El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo
a buscar a Jeremy y accedió a que tú me acompañases.
—¡Yo voy con vosotros! —gritó Naomi. Ella fue la razón por la que él se había ido. Sabía que podía convencerle para que regresara.
—No puedes —dijo Uri—. Michael especificó que tú tenías prohibido formar parte de esto.
Naomi miró a Rachel, a quien le caían las lágrimas por las mejillas.
—¿Pensabas que podías distraerme con el té? —sollozó Naomi junto a ella.
—No sabía qué otra cosa hacer. Lo siento.
—Shhh... Naomi. —Lash la atrajo hasta sus brazos—. Uri y yo lo haremos. Traeremos a Jeremy de vuelta y encontraremos una manera de defender su caso. Él es el mejor arcángel que tienen. Todos le quieren aquí. Todo saldrá bien. Ya lo verás.
5
Jeremy había vuelto.
Leilani no quería pensar sobre el regreso de Jeremy a la isla. Estaba cansada y sudada.
Lanzó a un lado la sábana húmeda y salió de la cama. Hacía un calor infernal en la casa. No podía dormir y cada vez que cerraba los ojos lo único que podía ver era a Jeremy.
Atravesó lentamente la cocina hasta llegar a la puerta trasera. La abrió y se apoyó contra el marco mirando al jardín. Una suave brisa le golpeó su sudoroso rostro.
«¿Por qué has tenido que volver?»
¿Y por qué no podía sacárselo de la cabeza?
Tenía cosas más importantes en las que pensar, como la forma de hacer que el aire acondicionado funcionara. Tenía que trabajar un turno extra el fin de semana para conseguir el dinero suficiente para arreglarlo. O tal vez Kai podría hacer magia con sus manos y arreglarlo otra vez.
«¿Por qué has tenido que regresar? ¿Y por qué tienes que ser tan guapo?»
Elevó la mirada a la luna, recordando sus sueños infantiles en los que Jeremy la abrazaba y la besaba. Eso era en lo único que pensaba desde el mismo día en que lo conoció.
¿Por qué no era el pijo gilipollas que pensaba que era cuando le conoció? La vida habría sido mucho más fácil. Pero no, la vida quería torturarla haciendo que Jeremy fuera tan hermoso por dentro como lo era por fuera.
Era amable, dulce y considerado. Todo lo que había hecho, desde intentar animarla cuando Candy le robó el trabajo hasta ser amigo de Sammy, le había hecho enamorarse de él... hasta las trancas.
Y no había cambiado. Todavía era guapo e increíblemente fuerte. Y esos ojos. ¡Dios mío, esos ojos! Le hablaban y la intoxicaban hasta el punto de llegar a perderse en aquellos océanos azules.
Suspiró y cerró los ojos. Esos labios. Oh, cómo recordaba esos sueños en los que los sentía contra los suyos. Suaves, firmes, sensuales. El corazón le dio un vuelco por el anhelo.
«¡Grrr!» Se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta una y otra vez.
«¡Olvídalo! ¡Olvídalo! ¡Olvídate de él ya!»
«¡Para ya!»
Ya no era ninguna niña. No tenía tiempo para tonterías de niñata.
Abrió rápidamente los ojos al escuchar a alguien lloriqueando.
Sammy estaba volviendo a tener sus típicas pesadillas.
Era culpa de Jeremy, por hacerle recordar cosas. Sabía que Sammy estaba soñando con aquel día. Era el mismo sonido que llevaba haciendo cada noche durante un año desde que sus padres murieron. Y no era ninguna coincidencia que las pesadillas empezaran de nuevo en el mismo momento en que Jeremy apareció.
No estaba muy segura de lo que ocurrió cuando perdió el conocimiento, y no podía creer todo lo que Sammy le había contado. Sammy había convertido a Jeremy en un superhéroe que atravesaba el fuego y arrancaba puertas de coches. Fue de lo único de lo que habló durante días. Cuando los niños del colegio empezaron a burlarse de él y de su amigo, el superhéroe imaginario, la llevó a rastras por todas las playas de la isla intentando encontrar a Jeremy para poder probar que lo que contaba era verdad. Después de unas semanas, por fin consiguió entenderlo. Su supuesto amigo se había ido. Dejó de hablar sobre Jeremy y entonces comenzaron los sollozos nocturnos.
«¡Maldito seas, Jeremy!».
Estuviera bueno o no, estaba pillada por él. De acuerdo, no le daría más vueltas a la cabeza pensando en ese idiota. Lo que tenía que hacer era centrarse en Kai.
Kai se había encargado de ellos desde el momento en que averiguó que sus padres habían muerto. A ella le gustaba. Con el tiempo quizás podría llegar a enamorarse de él. Después de todo, él estaba ahí. Cuidó de Sammy cuando ella o la tía Anela no podían hacerlo.
Así que, ¿y qué si con un beso no había conseguido que se le encogieran los dedos de los pies? Fue en el baile del instituto y esos besos no contaban.
Todavía recordaba lo guapo que estaba Kai esa noche con su cabello oscuro peinado hacia atrás y su nuez subiendo y bajando por los nervios mientras ambos estaban en el porche. Él se inclinó lentamente, no muy seguro de la reacción que ella tendría. Ella levantó ligeramente la cabeza, invitándole a besarla. Y entonces él le dio un dulce e intenso beso.
Ella puso las palmas de las manos sobre su pecho y esperó.
Y esperó.
Esperó a que la Tierra se moviera. Esperó a que las rodillas le temblaran o a que las mariposas le revolotearan en el estómago.
Nada. Era como si hubiera besado una piedra.
—¡Bonita luna! ¡Bonita luna!
Leilani se sobresaltó por las risitas agudas.
—Vaya, todavía estás despierta. No pretendía asustarte. Solo he venido a meter a Giggles en su jaula —dijo la tía Anela mientras se dirigía hacia la jaula que había junto a la puerta. Una cacatúa blanca se posó sobre sus hombros, moviendo la cabeza de arriba abajo con entusiasmo.
—¡Bonita luna! ¡Bonita luna!
—Sí, Giggles. Hay una luna preciosa esta noche.
—Yo me encargo de ella. —Leilani extendió el brazo para coger al pájaro.
Giggles aleteó y graznó y Leilani apartó la mano rápidamente.
Giggles se echó a reír.
—No tiene gracia, Giggles —le regañó la tía Anela.
Leilani puso los ojos en blanco. Estaba encantada con que la tía Anela se hubiera ido a vivir con ellos, pero ese pájaro la estaba volviendo loca. No era ningún secreto que Giggles la odiaba. Le declaró la guerra desde el primer momento.
La tía Anela le advirtió que Giggles era inteligente y le gustaba repetir todo lo que escuchaba. Y no bromeaba. Leilani tuvo que aprender por las malas.
Cuando ella y Sammy ayudaron a la tía Anela con la mudanza, se golpeó el codo con la encimera de la cocina. Soltó tal cantidad de tacos que si sus padres la hubiesen oído, la habrían castigado durante un mes. Giggles estaba en su jaula jugando con uno de sus juguetes, actuando como si no hubiese escuchado nada. No dijo ni una palabra, ni soltó ninguna risita hasta que la tía Anela entró en la cocina y entonces... ¡pum! Todas esas palabras malsonantes empezaron a salir del maldito pajarraco.
—¿Qué te ocurre? —La tía le dio a Giggles.
Leilani la miró, fijándose en sus arrugados ojos castaños que mostraban sabiduría. Su cabello era corto y oscuro con mechas grisáceas, y enmarcaba su rostro arrugado.
—Nada. Es que hace un poco de calor. —Se dio la vuelta y metió a Giggles en la jaula.
En realidad no estaba mintiendo. Hacía