Máscaras De Cristal. Terry Salvini
adentro, estás haciendo que entre el aire frío ―protestó Johnny llevando la manta hasta el mentón.
Loreley suspiró. No había ninguna esperanza de que él pudiese ver aquel sitio con sus mismos ojos, pensó cerrando las ventanas. En el tiempo que le llevó sacar los vestidos de la maleta y colocarlos en el armario Johnny ya se había dormido. Así que cogió un libro que había llevado con ella, se tumbó en la cama y comenzó a leer.
Después de un cuarto de hora lo cerró con un bufido.¡Perfecto! Él podía continuar durmiendo pero ella no tenía ganas de estar encerrada en el hotel escuchándolo roncar. Se puso la camisa, cogió el bolso y abrió la puerta.
―¿A dónde vas?
Loreley se paró.
―A dar un paseo en el bulevar. Quería dejarte reposar en paz…
Johnny se incorporó apoyándose en un codo.
―Ven conmigo. Quiero celebrar el primer día en París a mi manera.
―¡Entonces no estás tan cansado!
Pronunció las palabras lentamente mientras se acercaba a él al tiempo que se desabotonada la camisa con movimientos que dejaban entrever sus intenciones. Lanzó la ropa sobre la otomana para pasar, a continuación, a la falda que, en cambio, dejó que se deslizase a lo largo de las piernas.
―Ocúpate tú del resto. ―le dijo cubriendo la distancia que les separaba hasta que estuvo tan cerca que sintió su respiración sobre ella.
Johnny alargó la mano y en unos pocos segundos ella quedó desnuda delante de sus ojos que la miraban con deseo.
Aquella noche la sorprendió extendiéndose en los preliminares como sabía que le gustaba. Fue una de las pocas veces en las que Loreley se sintió colmada de atenciones.
Si él la amaba, quizás no reaccionaría mal ante la noticia de tener un niño. Quizás era sólo que ella se preocupaba demasiado por las cosas o tendía a exagerarlas. Por difícil que fuera se encontró pensando en una vida con él y con su hijo. ¿Pero por qué había ocurrido precisamente en ese momento, tan pronto?
***
A la mañana siguiente, cuando John la dejó para ir a discutir del proyecto de trabajo con una empresa de construcción, Loreley decidió ir al Museo del Louvre. Ya lo había visitado algunos años atrás pero no había sido posible verlo todo.
Pasó horas explorando las salas, subiendo y bajando las escaleras para conseguir encontrar unas obras expuestas que le interesaban, parándose de vez en cuando para descansar.
A última hora de la tarde fue de compras por las tiendas del Boulevard de Sebastopol: pocas cosas, dado que en la maleta no le cabrían demasiadas.
Al atardecer, cuando se volvieron a ver, Johnny le propuso ir a la Torre Eiffel. Lograron llegar hasta los alrededores del monumento y pasearon por la Promenade, de manera que pudiesen admirar aquel tramo de la ribera del Sena con el sol desapareciendo en una explosión de rojo y naranja detrás de las casas mientras se encendían las primeras luces de la noche.
A lo lejos, la parte superior de la torre sobresalía por encima de los árboles. Cuando llegaron al pie de ella, la imponente estructura de metal estaba completamente iluminada.
Loreley observó la fila de personas delante de la taquilla y escuchó a John refunfuñar:
―¡Mira cuánta gente hay para ir hasta la cima! ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
―No, si a ti no te apetece ―le respondió, intentando en vano no exteriorizar su desilusión.
―Vale, te contentaré una vez más.
Estaba haciendo lo imposible por complacerla, pensó ella.
―Quizás debería hacerte sonreír más a menudo: te brillan los ojos.
Habría querido demostrarle cuánto había apreciado aquellas palabras, en cambio le dio un fugaz beso: había demasiadas miradas alrededor.
Después de una hora llegaron a la terraza panorámica. Vista desde lo alto París era de una belleza indescriptible, con las luces que se multiplicaban a medida que transcurrían los minutos, creando luminosas geometrías entremezcladas con salpicaduras de minúsculos puntos luminosos.
El aire fresco de la noche provocó en Loreley un ligero escalofrío que, quizás, no era debido a la fría brisa sino a la consciencia de que había llegado el momento de desvelarle el secreto.
Miró a su alrededor y observó una frase roja escrita sobre sus cabezas: Bar y Champaña, leyó.
―¿Y si bebemos algo? ―le propuso.
Él siguió la dirección de su mirada y sonrió:
―Es una idea fantástica.
Podía ser un error hablarle de un tema tan delicado en un lugar público pero aquella era una ocasión particular y ella no quería desaprovecharla. Lo debía intentar. Era todo tan perfecto.
A la segunda copa de champaña decidió darle la tan temida noticia. Respiró hondo mientras sentía el latido veloz de la arteria del cuello: ¡Coraje… ten fe!
―Johnny, debo decirte una cosa, es importante.
Él posó la copa sobre la mesa:
―Te escucho.
―En estos últimos meses mi atención ha estado concentrada en el trabajo; lo sabes, ¿verdad?
―¿A dónde quieres llegar?
―Bueno, sabes…
―¡Qué difícil era!
―Loreley, ¿qué te pasa? ―él comenzaba a ponerse nervioso. Cambió de posición.
―Estoy embarazada ―le dijo.
Había intentado adivinar infinidad de veces cuál sería su reacción. Se había imaginado de todo pero no que se echase a reír.
―Esto es realmente gracioso. No conseguirás atemorizarme. No me lo trago.
¿Atemorizarle? Se quedó desconcertada. Los pensamientos se cruzaban unos con otros y no consiguió pronunciar una palabra más pero la expresión de la cara debía ser elocuente, porque él se puso a reír.
―Tú tomas la píldora, ¡no puedes estar embarazada! No bromees con esto.
―No estoy bromeando.
―¿Has dejado de tomarla sin decírmelo? ¿Sin preguntar mi opinión? ―le preguntó en voz alta.
―No es de esa manera. No te alteres, baja el tono… ―le suplicó casi susurrando.
―¡Ahora entiendo tu comportamiento de estos últimos días!
―Intenta calmarte, ¡te lo suplico!
―¿Cómo puedes pretender que permanezca tranquilo después de haberme puesto contra la pared? ―su mirada parecía manifestar desprecio ―¿Cómo has podido hacerme semejante putada?
Empezó a marcharse pero ella lo paró agarrándolo por el brazo. Él, a su vez, detuvo su mano apretándole la muñeca:
―No me toques… ―le advirtió. Luego la soltó y sin añadir nada más la dejó plantada en el local.
Todavía incrédula ella lo observó emprender la salida del bar con paso rígido y veloz. Desde su punto de vista no podía no darle la razón pero ella no lo había hecho adrede, esto debía servir de algo.
Desilusionada pagó la cuenta y se marchó hacia el ascensor.
Durante el descenso de la Torre lanzó una última mirada a la ciudad que estaba debajo de ella, con el corazón batiéndole tanto que parecía querer salir del pecho.
Apoyó la frente sobre la pared de vidrio y cerró los ojos. Al sentir que comenzaban a salir