Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Máscaras De Cristal - Terry Salvini


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      ―Perdona, haz como si no te hubiese dicho nada.

      ―Déjate de excusas y dime quién es ese tío.

      ―Lo he conocido cuando estaba en el hospital y… ―se bloqueó. ¡Maldita sea! No quería hablarle de la caída.

      ―¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué ha ocurrido?

      ―Nada grave. ¡Estoy bien, de verdad! ―tiró un mechón de cabellos detrás de la oreja para escuchar mejor.

      ―¡Dime la verdad! ―insistió Hans con voz brusca.

      Cuando él usaba aquel tono significaba que no pararía hasta que no recibiese una respuesta convincente.

      ―Tropecé en las escaleras del hotel, en París, pero no me he hecho mucho daño, por suerte: sólo una rodilla hinchada y unos puntos en la cabeza.

      ―Paso a verte.

      ―Ahora no. Todavía me tengo que recuperar del viaje ―sólo faltaba que viniese a visitarle: notaría la ausencia de Johnny.

      ―Iré más tarde, así tendrás todo el tiempo para reposar.

      ―Necesito estar en paz. ¡No insistas! Y te aviso, si vienes de todas formas: no te abro.

      Transcurrieron unos segundos de silencio.

      ―De acuerdo, pero nos vemos entre semana, ¿entendido?

      ―Digamos que mejor voy yo a verte, con frecuencia paso cerca de donde vives. De esta manera también veré a Ester.

      ―A ella le encantará, seguro. Ahora háblame de ese hombre: has dicho que lo has conocido en el hospital. ¿Es un médico?

      ―Es el que me ha puesto los puntos. Y repito: este tío es el vivo retrato de Jack con barba; cuando, a continuación, lo he escuchado hablar me he dicho que no podía ser él: su inglés no es perfecto como el del otro y el acento es francés. Además el personal del hospital se dirigía a él como el doctor Jacques Legrand. Así que está claro que no puede ser tu cuñado. Me miraba como si fuera una desconocida.

      ―Realmente extrañas las sorpresas de la vida…

      Loreley tuvo la impresión de advertir en la voz del hermano también un algo de preocupación, además de perplejidad.

      ―También yo lo he pensado.

      ―Por favor no le digas a Ester lo que me acabas de decir. Le ha costado mucho tiempo aceptar la desaparición de la única persona que le quedaba de su familia.

      ―¡Pues claro que no! Tranquilo.

      ―¿Y John?

      ―Está bien, mucho mejor que yo. En este momento está en el trabajo. ―estaba convencida.

      ―Salúdalo de mi parte. Debo dejarte, perdona: dentro de unos minutos tengo una reunión. Avisa también a mamá que estás en casa e intenta reposar.

      Un poco más de reposo y para volver a caminar bien necesitaría de la fisioterapia, pensó resoplando.

      ―Mañana tengo que volver al bufete o Kilmer me despide de verdad.

      ―Intenta mantenerte firme con él, no te dejes atemorizar. Nos vemos entre semana.

      8

      Sonny cerró el piano y colocó folio y lápiz sobre la superficie del instrumento; la nueva composición requería mucha concentración y en esos últimos días escaseaba.

      Se levantó de la banqueta, salió del estudio y abrió la puerta francesa del salón para ir al jardín: necesitaba aire fresco para despejarse.

      Desde que había vuelto a ver a Loreley, en la pista de patinaje, pensaba a menudo en ella y, a pesar de que intentaba centrarse en el trabajo, no conseguía apartar de su cabeza las imágenes de aquel rostro de rara belleza nórdica y de esa única vez juntos. Le había ocurrido otras veces estar con una mujer una sola noche y luego dormir tranquilo; no comprendía por qué con Loreley debía ser distinto, pensó mientras oía un taconeo.

      Vio a la gobernanta, una mujer de mediana edad y con el rostro enjuto, acercársele enarbolando una vestimenta gris.

      ―¡Mister Marshall, ahí fuera hace frío! Póngase esta chaqueta ―le dijo en cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para entregársela.

      ―Gracias, estoy bien así.

      ―Cogerá un resfriado si lleva puesta sólo una camisa… ¡y además medio desabotonada! ―se colgó en el brazo la chaqueta y le abrochó los primeros botones de la camisa.

      Él la paró.

      ―Louise, no soy un niño. Sé lo que hago.

      Una ráfaga de viento levantó del suelo un montón de hojas secas: algunas acabaron entre los cabellos de la mujer que, molesta, intentó sacárselas de encima.

      ―¿No ve qué tiempo hace? ¡Dentro de poco caerá un aguacero! Déjeme hacer. ―Lo miró con decisión, con sus ojos oscuros hundidos.

      Sonny le quitó la chaqueta del brazo y la apoyó abierta sobre los hombros. Sabía que no se iría hasta que no se cubriera. La diligencia de la gobernanta a veces era irritante como la picadura de un mosquito pero se había encariñado con él y parecía que no había otra manera para demostrarle su afecto sino tenerlo siempre vigilado.

      Cuando Louise volvió a sus labores Sonny reprendió su paseo por el sendero que lo llevaría hasta la fuente.

      La observó desde una cierta distancia, concentrándose sobre los dos saltos de agua: el primero se elevaba para luego curvarse y caer en el estanque que había debajo; el segundo, en cambio, descendía desde aquella a la tierra con sutiles chorros en cascada.

      ―Ester. Las cascadas y fuentes le encantan… ―murmuró.

      La voz traicionaba el sufrimiento que todavía sentía.

      Movió la cabeza: ¿Por qué pensar de nuevo en aquella mujer? Ella había escogido y ahora era feliz con Hans; esto le aliviaba el dolor de haberla perdido. Se le escapó una sonrisa amarga. No podía perder lo que nunca había poseído.

      ―Si no fuese por él, ahora Ester estaría aquí, conmigo, en esta casa y…

      Desechó con un gesto de la mano aquellas palabras molestas. ¡Basta ya! Debía dirigir la atención hacia otra cosa o hacia otra persona. Por ejemplo una muchacha con largos cabellos rubios y los ojos azules.

      Loreley volvió a ocupar sus pensamientos, que se agitaron buscando un orden lógico propio, mientras las imágenes se volvían por momentos más nítidas, a ratos desenfocadas, siguiendo los recuerdos de aquella única noche pasada con ella. Sintió el deseo de tenerla allí, aunque sólo fuese para tener una pequeña charla, a lo mejor delante de una copa de champaña. Pero esa muchacha siempre se le escapaba, no parecía dispuesta a querer volverlo a ver. El pensamiento de que se hubiese arrepentido de entregarse a él no hacía que se sintiese en paz consigo mismo.

      ¡Al diablo! Las dos únicas mujeres que había amado sólo le habían traído problemas y dolor: no estaba interesado en añadir una tercera.

      ―¡Hola, Sonny! ―le saludó una voz femenina a su espalda.

      Se le escapó una ligera sonrisa antes de girarse.

      ―Hola, Lucy. ¿Cómo es que has venido hasta aquí?

      El condado de Nassau estaba bastante lejos de Manhattan.

      ―¡Qué acogida tan calurosa! No te esfuerces demasiado en abrazarme, no querría arrugarte el traje. Pero yo no me enfado y te lo demuestro enseguida ―sin sacarle los ojos de encima, agitó una mano en el aire, como llamando la atención de alguien.

      Sonny volvió la mirada hacia su espalda y vio a la gobernanta dirigirse hacia ellos con una botella y dos copas apoyadas sobre una bandeja. Frunció el ceño.

      ―Veo


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