Máscaras De Cristal. Terry Salvini
Todavía con el teléfono móvil en la mano Loreley comenzó a pensar en cómo decir a Johnny lo de la invitación. A él, el sábado le gustaba dar una vuelta con la moto y el domingo ver los partidos de fútbol americano. En dos años de convivencia las veces que sus padres lo habían visto se podían contar con los dedos de una mano: sus casas estaban sólo separadas por Central Park, en su lado más corto. No sería nada fácil convencerlo para que aceptase la invitación.
Quedó confirmado cuanto había imaginado, necesitó todo su talento diplomático y las mañas de abogado para convencer a Johnny que la acompañase. Lo presionó con el hecho de que Hans y Ester se habían quedado desilusionados por su ausencia en la boda y que lo mínimo que podía hacer para remediar aquella falta sería asistir al almuerzo que sus padres habían organizado por el regreso a casa de los recién casados.
―¿Quieres hacerme sentir culpable por algo que no ha dependido de mí?
―Te estoy sugiriendo cómo actuar para no herir los sentimientos de mi familia.
Lo vio resoplar y levantarse de la mesa.
―¡Vale! Pero lo hago sólo por ti ―le dijo apuntándole con un dedo. ―Tienes suerte de que esta semana no juegan los Gigants…
Loreley se acercó a él y lo abrazó con ímpetu, luego levantó la mano a su espalda e hizo una V con los dedos índice y medio: ¡Viva!
―¡Gracias! Pídeme todo lo que quieras y te contentaré.
***
Al día siguiente, a las nueve en punto, Loreley estaba agarrada a Johnny, sentada detrás en su moto de gran cilindrada, para una carrera por las calles de New York: a esa hora, un domingo y lejos de Manhattan, había poco tráfico.
― Pídeme todo lo que quieras y te contentaré, le había dicho el día anterior, tendría que haber imaginado que la propuesta sería una vuelta en moto. Además, sabía cuánto odiaba ella las dos ruedas y había sospechado que con aquella vuelta había querido obligarla a devolverle el favor.
Odiaba el casco integral porque le pegoteaba los cabellos en la cabeza y en el cuello arruinándole el peinado. A veces le parecía que no respiraba bien y esto la ponía nerviosa hasta el punto de hacer oscilar la moto. Aunque Johnny le había recomendado que acompañase con el cuerpo el movimiento de la moto durante las curvas, en vez de contrarrestarlo, para ella no era nada fácil.
Pasaron casi tres horas antes de que aquella tortura terminase. Cuando Loreley puso los pies en el suelo le pareció que levitaba.
Faltaban diez minutos para el mediodía. Se fue a casa para una ducha rápida, renunciando a vestirse de tiros largos: se puso un par de pantalones vaqueros, un suéter azul gris claro y un par de botines de gamuza.
John subió a casa cuando ella ya estaba preparada. Él ni siquiera se duchó: iban ya retrasados. Se quitó el abrigo y se puso otro más elegante y se cambió los zapatos.
Con el coche de Loreley cortaron por el parque y llegaron a la parte opuesta, en el East Side de Manhattan.
Fue Hans el que les abrió la puerta.
Loreley lo abrazó.
―Hola, hermanazo.
―¡Eh! Que no he faltado tanto de casa ―dijo dejándose apretujar.
―¿A qué viene toda esa sensiblería? ―refunfuñó Albert, el padre ―Llegáis tarde y tengo hambre. Sabes que no aguanto esperar para comer.
―Es culpa mía. La he llevado a dar una vuelta en moto y se nos ha hecho tarde ―intervino John.
―¿Cómo? ―Albert parecía enfadado ―¿Cómo has podido llevar sobre ese aparato infernal a mi niña? ―resopló. Su imponente estatura sobrepasaba al joven haciéndole parecer un alfeñique en comparación.
Loreley levantó la mirada hacia el cielo.
―Johnny, mi padre odia las motos más que yo.
―De alguien tenías que haberlo sacado ―le susurró él con una mueca de disgusto. ―He tenido mucho cuidado y no he corrido ―se defendió.
Ellen Lehmann se acercó al marido.
―Siempre el mismo cascarrabias ―le reprochó con un tono que parecía poner freno, a duras penas, a la irritación ―Venid a comer, vamos, que ya está todo preparado ―añadió a continuación sonriendo a los huéspedes.
Pasado el inicial malhumor las conversaciones entre los jóvenes fueron alegres y tranquilas mientras que entre los dueños de la casa parecían haberse reducido a algunas frases de cortesía.
Loreley, de vez en cuando, desplazaba la mirada desde su madre a su padre, y la sensación de tensión que advertía en ellos contribuía a quitarle el apetito. Johnny, en cambio, comía sin hacer demasiados miramientos, como hacía también en casa. Ella intentaba ir a su ritmo y al final se encontraba con una piedra en el estómago; esta vez, sin embargo, picoteó y rechazó el dulce.
Y a pesar de todo el estómago le molestaba. Unas pocas horas antes incluso había tenido una sensación de náusea. Quizás había sido el viaje en moto.
En cuanto acabaron de comer levantaron las copas para brindar por la vuelta de los esposos. Al tintineo de los vasos siguió un beso de la pareja festejada.
―Soy feliz por ti ―dijo Loreley cuando salió con su cuñada a la terraza cerrada por grandes ventanales: en todo su alrededor una ornamentación de plantas de hoja perenne llegaba hasta el techo. Los hombres se habían sentado en el sofá del salón para hacer acopio de bebidas de alta graduación.
―Yo también lo soy. Verás cómo pronto te llegará el momento.
―No lo espero con ansia, te lo aseguro. Y él, de todas formas, no tiene intención de volverse a casar; ¡no en breve, al menos!
―¿Quién ha hablado de John? Me refería a un hipotético hombre desconocido.
―¡Ester, por favor!
―¡Venga, bromeaba! Sin embargo es verdad que podrías encontrar a alguien más dispuesto que él a comprometerse.
―De momento no pienso todavía en dar el gran paso.
―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.
―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.
―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…
―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.
―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.
Loreley sonrió.
―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.
―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.
―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.
―No me importa en absoluto.
Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.
Hubo