Máscaras De Cristal. Terry Salvini
Ni siquiera había tenido tiempo de poner los pies en el suelo cuando, de repente, unos destellos la indujeron a mirar hacia lo alto: la Torre Eiffel, ya iluminada, se acababa de encender con otras luces brillantes e intermitentes, como las de un grandioso y reluciente árbol de navidad. Parecía como si quisiese incitarla a no perder el ánimo. Era una invitación a sonreír; y lo consiguió, aunque sólo por un instante.
Durante el trayecto de regreso llamó a John y le envió más de un mensaje al teléfono móvil pero él no respondió. En cuanto llegó al hotel encontró la habitación vacía, como ya había imaginado.
Mantuvo el teléfono móvil cerca de ella.
Finalmente, intuyendo que no regresaría esa noche, sintió la necesidad de escuchar una voz amiga. Llamó a Davide y, por segunda vez, dio la noticia del bebé en camino.
Su amigo se quedó sin palabras. Desde la otra parte de la línea se escuchaba sólo a un gato que maullaba.
―¡Eh, Davide, di algo!
―¡Dios mío, Loreley! ¿Y me lo dices así, por teléfono?
―No tengo otra manera de hacerlo. ¿No te parece? ―en ese momento necesitaba sus reconfortantes abrazos virtuales no sus reproches.
―Estoy contento por el feliz evento, pero no por la situación en la que te encuentras ahora… ¡Santo cielo, tenías que habérmelo dicho antes de irte: te hubieras ahorrado quedarte sola afrontando todo esto!
―Me parecía una buena idea, pero ahora ya está hecho.
―No te precipites en tus conclusiones ―le aconsejó él ―A veces las primeras reacciones son desproporcionadas con respecto a lo que se siente cuando se tiene tiempo para reflexionar. ¡Cierto, será un cambio tremendo!
―Me hubiera esperado de todo pero no quedarme embarazada. No estaba preparada para esto y creo que aún no lo estoy ―respondió ella, cansada de la amargura que sentía ―Me he tomado un tiempo para… ―se paró. Si ella misma había necesitado unos días para aceptar la noticia, ¿por qué pretendía que para John debería ser distinto? ―Vale, lo he entendido: esperaré un poco antes de tomar su no como definitivo.
―Ahora vete a dormir y mantenme al corriente, por favor.
―Claro, lo haré. Buenas noches. ―estaba a punto de colgar pero escuchó la voz del amigo llamándola.
―Espera, Loreley. ¡Felicidades por el niño!
6
Estaba todavía medio dormida cuando oyó que la puerta de la habitación se abría. Cerró los ojos y permaneció inmóvil.
A través de las pestañas vio a John que abría el armario, sacaba las pocas cosas que se había traído y luego las metía en el bolsón.
Se movía furtivo como un ladrón. Se estaba marchando.
Su corazón cambió el ritmo y le pareció que no quería volver a latir de manera regular. Respiró profundamente y, en cuanto aquella desagradable sensación cesó, se sacó de encima las mantas y bajó de la cama, decidida a enfrentarse a él. No podía permitirle irse de esta manera, con la convicción de que ella lo hubiese engañado.
Él se volvió a mirarla.
―Voy a la cita con el arquitecto Morel, luego me vuelvo a New York… solo. Tú acaba tu fin de semana ―le dijo taladrándola con la mirada.
―¡Deja de actuar así! Ni siquiera me has dejado hablar cuando estábamos en la Torre Eiffel.
―No tengo ganas de escucharte tampoco ahora. Eres una abogada: si consigues manipular a un jurado para salvar a un cliente, imaginemos qué dirás para salvarte a ti misma.
―¡Ese es un golpe bajo!
―¿Y el tuyo cómo lo definirías? ―señaló el vientre de ella.
No era fácil discutir en aquellas condiciones pero debía intentarlo.
―No lo he hecho adrede. Nunca he dejado de tomar la píldora, ¡debes creerme!
―Perdona, pero no lo consigo.
John cogió su pequeño equipaje, se dirigió hacia la puerta y salió de la habitación sin dignarse a mirarla.
Loreley se quedó inmóvil durante unos segundos. Tendría que haberlo mandado al diablo y decirle que ya se ocuparía ella del niño, pero tenía que intentar convencerlo de su propia sinceridad antes de llegar tan lejos; porque estando así las cosas, si aquel hombre no merecía tener un hijo, su hijo, en cambio, merecía tener un padre. Quizás un día cambiase de idea: le había pasado a otros hombres el cambiar de opinión después de haber visto a su propio hijo. El tribunal le había enseñado que, en algunos casos, era necesario dejar de lado el orgullo.
No, si existía aunque fuese sólo una mínima esperanza, ella sentía que debería hacer siquiera un intento para enderezar las cosas.
Se puso los pantalones vaqueros, un suéter y los botines, cogió el abrigo y se fue corriendo.
El ascensor cercano a la habitación estaba ocupado y también el de enfrente tenía la luz en rojo.
Debía coger las escaleras. Si descendía lo suficientemente rápido conseguiría alcanzarlo antes de que él tuviese tiempo de coger un taxi.
Cuarto piso.
Escalones, rellano, escalones.
Tercer piso.
Escalones, rellano, escalones.
Más rápido, más rápido…
Segundo piso.
Escalones, rellano, vacío…
Le faltó el apoyo a un pie y los sucesivos escalones se le vinieron encima. Lanzó un grito de terror.
Un dolor insoportable, luego un torbellino de sombras oscuras la engulló en la nada.
***
El ligero escozor del brazo y el dolor en el lomo le hicieron despertar poco a poco de la niebla oscura de los sentidos. No conseguía abrir los ojos.
―Miss Lehmann… ¿me oye?
Las palabras habían sido pronunciadas en un pésimo inglés, con un fuerte acento extranjero, y la voz femenina parecía llegar desde muy lejos.
De su boca salieron algunas sílabas sin sentido. La lengua estaba pegada al paladar y los labios secos. Se limitó a asentir con la cabeza.
―Se está recuperando. Podéis llevarla a planta. ―Ahora era un hombre el que hablaba pero esta vez en un perfecto francés. Loreley agradeció a su padre el haberla obligado a aprender aquella lengua cuando todavía vivían en Zurich.
Se puso tensa: ¿dónde se encontraba? La pregunta quedó suspendida en el breve silencio que vino a continuación, hasta que algunos recuerdos confusos le asaltaron con la violencia de un mazo. La ambulancia, las urgencias, la visita del médico… y luego nada.
¡Estaba en un hospital!
Tuvo un fuerte temblor.
Alguien intentó que estuviese quieta pero ella no conseguía controlar los intensos escalofríos que le agitaban el cuerpo.
―Creo que es una reacción al estrés del trauma ―escuchó decir.
¿Qué le habían hecho?, se preguntó presa de una terrible sospecha. Quería saber pero no conseguía preguntar. Los dientes le batían con la fuerza de un martillo neumático y el corazón parecía como si quisiese ganarle en velocidad; era como si tuviese un avispero en la cabeza. Se obligó a calmarse, respirando hondo varias veces.
―Muy bien… así. No tenga miedo.
De nuevo aquella voz masculina tan tranquilizadora.
―Doctor, le espera el profesor Leyrac