Máscaras De Cristal. Terry Salvini
no es necesario. Ya pasará...
―Ha empinado un poco el codo, ¿eh?
Resopló.
―No creo que sea asunto suyo.
―Vale, pero intente no vomitar sobre el asiento o me veré obligado a cobrarle un suplemento…
Loreley le hizo una mueca por medio del espejo retrovisor.
―No sucederá. Sólo tengo un tremendo dolor de cabeza: un par de horas de reposo, un café y volveré a estar como antes.
―Espero que antes sea mucho mejor que ahora. ― comentó irónico el taxista un momento antes de emitir un ruido parecido a una risita contenida con esfuerzo.
―¡Váyase al cuerno!
Si salgo de esta juro que no volveré a hacer nada parecido.
1
Loreley se levantó de la silla y se acercó a la ventana de su oficina. Estaba cansada de estar sentada detrás de un escritorio hojeando sumarios y escribiendo en el ordenador, sobre todo porque dentro de un rato debería ir al tribunal.
Aunque no podía vislumbrar las nubes notaba que pronto volvería a llover; su humor se volvió gris, como el cielo de aquellos dos últimos días, un color que odiaba y la ponía triste.
Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija sobre los grandes ventanales azulados del rascacielos de enfrente, el pensamiento concentrado sobre lo que le había sucedido la noche anterior. Intentaba evocar la secuencia de los hechos pero los recuerdos en su cabeza parecían una vieja película borrosa y arruinada, donde los fotogramas corren veloces para, a continuación, atascarse siempre en el mismo punto.
Tenía bien clara en su mente la ceremonia de boda de su hermano, la comida en el restaurante de un hotel de Manhattan, la música y los brindis, tantos como las atenciones que había sufrido por parte de los hombres allí presentes: eran muchos los rostros nunca vistos antes de la fiesta, a otros los conocía desde hacía tiempo. Entre éstos resaltaba uno en particular que en la últimas horas la atormentaba y ella temía que perteneciese a la persona con la cual había dejado el restaurante para subir a la habitación.
¡Espero que no sea él!
Todavía estaba mirando fijamente el interior de la oficina que se entreveía a través de los cristales del rascacielos de enfrente cuando, un ruido a su espalda, paró el fluir de sus pensamientos.
―Loreley. ¿todavía estás aquí?
Ella se volvió hacia Simon Kilmer, un hombre con la piel tan blanca como sus pocos cabellos.
―Perdona, estaba reflexionando sobre algunas cosas. Voy enseguida.
Se apartó de la ventana y volvió al escritorio, en un rincón de la habitación, para recoger sus notas. Chocó con una carpeta de documentos que, a su vez, fue a dar contra el porta lápices haciéndolo caer. El contenido rodó sobre la superficie de caoba antes de acabar sobre el suelo de mármol.
―¿Qué te pasa hoy? ―le preguntó Simon. ―¿Estás nerviosa por el proceso Desmond? Lo siento pero deberás estar presente en la sala del tribunal ―le dijo en tono autoritario. ―Es lo mínimo que puedes hacer para inducirme a olvidar que has rechazado aceptar el caso. Te la has jugado…
―¡No tiene nada que ver con el proceso! ―lo interrumpió mientras se arrodillaba para recoger bolígrafos y lápices. Durante un instante alzó la mirada e impidió la siguiente pregunta. ―Estate tranquilo, mis problemas sólo afectan a mi vida privada. Y, ahora, por favor, no me hagas más preguntas.
Colocó el porta lápices en su sitio, se quitó las gafas y las metió en el bolso, sin decir nada más.
Kilmer se tocó la mancha oscura del rostro, un antojo apenas visible bajo la blanca barba.
―No tengo intención de ser un entrometido. Pero, se trate de lo que se trate, intenta despejarte y volver a ser activa: estás distraída y pareces agotada. Las fiestas hacen gastar tanta energía… ―Le sonrió, como para hacerle creer que, a lo mejor, había adivinado el problema.
Loreley no respondió a la provocación y esbozó una sonrisa. A pesar de ser tan astuto, aquel hombre realmente no podía haber intuido lo que ella había hecho.
―Seguiré tu consejo.
―Corre, vete, o llegarás cuando ya haya acabado todo. Te lo ruego: hazme saber lo antes posible cómo ha ido. Quiero oírtelo a ti y no a Ethan, ¿entendido?
―¿Tengo elección? Sé perfectamente que, de lo contrario, me lo harás pagar de todas formas ―contestó antes de salir de la habitación.
Cogió un taxi, como era habitual cuando se movía por trabajo.
―Lléveme al 100 Centre Street, lo más rápido posible, por favor ―dijo al taxista, un joven de aspecto asiático de cabello corto y liso.
Recorrieron un par de kilómetros, el vehículo vibró y un ruido anómalo pareció alarmar al conductor.
¿Y ahora qué está pasando? ―se preguntó Loreley.
Maldiciendo su mala suerte el hombre se paró a un lado de la carretera para buscar el punto idóneo donde estacionar, pero perdió unos valiosos minutos antes de conseguir encontrarlo. Abrió la portezuela, salió y dio una vuelta en torno al vehículo, comprobándolo con cuidado.
―¡Esta mañana no doy una a derechas! ―exclamó con un gesto de rabia. ―¡Sólo faltaba el pinchazo de una rueda!
¡Oh, no! Es lo último que necesito, pensó ella saliendo, a su vez, del automóvil.
―¿Cuánto tiempo precisa para cambiarla?.
―Por lo menos un cuarto de hora, señorita.
―¡No me lo puedo permitir! ―la voz sufrió una inesperada subida de tono.
―Lo siento, no depende de mí; lo puede ver incluso usted ―respondió mostrándole el neumático anterior casi deshinchado.
Loreley dio un portazo.
―Dígame cuánto le debo. Rápido, por favor.
―Olvídelo, por lo que parece hoy no es uno de mis días más afortunados.
―Tampoco uno de los míos…
Sacó de la cartera diez dólares y se los tendió al hombre que, mientras tanto, había abierto el maletero para coger el equipo necesario para cambiar la rueda. Lo vio metérselos en el bolsillo sin dudar, agradeciéndoselo con una sonrisa.
Loreley se alejó hasta llegar al cruce con la carretera principal y observó los numerosos automóviles de todos los modelos y colores que pasaban rápidamente a su lado. Cuando identificó un taxi levantó una mano para llamar su atención pero éste siguió derecho sin ni siquiera desacelerar. Vio llegar otro y, con la esperanza de pararlo, enfatizó el gesto que, sin embargo, cayó en el vacío. Probó otra vez: ¡nada que hacer! Aquellos malditos coches amarillos seguían su camino, indiferentes a su drama.
¿Era posible que no hubiese un solo taxi libre?
Lo intentó una última vez, sacudiendo los brazos hasta el punto de sentirse ridícula. ¡nada! Con un suspiro se volvió y regresó donde estaba el taxista.
―Escuche… ¿cuánto tiempo necesita para acabar?
―Algunos minutos, señorita ―le respondió mientras atornillaba uno de los tornillos de la rueda.
―OK. Hagamos lo siguiente. ―Cogió algunos billetes ―si me lleva al tribunal antes de las once éste se convertirá para usted en uno de sus días más afortunados.
El hombre se paró para observar la generosa oferta de su cliente, así que volvió a trabajar con más empeño. En un par de minutos estaba de nuevo al volante con ella, sentada en el asiento posterior,