Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza
algunos ceñudos y sañudos, de escasas palabras, elusivos como el humo y la sombra, y siempre en la penumbra, en el claroscuro; llegaban de noche y se iban a la madrugada, de manera que sus rasgos siempre fueron equívocos. El yo de cada uno se fundía en un yo colectivo, pero era obsceno hablar en primera persona; solo se admitía el “nosotros”, falsamente identitario; se hacía ver por todos los medios que se era un instrumento de la lucha, una mera extensión de la organización. Solo esta tenía realidad incontestable, pertinencia y sentido. Para que nuestras vidas baldías, de simples animalitos enajenados, tuviera algún sentido, había que pertenecer al Partido, trabajar por el Partido, sacrificarse por el Partido, vivir y morir por el Partido. El Partido era la quintaesencia del pueblo, su cerebro y su alma, la parte consciente, la “vanguardia esclarecida”, cuyos miembros estaban tramados y urdidos por hilos de acero. Y el Partido crecía a medida que se hacía más pequeño, porque se depuraba —al decir de Lassalle— de los elementos oportunistas. “El partido se fortalece depurándose”, sentenciaba el alemán.
Toda forma de organización era una forma de lucha; había, pues, que organizar, convertir en organismo, en sistema, a esa masa dispersa, ignorante, sin conciencia de su grandeza. Había que separar a los jóvenes de su entorno, eliminar sus apetencias bajas, sus prejuicios, sus resabios “pequeñoburgueses”. Había que acerarlos por dentro y por fuera, entrar a saco en su interioridad, conculcar su alma. Nadie podía pensar por sí mismo, nadie era claro ni clarividente: solo el Partido tenía la razón. Y el Partido estaba reificado y deificado, siempre colocado un poco más allá del más esclarecido de los esclarecidos. Porque la sabiduría y la omnisciencia solo eran posibles en el Partido; fuera del Partido, de ese partido fundado en las postrimerías de 1964 por Pedro Vásquez Rendón, Pedro León Arboleda, Francisco Garnica y otros tantos, él tenía la verdad, sabía qué necesitaba Colombia y qué camino practicar para llegar al reino de la “gran comunidad”, a la sociedad ideal, en donde nos despojaríamos de nuestra mísera condición humana. Se trataba de un salto cualitativo, que ya se lograba en miniatura, como anticipo, una vez se ingresaba al Partido. El triunfo era posible y, si era posible, era real porque, según Hegel, todo lo real era racional, es decir, tenía razón de ser, aunque no fuese fáctico ni tangible en el momento. Por ello se hablaba de las clases caducas. El Partido era la esencia del proletariado y este, según Eugène Pottier (1816-1887), comunero autor de la letra de La internacional, era el guía infalible: “Tenemos que ser los obreros / los que guiemos el tren”. Y esto se cantaba en las veredas, en las casas campesinas, en los caneyes, con los brazos en alto, con el machete reluciente en la mano derecha, aún manchado de clorofila. Colombia vivía, de conformidad con los nuevos comunistas del nuevo partido maoísta, “una situación insurreccional incipiente”. Se declaraba, citando a Mao, que una chispa podía incendiar toda la pradera. Y había que empuñar las armas, porque en últimas “el poder nacía del fusil”. Se vivía una guerra sin cuartel y el pueblo estaba maduro para enrolarse en masa al Ejército Popular de Liberación. En cada mano, un fusil; en cada corazón, una trinchera. El lenguaje guerrerista se impuso y todos emulaban sanamente en esa guerra locuaz que solo era real en la imaginación. Porque en rigor no había un ejército, ni un frente, ni un partido, ni unas zonas liberadas, sino grupos dispersos en la abigarrada geografía de un país virtualmente desconocido.
Los muchachos del pueblo y, sin duda, de todos los municipios y corregimientos de los Montes de María habíamos aprendido a enamorar repitiendo los textos de las canciones de Leonardo Favio, Leo Dan, Sandro de América, Palito Ortega, Piero, Rafael, Los Ángeles Negros, Enrique Guzmán, César Costa, Vicky Leandros, Julio Iglesias, Nino Bravo, Roberto Carlos, José Luis Rodríguez, el Puma, Paloma San Basilio, José José, Nicola Di Bari. Aprendimos escuchando y glosando a los juglares vallenatos, a los cantores de la sabana de Sucre, a los Corraleros de Majagual, a Alfredo Gutiérrez con su colección de Ojos verdes, Ojos negros, Ojos indios, Ojos gachos y su Paloma guarumera y La cañaguatera, y don Calixto Ochoa con Los sabanales y Diana, y Leandro Díaz con su Matilde Lina, y Juancho Polo Valencia con su Alicia adorada; también los más viejos o los de a caballo entre dos generaciones de lugareños, con la Sonora Matancera, Daniel Santos el Inquieto Anacobero, y Leo Marini, y Gardel, y Los Panchos, y Roberto Ledesma, y Armando Manzaneros, y Jorge Negrete, y Libertad Lamarque, y Antonio Aguilar, y Demetrio González, y Cuco Sánchez, y Pedro Infante, y Javier Solís; las películas de ranchos y rancheros, de pistolones y guitarrones, y los cómicos mexicanos como Viruta y Capulina, Resortes, Mantequilla, Tin-Tan, Cantinflas, y el severo Santo —el Enmascarado de Plata—, y “grabé en la penca de un maguey tu nombre”, y “ay, Chabela, Chabela, Chabela”, y “tú y las nubes me traen muy loco, / tú y las nubes me van a matar; / yo pa’rriba volteo muy poco / tú pa’bajo no sabes mirar”, y “aquellos ojitos verdes / con quién se andarán paseando”, y La maestranza de Toño Fernández: “Una vieja me dio un beso que me supo a cucaracha, / qué vieja tan atrevida, donde había tantas muchachas”, y los porros de Lucho Bermúdez y el merecumbé de Pacho Galán, con butifarra y ron blanco, ron Tres Esquinas y ñeque destilado en los alambiques de las veredas. En las dos salas de cine de mi infancia y primera adolescencia, Santa Isabel y San Roque, solo había lugar para las obras mexicanas y una que otra hollywoodense, que nunca eran tan apetecidas porque traían subtítulos, de las habladas en ese español de charro y mariachi que evocaban las gestas de Villa y Zapata y nos hablaban de un mundo rústico del segundo día de la creación.
¿Qué hacer, me preguntaba, con todo ese conocimiento rizomático, adquirido rizomáticamente, de que hablaba por esos mismos años un rizomático filósofo francés a sus rizomáticos alumnos y amigos de la Universidad de París? ¿A dónde echar, en qué costal, esa gama variadísima de saberes inconscientemente logrados en el día a día, en los eternos partidos de fútbol y de béisbol; en las horas dedicadas a bracear y bucear en la Bajera o en Cantarrana; en las excursiones por los montes y a la vera de los arroyos en busca de iguanas; en las cesáreas a que las sometíamos —cirujanos empíricos pero hábiles—, para cobrarles sus sartas de huevos; en las cacerías de pájaros, su adiestramiento, los cuidados amorosos, el júbilo del primer canto; en las lecturas de los cómics, llamados “paquitos”; en la escucha siempre sorprendente de las canciones de amor, de las llamadas baladas y boleros, rancheras y corridos, paseos, sones, puyas y merengues, el sonido bohemio del acordeón bohemio, de las radionovelas y el inmarcesible y siempre fresco Kalimán, el hombre increíble, con la cálida voz de Gaspar Ospina, y el pequeño Solín? ¿Qué hacer, pues, con todo eso? ¿Con el saber y el sabor del cuerpo, con el saber de las manos y los dedos que se hicieron expertos tensando y cobrando el hilo del barrilete, el lanzamiento del trompo, las peleas a puño limpio —y a veces a mordiscos y uñetazos—, en las tardes de sol o las mañanas lluviosas?
Cuando Manuelito, mi hermano, escaló la montaña hasta sentar sus botitas número treinta y siete en los Llanos del Tigre, ya había cazado zainos y conejos, venados y guatines, había ordeñado vacas y cuidado becerros, había sembrado centenares de hectáreas de maíz y yuca, fríjoles y topochos, y había susurrado palabras de amor al oído de las muchachas en flor que se avejentaban como Penélope frente al telar, y había escalado montes y paredes en su sempiterna búsqueda de mujeres escoteras que lo esperaban en vela, acezantes, en las camas de tijeras… y había buscado y extraviado a la mujer innombrable, y al hijo que quedó en proyecto entre las sábanas y los flecos de los cubrecamas, en la penumbra de tantos cuartos salpicados de la luz de los mechones. Y ahora bajaba del otro cielo, del “Nuevo Mundo”, hecho un doctor en marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tse-tung, y había que creerle a pie juntillas, y con él fueron llegando los mensajeros de la luz, los hijos del Sol, los insomnes Chimizapaguas que traían las enseñanzas frescas de Chiminigagua, y ahora se expresaba en mandarín con fuerte acento de Junán.
El conocimiento no solo se adquiere en la lucha por la producción, en la lucha de clases y en la experimentación científica, como sostenía Mao, sino en todo momento, en toda actividad, en el ocio, en el sueño, en el dolor, en el amor, en la frustración, en la congoja, en las horas de la mañana, en las tardes, al caer la noche, al despertar el día, bajo la lluvia, entre los rastrojos, sentado, acostado, de pie, en un solo pie, en dos pies, cazando lagartos, destazando morrocoyos, afilando el machete, preparando un café, frente al espejo, a altas horas de la noche cuando nos llega un grito vagabundo o los versos de La vieja Sara de Escalona, caminando por las calles del pueblo, de arriba a abajo de abajo