Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Máscaras De Cristal - Terry Salvini


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y lo atraía hacia sí.

      Aquella mañana seguro que se saltaría el desayuno y quizás incluso el almuerzo pero no le importaba un pimiento: ahora sólo necesitaba a su hombre.

      Esperó a que John se durmiese antes de escabullirse de la cama. Se puso una bata de raso negro, cogió el teléfono móvil y bajó la escalera. Se sentó en el sofá e hizo una llamada.

      ―¡Hola, Loreley! ―la voz de Davide era alegre, como siempre.

      ―Perdóname por lo de esta mañana...

      ―No pasa nada. Me he quedado sorprendido al verlo entrar en casa e incluso un poco incómodo, como también lo estaba él, de hecho, y he preferido irme para no molestar. Siento no haber podido despedirme de ti.

      ―También yo. Pero todavía no sé qué hacer…

      ―Ya hemos hablado de eso ayer. Estoy convencido que harás lo correcto.

      Ella, en cambio, no lo estaba.

      ―Prométeme que volveremos a vernos lo antes posible.

      ―Claro. A lo mejor puedes venir tu hasta aquí.

      ―Lo pensaré, te lo prometo.

      ―Te tomo la palabra. Ya nos veremos.

      ―Que tengas un buen domingo, Davide.

      No había acabado todavía la conversación cuando reapareció John vistiendo un chándal gris de gimnasia.

      ―¿Ya levantado? ―creía que se había dormido. ―¿Tus padres están bien?

      ―Se las apañan. Mamá está con sus achaques habituales pero nada importante.

      ―¿Y tu hija? Imagino que habrá saltado de alegría al verte.

      Él asintió sonriendo.

      ―Me gustaría que me llevases contigo, un día, para conocerlos.

      La sonrisa desapareció rápidamente del rostro de John.

      ―Salgo un momento a correr, si te parece bien.

      Loreley se quedó desilusionada pero se esforzó por no demostrarlo.

      ―No, ve. ¿Serás capaz incluso de hacer footing? ―le preguntó asombrada por tanta energía residual.

      Él volvió a sonreír.

      ―Pues claro.

      ―Cuando vuelvas comeremos algo y, si no te has caído al suelo preso de un fallo cardíaco podríamos ir a dar una vuelta.

      ―Si cocinas tú es más probable que me arriesgue a una intoxicación alimentaria y entonces no iremos a ningún sitio.

      Ella cogió un cojín del sofá y se lo lanzó.

      John lo esquivó y, riendo, se fue de casa.

      Cuando se quedó sola Loreley se fue a la cocina y se puso manos a la obra con los fogones, aunque ya sabía que el resultado no le entusiasmaría.

      Había conocido a John en los tiempos de la pasantía. Él estaba con Ethan, que se lo había presentado como un viejo amigo. Su rostro cautivador, los ojos oscuros y su manera de ser, amable y al mismo tiempo descarada, la habían impresionado enseguida; pero no había habido manera de conocerse mejor hasta que lo había visto de nuevo, una tarde, en el aparcamiento cerca del bufete de abogados.

      Ella estaba intentando poner en marcha el coche que no quería saber nada de arrancar. Después de algunos intentos inútiles había salido del vehículo con un enfado de mil demonios, jurando casi como un camionero. En ese momento lo había visto: estaba apoyado en el capó posterior del coche, los brazos cruzados y la miraba divertido.

      Sin demasiados preámbulos le había preguntado si tenía intención de ayudarla o de permanecer allí quieto disfrutando del espectáculo. Johnny le había tendido la mano como pidiéndole las llaves. Ella lo había mirado fijamente a los ojos y se las había dado, aunque con una cierta reticencia.

      En unos pocos minutos el motor había vuelto a retumbar.

      ―¿Qué puedo hacer para recompensarte? ―había preguntado aliviada.

      ―Podrías darme tu cuenta bancaria ―le había respondido mientras salía del coche para cederle el puesto del conductor.

      ―¿O también?

      Él había puesto la mirada de quien sabe que ya ha ganado.

      ―Ven a cenar conmigo esta noche.

      Y en ese momento había comenzado su historia.

      3

      Ethan pasó a su lado casi a la carrera, como si tuviese prisa por dejar el bufete.

      ―¡Eh, Loreley!

      Ella, que estaba hojeando un expediente, se paró y lo miró por encima de las gafas de montura azul. Él llevaba una trenca oscura colgada del brazo y el inevitable sombrero en la mano, señal de que estaba yendo al juzgado o a ver a algún cliente.

      ―El jefe te quiere ver en el estudio ―le dijo, con una expresión compasiva.

      ―¿Hay problemas a la vista?

      ―Ni siquiera yo lo sé, pero cuando me ha pedido que te mandase con él tenía una sonrisita extraña...

      ―Nada bueno para mí, en fin; ¿qué te apuestas?

      ―Yo sólo apuesto si estoy seguro de ganar. Ahora debo salir corriendo. Buena suerte ―mientras decía esto le guiñó un ojo y desapareció detrás de la puerta.

      Loreley suspiró. Dentro de un rato Kilmer le daría un trabajo fastidioso, pensó mientras iba hacia la oficina al lado de la suya.

      Cuando entró lo vio sentado detrás del escritorio, con un traje gris oscuro. Él esbozó una media sonrisa, que más parecía una mueca, mientras le tendía una carpeta de documentos que ella cogió sin quitar la mirada de su rostro.

      Cuando leyó las pocas palabras estampadas sobre el papel se puso rabiosa, pero intentó seguir impasible. Ya había escuchado en las noticias el homicidio ocurrido el día anterior, al lado de la residencia de sus padres, y se había quedado muy sorprendida y disgustada debido a su crudeza. Conocía de vista a la familia de la víctima, una matrimonio de empresarios jubilados que tenían una sola hija y sólo el pensar que debería defender a la persona que se la había arrebatado era suficiente para que se le hiciese un nudo en el estómago.

      El jefe la miraba severo, casi como retándole.

      ―¿Por qué me debo ocupar yo de esto?

      ―Ethan está siguiendo otro caso y Patrick está enfermo. Además, el tío que contactó con nosotros para confiarnos la tarea te quiere justo a ti; se ve que prefiere a las mujeres. ―Dejó escapar una risita pero enseguida se volvió a poner serio. ―Lo siento.

      ¡No es verdad que lo sientas!

      Kilmer se apoyó en el alto respaldo de la butaca, de piel negra, que crujió por su peso.

      ―Si necesitases ayuda, no dudes en pedírmela ―prosiguió en tono cordial que a ella, sin embargo, le sonó enseguida a falso.

      ¡Ya podía ir olvidándose!, pensó Loreley. Cerró la carpeta y la mantuvo cogida entre las manos.

      ―Ven a verme si acabas antes del cierre del bufete, así nos ponemos al día.

      ¡Como no! ¡Espera sentado! Haría todo lo posible por retrasarse, se dijo mientras asentía con la cabeza.

      ―Date prisa: tu nuevo cliente te espera.

      Con una sonrisa forzada, la misma que él le había reservado cuando había entrado, Loreley dejó la habitación, los hombros derechos y el paso seguro, intentando controlarse; pero tenía unas ganas tremendas de darle una cuantas patadas en su gordo culo.

      ***


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