituyen una urdimbre de afectos y certidumbres para quien esto escribe. Son ellos y ellas: Marina (†), Lilí, Mimí, Mery, Ángel, Rafael y la menor, Sonia, mi compañera de estos veintidós años de causas y azares. Sobre ellos y ellas gravita la sombra protectora de don Ángel María, el patriarca ya fallecido. Por fortuna para todos, aún gozamos de la presencia discreta de doña Oliva, la damita de La Hoya (La Calera). Asimismo, debo agradecer infinitamente a mis hijos Nicolás, Juanita Gabriela y Carlos Gabriel, alias Tito Luvín, quienes, gracias a sus rabietas y grescas continuas, han tejido el panel sobre el cual se proyecta, línea a línea, esta obra.
Especial mención merece mi compañera Sonia Bejarano, su mirada verde cantárida y su incansable esfuerzo por dar de comer a la boca y al misterio.
Gracias infinitas a mi hermano Manuel Martínez Mendoza (†), a mis hermanas María Regina, Graciela Isabel y Ana Dionisia, a mis padres Juanita Isabel y Nicolás Antonio, a quienes, en tanto no vi morir, permanecen tal cual los dejé ese año de gracia de 1976, preocupados, porque sospechaban que mi huida sería definitiva.
Gracias a mis amigos y compañeros de ruta de esos días solares y lunares: Freddy Chamorro Tovar, José Joaquín Pereira, Joche Tapias, Luis Ortiz, Rafael y Adela Acosta; a las hermanas Anillo (Adelfa, Gloria y Marcela), a los hermanos Castellar Velásquez; a Carlos Federico Estrada; a mi padrino de confirmación, asesinado por los paramilitares, Juan Ramírez Herrera; a Guillermo Quiroz Tietjen y sus hermanos, asesinados en diversos momentos, en esos días aciagos que como un manto denso de horror eclipsaron al San Jacinto feliz de mi memoria. A Jorge Quiroz Tietjen, ánima insomne del Museo de Montes de María y a una lista larga de artesanas, labriegos y amigos de juegos y travesuras de ese tiempo de la cometa y el trompo.
A la sombra venerable de Blas Panza, el artista del guayacán y el cedro, el nogal y el roble; al maestro Romeo, empastador de libros; al anciano trotamundos de nombre Pertulito; a mi profesor Carlos Rafael Estrada Pacheco; a Jorge Luis Ortega, asesinado en el barrio Calvo Sur, muy cerca de donde estoy escribiendo esta nota agradecida.
Agradezco, finalmente, a mi memoria aún sana y minuciosa, y a esa “placenta social” llamada San Jacinto por haberme suministrado los motivos y las nostalgias necesarios para escribir estas páginas.
Bogotá, D. C., marzo 2 de 2017
Crónica del retorno
[…] el 21 de febrero de 1971 una gran mayoría de los campesinos colombianos toma la decisión de comenzar a ejecutar su auténtica reforma agraria: se toman las tierras con la consigna de no pagarlas; posteriormente se aprueban la Plataforma Ideológica y el Mandato Campesino como programas agrarios por realizar en forma inmediata bajo la consigna de la tierra es para el que la trabaja. El conocimiento adquirido en estas luchas y acciones, contando la última realizada a finales del mes de agosto, que consistió en el desplazamiento de campesinos de los cuatro lados del país hacia la capital y exigía mejor trato de la fuerza pública, que no cesa en la violencia, son grandes aportes de esta gran organización al desarrollo del movimiento campesino, nuevamente amenazado con divisiones y venta por parte de los herederos del zángano Berbeo. Estar alerta debe ser nuestro mejor aporte para el bien de nuestros hijos.
Comité Ejecutivo Anuc, febrero de 1974
Primera parte
En el umbral: año 2016
No fue fácil decidirme. Lo pensé y planeé durante cuarenta años, desde esa misma mañana que emprendí viaje hacia un corregimiento de nombre extraño: Tacasaluma. Año 1976. Bien sabía que por esas ciénagas sin límites había navegado en canoa el caballero de Palencia don Antonio de la Torre y Miranda: fundador y refundador de pueblos, hombre culto y fino, amigo cordial de don José Celestino Mutis, el sacerdote, médico y sabio gaditano. Y ahora, salvando cuatro décadas erizadas, me hallaba, como si nada, recogiendo los pasos. El pueblo estaba envuelto en una ligera niebla que bajaba del cerro de Maco. En las cocinas de algunas casas techadas de zinc corrugado no había bombillos encendidos, pero se podía presentir el ruido de calderetas y el zumbido del agua dormida en los tinajones de arcilla. Era mi pueblo, era mi gente; había sido mi pueblo, había sido mi gente. Mísero vagabundo sin equipaje era yo, con solo un atadillo de dos camisas a cuadros y un pantalón de terlenka, extraño e incómodo supérstite de mis días de estudiante en la Escuela Vocacional Agrícola, cuando me afanaba por ser la cabeza y el corazón de los campos colombianos. No cabía en él, pero lo llevaba conmigo como única prueba de mi oscura y casi despojada pertenencia a una comunidad de hombres y mujeres hechos ex profeso para la chanza y la fiesta. Dejé el pueblo una tarde de agosto del año 1976. El picó de Licho Lora asperjaba las duras canciones que Villa y Zapata y sus tropas de guerrilleros solían escuchar en los vagones de viejos trenes sonámbulos, desde Cuernavaca a Ciudad Juárez. Ahora, en esta madrugada fresca, todo estaba en silencio. Ni un quiquiriquí de gallo, ni un ladrido de perro, ni un rebuzno de burro ni un relincho de caballo. Las gentes dormían y las calles estaban en penumbras, con escasas bombillas asediadas por polillas y zancudos. Había viajado en flota, desde Latacunga, al pie del Cotopaxi, y me había bajado frente a un puesto de artesanías. Un quiosco estaba despierto, pero su propietario dormía sentado en una mariapalito. En el sueño y desde el sueño parecía inofensivo, inocente. Le moví las rodillas y emergió del sueño como quien bracea desde lo profundo de un pozo. Era viejo, de piel arrugada y ojos turbios, pero seguía siendo, casi despierto, un hombre bueno, desaprensivo. Le pedí un café negro y una carimañola, y él me sirvió el café negro y calentó la carimañola en un viejo horno microondas. “Es domingo ya”, me dijo, y entonces caí en la cuenta de que un domingo había salido del pueblo, sin despedirme, sin dar visaje, como un ladrón. Sabía bien el café negro, quizá del viejo Almendra Tropical de mis tiempos de lugareño; sabía bien la carimañola recalentada, grasosa, de buena yuca harinosa, como un pan, como solía decir mi abuela Dionisia, la de los ojos azul de metileno, la misma que estrechara la mano huesuda del general Rafael Uribe Uribe, por allá en Jesús del Río, antes de que buscara acomodo en los rasgos del coronel Aureliano Buendía y se instalara en los predios del mito. Pagué con un billete reluciente, una provocación a esa hora de la madrugada y en ese quiosco de latas herrumbrosas y techo cónico que imitaba los tipis de los siux. Resolví hacerle compañía al viejo. El tiempo parecía girar en redondo.
Recogiendo los pasos: 1968-1976
Creo que me quedé dormido y entonces empezó a desenrollarse mi pasado. Volví a la carretera, di un rodeo y me adentré por una calle empedrada con esmero. Era un viaje al pasado, a mi pasado, y sin querer estaba ahora en la vieja y entrañable calle de las Flores rumbo al camellón de piedras pulidas, como recién sacadas del río, y los vecinos, mis vecinos remotos, los Quiroz Castellar, los Estrada Castellar, los Caro Matera, los Ramírez Herrera, los Contreras Zabala, los Anillo, los Castellar Velásquez, los Caro, habían imbricado sobre el barro aún fresco, tal cual se imbrican las escamas de un enorme pez marino. Siempre se le dijo el camellón y, ahora, sobre las guijas filosas y pulidas por los peatones y los cascos de las bestias de carga, no sabía si eran las mismas de mi infancia o un espejismo de la nostalgia. Sentí su dureza bajo mis zapatos de hevea y me sentí, después de cuarenta años de azares, pisando tierra firme. La niebla se había disipado y los gallos empezaron a cantar aún soñolientos, y los perros ensayaban extraños ladridos lobunos. Desde ese promontorio de piedras finamente sembradas en el centro de la calle, vi la casa de bahareque, techada con palmas amargas: mi casa sin ventanas, con su enorme portón de madera pintada de verde que giraba morosa y mañosa sobre sus goznes. Presentí la sala de piso de tierra apisonada, la lámpara a querosene y sus escupitajos de luz rojiza, los taburetes de vaqueta y un par de mariapalitos siempre meciéndose en vecindades de las paredes encaladas. Supe que el espectro de la abuela seguía