Los Registros Akasicos segun Edgar Cayce. Kevin J. Todeschi
Robert. Su desempeño escolar decayó en forma drástica, su depresión se agravó mucho más y sus padres empezaron a verla muy distinta después del incidente.
El padre y la madre se alarmaron. Conocían perfectamente la fama que su hija estaba adquiriendo en el pueblo. También les preocupaba el encaprichamiento de Anna por Robert porque sabían muy bien que el muchacho había adquirido toda una reputación de «donjuán». A su modo de ver, él era del peor vecindario del pueblo, hijo de una familia totalmente disfuncional y definitivamente no era el indicado para su hija. Les preocupaba que la hermosa figura de Anna, su reputación perdida, y su propio encaprichamiento la llevaran a las manos de Robert, cuando él finalmente se diera cuenta de su existencia. Viendo que no tenían otra opción, la enviaron lejos a otra escuela por un año, a Kentucky con su hermano mayor, Mitchell, que había conseguido empleo como maestro.
Deprimida hasta lo más profundo del alma, Anna cumplió diligentemente los deseos de sus padres. Pero pasado un tiempo vio que no se sentía mejor en Kentucky. Bien pronto se dio cuenta de que las chicas la odiaban de igual manera y no confiaban en ella en cuanto tenía que ver con muchachos. Para empeorar las cosas, una de las profesoras de Anna se impuso como tarea personal disciplinar a esa chica díscola, y le causó gran sufrimiento. Muy pronto, Anna ya estaba padeciendo los mismos horrores que había experimentado allá en casa, pero se sentía aún peor porque Robert se encontraba fuera de su alcance. A medida que su estado mental se deterioraba, la profesora que consideraba a Anna un espíritu rebelde, empezó a hostigarla despiadadamente. La disciplina parecía no tener efecto sobre la chica, de modo que para mediados del invierno, la maestra se las arregló para hacer que la expulsaran.
Habría sido desastroso volver a casa expulsada, porque eso sólo confirmaría en la comunidad su reputación de chica corrupta. Sus desconsolados padres no se explicaban cómo habían podido criar una hija así. Pensando que no había de otra, le aconsejaron permanecer en Kentucky; pasando de un pariente a otro hasta que hubiera finalizado el año escolar. Nadie tenía que saber de su vergüenza en la escuela y sería mejor volver a casa cuando el período escolar finalmente hubiera acabado.
El resto del año pasó lentamente, pero al fin se encontró otra vez en la casa paterna. Sin embargo, incluso antes de su regreso a casa, su vida nunca había vuelto a la normalidad. Ella simplemente tendría que marcharse. Y sin que sus padres lo supieran, a los diecisiete años se escapó con Robert, en una fuga que solo sería un desengaño más entre sus experiencias.
Desde el principio, Anna se sintió fuera de lugar con la familia de Robert. Sus padres tenían razón, las familias de ambos provenían de mundos distintos. Su única solución fue afrontar de la mejor manera su triste situación. Ella quería hijos más que cualquier otra cosa en el mundo, y se propuso lograr que su matrimonio funcionara.
Por su parte, Robert parecía haber cambiado después que se casaron. Se consideraba a sí mismo algo así como el centro del universo. Y lo peor es que muchos de sus amigos parecían pensar lo mismo. Eran como un séquito de admiradores que hacían fila para cumplir sus deseos. Robert parecía obtener mucho por poco, y se comportaba como si tuviera derecho a vivir sin trabajar y sólo ocuparse de seguir igual. Buena parte del tiempo, Anna se sentía como una intrusa en ese círculo cada vez más amplio de amigos de su marido. No obstante, cada vez que llegaba a lo más profundo de su depresión, él le prestaba suficiente atención como para tenerla segura.
Con el paso del tiempo, creció su infelicidad con Robert y la familia de él. Un embarazo tubárico le causó gran sufrimiento físico y mental. Y su mundo se vino abajo cuando supo que Robert ¡estaba saliendo con otras mujeres! Muy pronto él dejó de preocuparse por mantener el secreto y ella se sintió avergonzada.
Anna estaba total y definitivamente perdida. De todos modos se sentía completamente conectada a Robert, pero él no podía o no quería cambiar. Durante toda su vida Anna sólo había querido ser una esposa y madre. Cuando su matrimonio acabó en divorcio, ella también se derrumbó.
Después de una breve estadía con sus padres, Anna supo que tenía que abandonar el lugar. La atracción que Robert ejercía sobre ella era algo increíble. Sin importar lo que había hecho, ella era incapaz de borrarlo de su mente. Su salud mental se deterioró tanto, ¡que se mudó a Nueva York a vivir con Vera! Ambas hicieron un trato. Anna pagaría todas las cuentas y la renta, y Vera terminaría de estudiar. A cambio, Anna tendría un lugar donde estar y Vera le pagaría a Anna la mitad de todo, tan pronto le fuera posible. Para reducir gastos, las dos hermanas tomaron otra chica como compañera de apartamento.
Aunque Anna trató de conseguir trabajo como cantante—tenía una voz preciosa—, acabó trabajando como mesera. Todas las noches traía a casa las propinas y las guardaba en una caja. Sin embargo, después de un tiempo, notó que el dinero parecía desaparecer con regularidad. Para convencerse a sí misma de lo que estaba pasando empezó a fijarse muy bien cuánto dejaba. Pronto descubrió que estaba en lo correcto e incluso pilló a la persona que lo hurtaba cuando lo estaba haciendo. Debió ser toda una sorpresa para Anna cuando descubrió que no era la tercera compañera de apartamento, ¡sino su propia hermana!
No le dio importancia al asunto. Más adelante, cuando las dos volvieron a quedar solas y Vera había conseguido un trabajo en un restaurante diferente, acordaron dividir todas sus ganancias por partes iguales. Por largo tiempo, Vera trajo a casa no más de $5,00 diarios. Sostenía que $5,00 era lo más que alcanzaba a hacer, incluso en un «día bueno». Sin embargo, Anna debió reemplazarla por un tiempo porque Vera se enfermó. La hermana menor se horrorizó al encontrar que aún en los días menos congestionados, hacía un promedio de $18,00. Resultó que la mayor se había estado apoderando del dinero extra todo el tiempo. Vera pensaba que nada de lo que le quitara a su hermana menor debía pagarlo y jamás pareció molestar su conciencia.
Finalmente, Anna conoció un hombre con el que decidió casarse. No estaba encaprichada con él y no lo amaba; ese lugar todavía pertenecía a Robert. Sin embargo, ella deseaba una familia, le parecía que se le estaba acabando el tiempo, y él sí parecía quererla en realidad.
Vera no podía resistir estar en la misma habitación con Anna y su prometido. Aunque a Vera parecía gustarle Alan, y ella y Anna se estaban llevando tan bien como podría esperarse, se negaba a formar parte de un trío. La situación no mejoró mucho después de Alan y Anna se casaron, lo único que cambió es que Vera apoyaba a Alan en todo lo que hacía y todo lo de Anna le parecía mal.
Alan no pudo conseguir trabajo en Nueva York, de manera que Anna volvió con él a casa, donde su padre trató de acomodarlo en algún empleo. El deseo de Anna de estar con Robert no había desaparecido, de modo que se sentía agradecida de que la vida lo hubiera llevado en una dirección por donde no se cruzarían sus caminos. Por un tiempo, pensó que todo saldría bien, pero pronto fue obvio que estaba equivocada.
Su matrimonio se volvió insoportable. Ella no amaba a su esposo y a veces la contrariaba el hecho de que siguieran juntos. Cuando más desgraciada se sentía, se dedicaba a fantasear que Robert volvía para llevársela. Aún con lo miserable que se había sentido estando con Robert, ella no podía sacárselo de la mente. Se quedó con Alan únicamente por tener hijos, casi llegaba a los treinta y ya no le quedaba mucho tiempo.
Uno de sus peores momentos fue cuando su condición física indicó otro embarazo tubárico. Se sintió derrotada y perdida. Era desdichada con Alan y se sentía irremisiblemente conectada a Robert. Varios amigos la habían remitido a Edgar Cayce. Antes de visitar al señor Cayce, ella se había dejado caer al piso sollozando y deseando morir. Estaba por finalizar el mes de enero de 1938, y aunque pensaba que ya su vida había acabado, en realidad estaba a punto de cambiar dramáticamente.
Para verificar por sí misma la autenticidad de la clarividencia del señor Cayce, no le habló de su problema ni mencionó su operación previa. Simplemente dijo que necesitaba una lectura física. Aunque ya desesperaba de conseguir ayuda, todo este asunto psíquico le parecía muy sospechoso y había buscado la posibilidad sólo ante la insistencia de uno de sus amigos.
Sin embargo, todas sus dudas desaparecieron cuando el señor Cayce, en la mitad de la lectura y mientras se encontraba «dormido» en el diván, pronunció una frase: «.