Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza

Crónica del retorno - Carlos Alberto Martínez Mendoza


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xx del Cambalache, de Santos Discépolo. Fui expulsado, y después retorné, al cabo de un año y medio, a mi destino, que ya estaba marcado con hierro candente desde las primeras lecturas de La madre, de Gorki, y la acerada novela de Ostrovski. Todos los jóvenes como yo, de abajo, sin futuro a la vista, queríamos ser como el Pável Vlásov de La madre y, asimismo, queríamos que nuestras madres fuesen al final como Pelagueia Nílovna. Nadie quería un padre como el truhán y bebedor de Mijaíl Vlásov. Por ese tiempo supe que mi hermano, durante el tiempo que estuvo fuera del pueblo, había subido a los Llanos del Tigre y había contribuido a sentar las piedras miliares del Ejército Popular de Liberación, que ya en 1969 me lo figuraba grande y bien armado, capaz de desmontar al mismísimo emperador con su cohorte de “señores de la guerra”, mandarines y shenshí malvados. Los cuatro años finales de la década del sesenta del siglo xx fueron definitivos y de denso aprendizaje, siempre en la cresta de la ola, en el ojo del huracán, aleteando entre torbellinos con alas de azogue. Se fueron apilando los libros en la mesa del comedor porque ya habían colmado el cajón de pino, que en otros tiempos me había servido de banqueta en la escuela de la seño Cristia. Llegaban cajas repletas de revistas Pekín informa y China reconstruye, monografías acerca de la Gran Marcha de los veinticinco mil li y, por supuesto, las obras finamente empastadas de Mao. Me gustaba la tersura de las hojas, el marcapáginas de seda roja y la foto del camarada Mao protegida por una hoja de fino celofán. Seguramente en esas traducciones al español había colaborado uno de los padres fundadores del moir, Héctor Valencia Henao, quien había llegado a la capital china en septiembre de 1964 y había sido testigo de excepción de la Revolución Cultural, que restituyó al Gran Timonel en el poder por algunos años perdido.

      Mi hermano mayor volvió a casa más hermético que de costumbre; sus pies pequeños estaban cubiertos con botas de cuero sin pulir y desde esa tarde se encerró en el cuarto a leer. Creo que estuvo un par de meses leyendo; apenas comía algo o tomaba un café cerrero y volvía a lo suyo. Después fueron llegando como náufragos los compañeros, aves raras, escapadas de puro milagro de la primera campaña de “cerco y aniquilamiento”. Llegaban con las alas rotas y desplumadas, paranoicos y algunos en los delirios de las tercianas contraídas en las serranías de Abibe, San Jerónimo y Ayapel. Llegaban a unas de las estribaciones de San Jerónimo, a los Montes de María, de clara resonancia novotestamentaria. Aquí habría de nacer el Mesías que anunciara el profeta Isaías. Había muerto tres años antes en su primer combate el padre Camilo y dos años atrás, el comandante Ernesto “Che” Guevara. No había muchas simpatías por el segundo, porque los nuevos adalides de la idea revolucionaria abogaban por un partido y un ejército y un frente, todo bajo el mando del primero. Y el Che era un foquista y Camilo, un ingenuo que se había dejado seducir por un ignorante llamado Fabio Vásquez Castaño.

      Al pueblo llegan las negras de San Basilio de Palenque, San Cayetano y María la Baja. No se sabe nada aún de María la Alta, un pueblo espectral o un espectro de pueblo que creyó fundar don Antonio de la Torre y Miranda pero que nunca emergió a la superficie de los mapas. Hay, pues, una cartografía de misterio, solapada y en esos territorios invisibles transcurre la otra vida de estos pueblos. Y llegan las negras con sus alegrías con coco y anís, deliciosas y a veces empalagosas bolas de millo, y también las poncheras llenas de bocachico frito o los bollos de yuca y los enyucados y las carimañolas y los patacones y las bolas de ajonjolí y de tamarindo rociadas de azúcar blanco. Y suena la tambora y Antonio “Toño” Fernández toca la gaita, y el mundo es una bacanal. En cada cocina, en cada patio, bajo los almendros y los mangos, se prende el fogón de leña y toda esta parte del Barrio de Abajo, a la vera de la laguna la Bajera, huele a lumbre, a sancocho, a pescado frito y arroz con coco. El viento trae los primeros acordes de La pava congona, de Andrés Landero, y entonces cada lugareño comprende que valió la pena nacer al pie del cerro de Maco y mecerse en la hamaca grande que tejiera Adolfo Pacheco, mi profesor de aritmética e historia sagrada, ¡quién lo creyera!

      La casa está situada a una cuadra de la laguna la Bajera, un cuarterón de agua mansa, tapizada de taruyas de dos metros o más de profundidad. Al frente de la laguna está la tienda y vivienda de Joaquín Chamorro y Mayito Tovar, los padres de Freddy, quien ha tenido la buena ocurrencia de darme en préstamo Cien años de soledad. Al lado de la tienda de Mayito, al oriente, está la casa-tienda de Néstor Martínez y, al lado de la cantina de Luis Lora, está Licho, serio, barrigón, fumador empedernido, pero abstemio como todo buen cantinero. Allí llegan los campesinos, allí toman hasta emborracharse, de allí salen sin lana, enronquecidos de corear los corridos y rancheras del México insurgente, con los oídos taponados de los falsetes de Miguel Aceves Mejía y los arpegios de Cuco Sánchez: “De piedra ha de ser la cama, / de piedra la cabecera, / la mujer que a mí me quiera, / he de quererla de veras”. Salen mansos, casi avergonzados. “Y con esta gente”, dice mi hermano, de pie en el vano de la puerta, “vamos a hacer la revolución, vamos a tumbar al gobierno y construir un nuevo país”. “Con esa gente”, confirma Joche Tapias, un campesino recio, siempre montado en su asno blanco y remolón llamado el Proletario. Esa será, entonces, la primera tarea: organizar esa masa indócil, disipada, que no va, sino que la llevan. Para eso han ido llegando, de uno en uno, de dos en dos, los jóvenes estudiantes del Meisel, del inem, del José Eusebio Caro, de la Universidad del Atlántico, de esa ciudad arenosa que cada uno de ellos lleva cosida a sus entrañas. Y alguna noche, baja de la flota Brasilia un joven rubio, estudiante del Fernández Baena, de Cartagena, y dentro del morral trae la obra poética completa de César Vallejo, y yo me hago al libro, y el libro se hace mío, porque ese joven generoso duerme a mi lado en una fina hamaca bordada que ha salido de las manos mágicas de mi hermana Graciela Isabel. Y ya somos amigos y cofrades y leemos a dúo: “Hay golpes en la vida tan fuertes... Yo no sé”. Y casi, casi al mismo tiempo, cae en la sala una bella dama sincelejana de nombre Ester, que me regala un poemario de Otto René Castillo, el poeta mártir guatemalteco, y por unos meses dejo a Mao dormir su sueño de hijo del cielo en el fondo del cajón de pino.

      La casa, mi pequeña y cálida casa embutida y repellada con boñiga de vaca, el ombligo del mundo, fue el lugar preferido de los nuevos cofrades. Estoy sentado en un taburete de asiento y espaldar de vaqueta, y huele a nuevo el cuero recién curtido. Desde lo alto de la pared oriental me vigilan las almas del purgatorio; veo las lenguas de fuego que lamen los cuerpos desnudos, cuerpos hechos para consumirse en las llamas. Es una simple alegoría. Y así estamos nosotros, a punto de morir calcinados en las llamas para resurgir como cuerpos gloriosos. Habrá que ganar la limpieza a través de profundas inmersiones en las obras de Mao. Apoyo los codos en la mesa de cedro, dote de boda de mi hermana Ana, la menor, la díscola, adicta al trabajo y al baile, de risa fácil y dientes finos y blancos. Mi madre lava la ropa con jabón de pino, y no porque sea de pino, sino porque viene en cajas de pino. Esas mismas cajas servirán en los patios del viejo corral de esclavos llamado Guanabacoa, en las goteras de La Habana, como tamboras en las ceremonias de ñáñigos y santería. Con una regla y un lápiz Eagle, de un suave color amarillo canario, subrayo las frases de Sobre la práctica. Es un texto puntilloso, de frases cinceladas en el papel con esmero y buen gusto; cada dos o tres párrafos se vuelve sobre la idea principal y así, en una especie de espiral, se va desenvolviendo, siempre hacia arriba, el pensamiento del joven guerrillero, discípulo del filósofo Mo-Di, del siglo v antes de nuestra era. Me imagino al escritor sentado en un sillón mullido, en una gruta penumbrosa, arrugando el entrecejo y asperjando el humo que se hace volutas sobre su cabeza. Muy cerca, a discreta y respetuosa distancia, sonriente, lo observa y custodia la camarada Chiang-Qing. Me gusta esa pareja, me gusta ese ambiente rústico, esa cueva horadada en el loes, allá en Yenán, primera base de apoyo, primera zona liberada, después de la Gran Marcha de los veinticinco mil li.

      Al principio los jóvenes se reunían en grandes grupos hasta de veinte o más, siempre por las noches, con sigilo, en el patio de Gerardo Ramírez y Juana Herrera, los padres de Payo, Juancho, Gerardo, Manuelito y Néstor… Todos ellos aplicados discípulos del joven Manuel, nuestro Emanuel ya anunciado por Isaías. Después los grupos se fueron reduciendo y multiplicando, en un proceso drástico de compartimentación. Nos fuimos volviendo serios y distantes, con un aire de ausencia, siempre en pos de asuntos de gran monta, y dejamos atrás, bien atrás, aun cuando hiciera parte sustancial e íntima de nuestra manera de ser, el jolgorio, inclusive la risa y la chacota. Había que pensar en todo momento en los héroes caídos, en las persecuciones


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