El Evangelio de Simon. John Smelcer

El Evangelio de Simon - John Smelcer


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nuevo establo a lado del viejo ya derribado entre escombros de madera que, construido con piedras, duraría por muchas generaciones.

      “Es una buena tierra”, mencioné. “Estaré orgulloso de heredársela algún día. Espero que ustedes también se la hereden a sus hijos”.

      Seguí a mis hijos a la carreta para inspeccionar la rueda, revisé la reparación que había hecho. Agarré el aro y lo jalé para cerciorarme qué tan bien estaba conectado con el eje. La rueda estaba apretada, el cubo bien aceitado.

      “Buen trabajo”, mencioné, palmeándoles los hombros a mis muchachos. “Ahora, ayúdenme a colocar el vino en la carreta”.

      Tenía veinte ánforas del tamaño de la cintura de un hombre, todas llenas de vino y selladas con cera para evitar que se derramaran y se desperdiciaran. Mis hijos me ayudaron a subir las vasijas de barro en la carreta. Las ánforas más altas estaban recargadas una junto a la otra como soldados para prevenir que se cayeran. Estaban diseñadas para usarse en embarcaciones porque podían colocarse en las bodegas sin derramarse y resistir la hostilidad de las mareas.

      Rufo casi tiró una de ellas al pasármela mientras las colocaba en la carreta, pero alcanzó a sujetarla a tiempo.

      “Con cuidado”, le advertí a mi hijo menor. “Cada vasija cuesta mucho, especialmente durante la Pascua cuando hay gran demanda de vino”.

      Cuando las ánforas estaban listas en la carreta, pusimos paja entre los espacios para evitar que se rompieran por el movimiento durante el trayecto a Jerusalén.

      “Ahora, vamos a ver el establo”, les dije, limpiándome el sudor de mi frente con mi mano.

      Las primeras cuatro capas estaban listas, su altura llegaba al nivel de la cintura. Examiné la apertura que había hecho para la puerta.

      “No habría podido hacerlo mejor que ustedes”, les dije. “Después de una capa más de piedra, hagan una ventana aquí”. Coloqué una pequeña roca en la pared para marcar su posición.

      En ese momento, Raquel nos llamó desde la casa.

      Jacob y Aliza, una pareja de ancianos que tenían una pequeña granja en un valle aledaño al nuestro, vinieron a visitarnos. Sus hijos e hijas ya se habían mudado para formar su propia familia desde hacía mucho tiempo. Su nieta, Nessa, era de la edad de Alejandro. Vinieron a ver cómo seguía Abigail. Aliza trajo un cataplasma que según ella curaría la enfermedad de nuestra hija. Dijo que primero debía sumergirse en agua tibia. Después de que Aliza lo exprimió, mi esposa la llevó a donde se encontraba postrada nuestra hija, removió las sábanas y colocó una bolsa húmeda con hierbas aromáticas sobre el pecho de Abigail, cerca de su cuello.

      “Ella respirará el vapor curativo”, mencionó Aliza. “Usé este remedio con mis hijos cuando se enfermaban. Va a funcionar, ya verán”.

      Mientras nuestra pequeña hija postrada en su cama respiraba el medicamento, nos sentamos en la mesa y hablamos por un rato.

      “Dime, Simón, ¿todavía irás mañana a Jerusalén?” Preguntó Jacobo.

      “Sí. El vino ya está listo en la carreta para el viaje”.

      “Qué vendas mucho”, dijo Jacobo. “¿Tus hijos irán contigo?”

      “Sí”, respondí.

      “Entonces”, le dijo Jacobo a Raquel, “llámanos si necesitas ayuda mientras tu esposo y tus hijos estén fuera.

      “Te lo agradezco muchísimo”, le respondió. “Qué Dios los bendiga”.

      Antes de salir, Jacob me apartó para que mi esposa no oyera.

      “Quizá la enfermedad de tu hija sea consecuencia de alguna violación de las leyes de Dios”, ¿tienes alguna idea de qué podría ser? Tal vez comiste algo prohibido, o tu esposa no ha cumplido con el sacramento del mikve?”

      “Me he preguntado lo mismo,” le respondí, pensando en la falsedad del consuelo de Job. “Pero, ¿por qué castigar a Abigail?”

      Esa noche, después de deshacernos del inútil cataplasma, mi esposa y yo nos acostamos en la cama y hablamos en voz baja, para no despertar a nuestros hijos que dormían cerca de nuestro aposento, de lo que haríamos el día siguiente.

      “Tal vez, si vendo a buen precio el vino, pueda pagar a un médico de Jerusalén más capacitado para que revise a Abigail”.

      Sabía que no podía pagar demasiado porque gran parte del dinero sostendría a mi familia hasta el próximo verano cuando los olivos estuvieran listos para dar aceite.

      Raquel apretó mi mano delicadamente en la oscuridad.

      “Sería maravilloso”, murmuró. “Tal vez tu dolor de cabeza se pueda curar también”.

      Por mucho años, había sufrido constantes dolores de cabeza. El dolor–especialmente cuando se localizaba detrás de mis ojos–era tanto que me daban náuseas y quería morirme. Era intolerable que lo único que podía hacer era echarme a la cama en la oscuridad con mis ojos cerrados, incapaz de hacer nada. En esos momentos, mi amada esposa se sentaba junto a mí y me frotaba mis sienes y masajeaba mi cuello, lo cual siempre me hacía sentir un poco mejor. Antes de que Abigail se enfermara, con frecuencia frotaba mis sienes y cuello como había visto que su madre lo hacía y me preguntaba, “¿Te sientes mejor, padre?”

      “Entonces oremos para que vendas mucho. Es un viaje de medio día ida y vuelta. Saldremos antes del amanecer. Hora de dormir”, besé a mi esposa y me di la vuelta.

      Viernes

      En esto conocerán todos que son mis discípulos:

      si tuviesen amor los unos con los otros.

      (Juan 13:34)

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