El Evangelio de Simon. John Smelcer

El Evangelio de Simon - John Smelcer


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era yo para escribir la historia?

      Entonces, cargué en mi interior la pesada historia como un secreto agonizante. Por años, algunos amigos me desanimaron a escribir el libro, mientras otros como Saul Bellow, Chayym Zeldis, and Norman Mailer me animaron a escribirla. Mailer, quien me ayudó a desarrollar la estructura general de la novela, bromeaba que si yo no la escribía él lo haría. En más de una ocasión, discutí el proyecto con Tom O’Horgan en su apartamento de Manhattan. Tom dirigió el musical de Broadway de Andrew Lloyd Weber, Jesus Christ Superstar, el cual se convirtió en un fenómeno global.

      Con el paso de los años, la novela tuvo varios comienzos frustrados porque luchaba por encontrar la mejor forma de contar la historia de Simón, quién debía contarla, y cómo debíamos desarrollarla. Debí haber escrito una docena de comienzos diferentes. Busqué comentarios y sugerencias de católicos conservadores y liberales, de clérigos protestantes, y de los más reconocidos académicos bíblicos y de líderes de otros mundos religiosos con el propósito de escribir un libro universalmente atractivo.

      Les escribí al Premio Nobel de la Paz, Arzobispo Desmond Tutu y a Dalai Lama. Después de todo, el mensaje de amor del libro, la abnegación, la compasión, y la tolerancia son los principios centrales del budismo (y además, Dalai Lama siempre ha sido muy respetuoso de la vida y del mensaje de Jesús). De la misma manera, le escribí al maestro vietnamés del budismo zen, Thich Nhat Hanh, quien, junto con Thomas Merton, ayudaron a propagar la noción de paz y resistencia de Martin Luther King Jr. durante el Movimiento de los Derechos Civiles. En 1967, King nominó a Hanh para el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para poner fin a la guerra de Vietnam.

      Compartí bosquejos de manuscritos con Billy Graham, Daniel Berrigan, Rabino Michael Lerner, Barbara Cawthorne Crafton, Cardenal Edward Egan de Nueva York, N.T. Wright, y Marcus Borg. Conocí al Dan Berrigan y Cardenal Egan cuando viví en Binghamton, Nueva York. Conocí al obispo Wright en Durham, Inglaterra, y conocí a Marcus Borg en el otoño de 2005 cuando él y John Dominic Crossan y sus familias visitaron Alaska. Fue Marcus el que me sugirió que usara el “Evangelio de Marcos” para enmarcar la historicidad de la novela.

      Les escribí a amigos judíos en Israel y a académicos rabínicos en todo el mundo para solicitar su ayuda y dejar así de perpetuar estereotipos. Después de todo, Jesús fue antes que nada un judío, y la historia de la Pasión es principalmente una narrativa judía. Les pedí a mis amigos no compartir con nadie el contenido de lo que hasta ese momento había escrito. Guardé cada página celosamente en camisa de fuerza sin mencionar a nadie el final del libro, a pesar de que lo había visualizado desde el principio. Era mi secreto.

      A pesar de mis inseguridades, me sentí obligado a escribir este libro. Creía en él. Por tal motivo, investigué el tema asiduamente. Con el paso de los años, tomé varios cursos de posgrado sobre religión en Universidad Harvard, incluyendo una clase sobre el Jesús histórico. Mi profesor fue el distinguido investigador bíblico, Helmut Koester.

      Aun así, a veces vencido por la duda, seguía sin terminar el libro. Oré ese día para poder hacerlo algún día. También oré para escribirlo sin ninguna agenda, prometiéndome que abandonaría el proyecto si sentía que una palabra era falsa. A veces, al escribir el libro, sentía un regocijo con una intensidad frenética, como si no pudiera escribir los suficientemente rápido para producirlo, la escritura superaba mis habilidades. Cada noche me despertaban los sueños, con entusiasmo escribía garabatos que no podía recordar. De todos los libros que he escrito hasta ahora, El Evangelio de Simón ha sido sin duda la experiencia más intensa y gratificante.

      Los soldados obligaron a un transeúnte que pasaba,

      Simón de Cirene, padre de Alejandro y Rufo,

      que venía del campo,

      a que le llevase la cruz.

      (Marcos 15:20-22)

      HABÍA SIDO UN DÍA TERRIBLE, lleno de fastidio y de tensión. Desde las discusiones en la oficina y el loco de la esquina gritando que todos nos iríamos al infierno, a las noticias de otra masacre y una bomba suicida que la radio anunciaba en medio de un sofocante tráfico, hasta el idiota del coche de atrás que no dejó de tocar el claxon durante todo el trayecto, hacían parecer como si toda la bondad y la tolerancia que había en el mundo se hubieran suspendido ese día.

      Simón sólo quería que el día terminara. Quería ir a casa, quitarse el traje, y tomarse algo frío antes de su cita por la noche. Pero cuando estaba apunto de llegar, recibió una llamada de su abuelo, rogándole que fuera a verlo después del trabajo.

      “Por favor”, decía. “Necesito hablar contigo sobre un asunto”.

      La frustración de Simón apareció cuando entró por la puerta con su corbata aflojada alrededor del cuello y comenzó a aproximarse lentamente a la pequeña sala mientras el viejo buscaba algo en su habitación.

      Finalmente, su abuelo salió con una caja de madera, apenas un poco más grande que una caja de zapatos, la cual colocó cuidadosamente sobre la pequeña mesa en la cocina. Jaló una silla y le hizo un gesto a su nieto para que se sentara.

      “No puedo quedarme mucho tiempo abuelo. Viene a verte sólo por algunos minutos. Necesito ir a casa y cambiarme. Tengo una cita con Rebekah en el Café Hillel en una hora, y por la noche iremos a un concierto gratuito al Teatro de Jerusalén”.

      “Tu generación está siempre ocupada, siempre de prisa. No es bueno para tu salud. Tienes que aprender a relajarte. Deberías orar por paciencia”.

      “Sabes que no voy más a la iglesia, abuelo. Siempre me ha parecido deshonesta y . . .sinsentido”, dijo Simón, pensando en la palabra correcta. “Y ya no oro más. Veo todo el sufrimiento, la injusticia y la violencia que hay en el mundo, tiroteos masivos que se han vuelto tan comunes y a los que nos hemos vuelto indiferentes, guerras que nunca terminan y que siempre tienen como origen un odio religioso. ¿Por qué Dios no las detiene?”

      “No es tan simple”, comenzó el viejo. “Dios nos dio. . . .”

      Pero el nieto lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

      “Estoy harto y cansado de la hipocresía de la gente que usa la religión para violar los derechos de otros causándoles sufrimiento, así como de la gente que grita que todos estamos condenados al infierno si creemos en algo diferente. Todo en la religión es odio. No creo más en nada que tenga que ver con ella”.

      “Pero no todos son así”.

      “Sí, ¡todos lo son! Cada vez que enciendo la televisión hay noticias de masacres brutales en nombre de la religión o de algún escándalo o corrupción. En la radio siempre hay algún político intolerante o fanático-religioso que vomita miedo y odio. La violencia y la avaricia se han convertido en nuestra religión. Hoy en día, la gente sólo se preocupa por sí misma. Toma lo que puede y al diablo con los demás”, dijo, pensando en el hipócrita de su colega que trataba de quedarse con su puesto.

      “Lo que dices es verdad”, respondió el viejo. “Gran parte de lo que mencionas existe. Pero la gente se ha perdido. Más que nunca necesitamos. . . .”

      “¡Mira!” el nieto lo interrumpió otra vez. “No hay Dios. No hay Jesús. No hay cruz. No hay amor . . .sólo odio. Me tengo que ir”.

      La expresión del viejo se llenó de tristeza por las palabras de su nieto. Suspiró antes de hablar.

      “Siéntate. Por favor. He esperado mucho tiempo para mostrarte algo”.

      El joven observó detenidamente la cara de su abuelo, y vio sinceridad. Respiró profundamente y se mordió su labio inferior.

      “Está bien”, dijo de mala gana, buscando en el bolsillo su celular. “Cancelaré mi cita con Rebekah. Más vale que sea importante”.

      “Lo es”, respondió el viejo con una sonrisa esperanzadora.

      Mientras su nieto enviaba un mensaje de texto a su novia, el viejo apagó la televisión y abrió la ventana de la cocina que estaba a lado de


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