Máscaras De Cristal. Terry Salvini
de pantalones vaqueros, un jersey de cuello alto, un abrigo de tejido impermeable y un par de botines de tacón bajo. Cubrió la cabeza con una boina de lana peinada, a fin de esconder el apósito, y se cubrió el cuello con una bufanda de la misma tela.
Después de haber comprobado que no se había olvidado nada en el baño y en la habitación, descendió al vestíbulo y pagó la cuenta del hotel dejando en depósito el equipaje, para ir al hospital libre de peso. Tenía cinco horas todavía para someterse al reconocimiento, recoger las maletas y llegar al aeropuerto.
Hizo que llamasen a un taxi y lo esperó sentada en la butaca.
Para estar segura de poder enfrentarse al viaje de regreso se había quedado más tiempo del previsto en el hotel, donde había intentado superar el aburrimiento leyendo y mirando la televisión. Salía de la estancia sólo para bajar al restaurante. El personal se había comportando de manera amable con ella: de vez en cuando la camarera llamaba a su puerta para preguntar si necesitaba algo.
En esos días había recibido dos llamadas. La primera había sido de Davide, que le había preguntado si había alguna novedad sobre ella y su novio. Cuando le había contado la fuga de Johnny y el accidente, él se había quedado al principio sin palabras; luego, había tenido un ataque de ira que había desfogado en coloridos insultos, seguidos por una serie de consejos.
Le había también ordenado que se quedase en la habitación calentita y segura, ¡como si ella hubiese querido sumergirse en la movida, con la rodilla todavía hinchada! Después de aquella regañina le había prometido que iría a buscarla al aeropuerto.
La segunda llamada, en cambio, era de una enfermera que le había comunicado el resultado del examen que faltaba, aconsejándole que fuese a una revisión antes de volver a su país. Dado que ya había cambiado el vuelo para el día siguiente Loreley enseguida había reservado cita para el mismo día de la partida.
La llegada del taxi puso fin al discurrir de aquellos breves recuerdos sobre sus últimos días en París. Loreley entró en el vehículo fulminando con la mirada al conductor, molesta por la larga espera.
―Lléveme al Hospital Sant Louis, por favor. ―se colocó en el asiento. ―Si en Manhattan tuviese que esperar tanto para coger un taxi, llegaría antes a la oficina a pie ―pensó en voz alta.
―¡Entonces, hágalo! ―le dijo el taxista molesto, en un inglés no muy correcto, con el vehículo todavía parado en el borde de la acera. Se volvió a mirarla con una media sonrisa ―¿Sabe? Sólo queda a un par de kilómetros.
Ella ni pestañeó. ―Lo habría hecho pero voy al hospital. ¿Esto no le sugiere nada?
Lo pensaba en serio. Si no hubiese sido por la rodilla todavía fastidiada hubiese ido realmente a pie, de esta forma habría aprovechado para darse un buen paseo, después de cuatro días en la cama.
El taxista movió la cabeza, luego volvió a poner el coche en el carril. Loreley se apoyó en el respaldo intentando calmarse, cada vez que se ponía de malhumor en un taxi la tomaba con quien conducía, era consciente de ello; pero más media hora de espera era realmente demasiado.
¡Venir a París para sufrir todo esto!
Seguramente Kilmer se estaba riendo, se dijo, pensando en la llamada que le había hecho al día siguiente de su alta en el hospital.
En cuanto llegó a la recepción pidió ser recibida por el doctor Legrand que, sin embargo, aquella mañana estaba ocupado en planta; según la enfermera debería contentarse con el de turno pero ella no tenía ninguna intención de dejarse tocar por las manos de otro hombre.
Insistió en su petición hasta que, ante tanta obstinación, la empleada de cabellos cobrizos y las gafas con la cadenita no hizo un intento por contentarla o por quitársela de en medio: le dijo que preguntaría al doctor su disponibilidad para un reconocimiento privado si estaba dispuesto a pagarlo. Loreley no se lo pensó dos veces para enarbolar la tarjeta de crédito.
Fue obligada a esperar más de una hora pero, finalmente, el doctor Legrand encontró tiempo para recibirla.
Después de haberle curado la herida de la cabeza la hizo sentar en su estudio, un lugar más acogedor que el frío consultorio en que la había recibido y más adecuado para una conversación privada.
―Hoy se va, entonces, miss Lehmann.
―París es una ciudad estupenda pero no veo la hora de volver a New York, después de esto… ―señaló el apósito en el lado derecho de la cabeza, sobre la oreja.
―Lo imagino. Hace tiempo que me prometo a mi mismo volver a su ciudad pero al final voy siempre a otro sitio, a lugares más cercanos; no consigo coger bastantes días de asueto para permitirme un viaje tan largo. ―cruzó las piernas y se apoyó en el respaldo de la silla. ―Debería organizarme mejor con el trabajo, para tener por lo menos, de esta manera, una semana para disfrutar de las vacaciones.
―Bueno, si viene, dígamelo. Estaré feliz de volverlo a ver y de poderle mostrarle algunas vistas interesantes y poco conocidas para corresponder a su disponibilidad.
Él sonrió y Loreley volvió a pensar, por enésima vez, que realmente se parecía mucho a Jack Leroy.
Abrió el bolso y sacó de la cartera un pequeño cartón rectangular impreso.
―Esta es mi tarjeta de visita con el correo electrónico y el número del teléfono móvil del trabajo. El personal ya lo tiene pero, para evitar que usted lo deba buscar… ―cogió un bolígrafo negro de encima del escritorio, giró la tarjeta y escribió el número. ―Aquí está. Llámeme cuando quiera: en el caso de que no le responda enseguida, deje un mensaje y le llamaré.
Él alargó la mano, cogió el trozo de papel y leyó el encabezamiento mientras levantaba una ceja.
―Así que usted es abogada.
―Sí, penalista.
Legrand metió la tarjeta en el bolsillo de la bata.
―Si tuviera que ir a New York tendré en cuenta su oferta.
Cogió el sobre blanco que había al lado del expediente de urgencias y extrajo un folio.
―Miss Lehmann, vayamos al grano: las hCG están dentro de los parámetros normales, aunque son un poco altas. Dado que su embarazo está en sus comienzos no necesita correr enseguida al médico, sobre todo ahora que le hemos hecho los análisis y que son todos normales; dentro de un mes, cuando comience con los controles de rutina lleve con usted también esto. ―Le dio el folio.
Loreley lo metió de nuevo en el sobre y a continuación en el bolso.
―A decir verdad tengo ya una cita: para la próxima semana. Un poco pronto, lo sé, pero querría tener respuestas a algunas preguntas.
―Si puedo ayudarla, yo...
―Claro que podría pero temo robarle demasiado tiempo a sus pacientes.
―Hagamos lo siguiente ―le respondió dando una ojeada al reloj de pared ―dentro de una hora es mi descanso para comer. ―Enderezó la espalda y avanzó hacia ella ―si quiere, podemos hablar sobre esto mientras comemos algo: ¿qué le parece?
Loreley hizo sus cálculos: faltaban unas tres horas para la salida del avión, por lo tanto conseguiría cogerlo si no se extendía hablando.
―Es una excelente idea. Si a usted le parece bien a mí también. Prometo ser concisa.
***
Sentada en el asiento del avión, con un vaso de té en la mano, Loreley reflexionaba sobre lo que le había dicho el doctor Legrand. El hecho de que ella se hubiese quedado embarazada a pesar de que hubiese tomado regularmente la píldora, podía ser debido a distintos motivos. El mes anterior había estado enferma algunos días con el estómago revuelto. Como consecuencia el médico le había prescrito unos desinfectantes intestinales; sin hablar de los analgésicos que a menudo tomaba para el dolor de cabeza. Todo esto podía haber causado la mala absorción