Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza
de candia, motes de guandúes y sancochos de carne salada. Presentí a mi madre lavando el arroz en una artesa de madera de guayacán y vi la pequeña cascada, blancuzca y fresca, empozarse en la batea. Pude ver o entrever las hamacas guindadas en los horcones de la cocina. Una de esas hamacas de cinco libras, tejidas hilo a hilo por mi hermana menor, tenía mi nombre en letras góticas, y yo sentí la urdimbre y la trama bajo mi peso. Era domingo ya, y los domingos se desayunaba con riñones guisados, café con leche y yuca cocida atollada en suero salado. Tuve la precaución de alejarme del camellón de piedras y traspasar el puente de madera que se extendía intacto y firme, con su techo de zinc de dos aguas, sobre un caño de aguas color café con leche que a esa hora transportaban palitroques y muñecas evisceradas, basura y algunos muebles inservibles. Sentí bajo mis pies el zumbido de las aguas. Supe que caería una llovizna dominguera, y así fue. Bajo la llovizna casi tibia seguí hacia la plaza principal. Frente a la iglesia en forma de caney, busqué una banca y me senté. Me dolían no los pies, sino los zapatos. En su suela de hevea habían quedado las marcas de las piedras del camellón y el olor a tierra recién mojada. Ya había feligreses frente a la iglesia y a lo lejos avisté al sacerdote español Javier Ciriaco Cirujano Arjona, con sus cabellos canos, menudo y enérgico, invitando a la misa en el puro frente del busto de Simón Bolívar, su enemigo mortal.
En pocos días yo cumpliría doce años y tendría que confirmar mi fe católica. Ya estaba decidido que mi padrino de confirmación sería Juan Ramírez Herrera, vecino de toda la vida, próspero comerciante de mantequilla, irascible como un tití, servicial y rebelde. Desvié la entrada de la iglesia y caminé por una calle cubierta de fina arena. Olía a pan fresco, era el pan recién horneado de la panadería de don Lilo. Frente al portón, abierto, estaba don Benedicto Barraza Herrera, don Bene, con su sombrero fino, de ala recogida, sus gafas oscuras, de corbatín y vestido de paño, la encarnación de la rectitud moral y el patriotismo en este pueblo de infieles y sarracenos encubiertos. Cursaba mi penúltimo año en el Instituto Rodríguez, regentado por el profesor José Domingo Rodríguez Bustillo, hijo y heredero de don Pepe, José Domingo Rodríguez Castañeda, muerto el año anterior. José Domingo hijo era un hombre menudo y recio, puro pelo y pellejo, como él mismo solía decir, y al día siguiente, un lunes, tendría que leer en voz alta y para el colegio en pleno, reunido en el aula múltiple, “De los Apeninos a los Andes”, del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. Sabía casi de memoria pasajes extensos del cuento y debía prepararme para no llorar a moco y baba frente a mis condiscípulos y el cortejo de profesores y profesoras, sentados en semicírculo frente a la masa estudiantil, hecha un ovillo de miedos y risas ahogadas.
Años atrás habría estado allí entre los profesores don Adolfo Pacheco Anillo y el mismísimo don Pepe, viejo normalista, severo, de labios siempre salpicados de nicotina y con una sentencia a lo Catón entre dientes. Reparé en mi atuendo: vestía de pantalones cortos, de caqui, con un delgado cinturón de cuero de hebilla de plata, abarcas tejidas y una camisita a rayas verticales con dos bolsillos en su parte superior, atezada de almidón y olorosa a jabón de pino. Peluqueado al rape, “rambao”, en la peluquería de Manuel Trujillo, de ojos rapés y mirada esquiva (así me veo captado por la cámara de Miguel Manrique), recitaba para mí pasajes del cuento y me sentía feliz bajo la llovizna teñida de sol. El trompo me molestaba en el bolsillo trasero del pantalón. Había gutes o gallinazos en lo alto del cielo, fijos como acentos circunflejos, y resolví dar un paseo por el frente de mi colegio y el almacén de Genaro Lentino. Al filo del mediodía la plaza principal estaba animada, con sus quioscos atestados de gentes comilonas. Había sorbetes de frutas, raspaos y artesas, poncheras llenas de carimañolas y buñuelos, patacones y chicharrones floreados como girasoles. A las tres de la tarde, en esta plaza amplia, flanqueada por las casas de dos y tres plantas de los principales del pueblo, llegaría una delegación del Movimiento Revolucionario Liberal y allí estarían mi hermano mayor, mi próximo padrino de confirmación Juancho Ramírez, el profesor José Domingo, Miguel Simón Ortega, Blas Panza, Pedro Navarro, el doctor Barrios, Alberto Carmona, Miguel Buelvas, Julio Lora y campesinos que estaban despabilándose y descubriendo la cara oculta de las cosas.
Es un patio amplio, limitado por una cerca de alambre de púas clavado sobre estacas de cardón. Del corazón de esa tuna se extrae el corazón de más adentro, duro, de color blanco ceniciento, que sirve para hacer las gaitas. Desde siempre he escuchado el festivo y endiablado sonido de las gaitas, tocadas por los mejores gaiteros del mundo. Asimismo, me he dormido escuchando el sonido triste del acordeón, de la guacharaca y la caja de cuero de chivo, bien templado, con su caja de resonancia y cuñas de fina madera. Tengo la música en el estómago, que tiene, de casualidad, la forma de una gaita de otras latitudes, una gaita gallega, como solía explicarnos don Pepe, mientras el salón de clase se llenaba del canto de los gallos de pelea y el humo de sus puros recién llegados de La Habana o Santiago. “Iré a Santiago…”. En el centro del patio está plantado un tamarindo; en duermevela permanece, prodigando su cosecha de vainas marrones, agridulces, más agrias que dulces por la lenta y persistente asimilación de los orines del burro que está sogueado a su sombra, meditabundo, a veces con ínfulas de garañón, con los lomos llenos de mataduras, triste solípedo abandonado a su suerte de asno en uso de mal retiro. El abuelo Nicolás plantó el árbol, mi padre Nicolás compró el burro y lo vio envejecer bajo la sombra del tamarindo. Mi hermano mayor le pica caña de azúcar y se la riega con miel de purgas; a veces le desgrana una docena de mazorcas secas y lo ve comer como comen los ancianos desdentados, con cautela, moliendo con parsimonia. Es un burro culto, un auténtico proletario, que, a veces, a altas horas de la noche, rebuzna para sí mismo (tiene sigilo de cuadrúpedo conspirativo) La internacional o El turbión, con música de El pirata que navega en los mares. Es un burro bueno, paciente. Mi hermano le lee, a la prima noche, cuando el pueblo se recoge sobre sí mismo y las gallinas buscan las ramas de los guácimos y los matarratones, las citas de el Libro rojo de Mao, y el burro parece asentir con la cabeza. Los rebuznos del burro y el cacareo y el quiquiriquí de las gallinas y los gallos de mi casa son verdaderas arengas. Algo han aprendido en estos años convulsos.
Hay buganvilias y astromelias, begonias y matitas de té, paico y yerbabuena. Mi madre prepara infusiones de fruta de pava, toronjil, verbena y anís estrellado para la tos; veo la espalda de mi padre y la luz de la lámpara que culebrea por su piel blanca; mi madre le coloca las ventosas y él se siente aliviado de sus malos aires. Estirado sobre la lona de una cama de tijeras, con manchas de sangre de pulgas y chinches, mi hermano lee aprovechando los últimos espasmos de luz solar que se cuelan por las hendijas de la puerta falsa. Son las cinco de la tarde y los campesinos empiezan a llegar de sus parcelas, sobre sus asnos y mulos cargados de yucas y ñames y leña y mazos de hierba guinea. En un rincón de la alcoba principal, la única, está un baúl de fina madera de caoba; en él descubro una fotografía oval, en sepia, de mi abuela Dionisia; también está su cédula de ciudadanía: parece muerta, de ojos cuajados, pelo arisco y abundante, grave, como tiene que ser; parece una ahogada perpleja, casi asustada. Hay relicarios y la concha de un caracol marino que conserva en sus vericuetos la música de los cinco mares. Me gustan sus pizcas de oro pálido, sus estrías, y sobre todo el ruido del mar, como un temporal, íntimo, que se acercara hasta mi oído. Hay billetes de baja denominación: en uno de ellos, está Simón Bolívar y, en otro, el general José María Córdoba; hay monedas antiguas, de níquel o cobre, o de plata desvaída; dedales, ovillos de lana verde y fucsia; escarabajos disecados y unos cascabeles de un viejo crótalo diamantino que le regalara a mi abuela el curandero del pueblo, de apellido Olivera. Solo faltan el Santo Grial y la Clavícula de Salomón. En un cajón de pino guardo las Cien lecciones de historia sagrada, de Juan Scavia, el Manual de urbanidad de Carreño, el venezolano, el mismísimo padre de Teresita Carreño, y el Catecismo del padre Gaspar Astete, en preguntas y respuestas. Fueron mis lecturas de niñez, pero ahora, en estos precisos momentos, han cedido su puesto al Libro rojo y a las obras escogidas en cuatro tomos, de Mao, y a Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski.
En un rincón del patio de Juana Herrera de Ramírez se yergue un mamoncillo, árbol generoso y fecundo. Hasta mi patio llegan sus ramas cargadas de frutos de piel dura, de un verde de mamoncillo y carne color carne, de semillas blancas y grandes. No es mucho lo que se come, pero se come con deleite. El caño de aguas negras —el cañito, dicho familiarmente— ha excavado las raíces del viejo mamoncillo y ha formado una acogedora caverna. Allí suelo refugiarme para