Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Máscaras De Cristal - Terry Salvini


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fácil. Pero ¿él merecía una explicación después de su comportamiento en París? Con razón o sin ella no habría debido reaccionar de tan mala manera y dejarla sola.

      ¿Qué confianza podía tener en un hombre que en vez de afrontar la situación huye?

      Llevó el vaso de té a la boca pero un ligero movimiento del avión la sobresaltó y un poco de té se vertió sobre el suéter.

      ¡Porras, estaba más torpe que nunca! Se secó con la servilleta de papel que la asistente de vuelo le había dado junto con la bebida y los pensamientos recomenzaron en donde habían sido interrumpidos.

      En los últimos tiempos también ella había tenido un comportamiento parecido: ¿no se había escapado, por lo menos dos veces, de Sonny? ¿Había tenido agallas para confesar a Johnny lo que había sucedido entre ella y aquel hombre?

      Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y suspiró. Debía tomar algunas decisiones importantes: con respecto al embarazo, con respecto a su relación con John y con respecto al asunto pendiente con Sonny. No podía esperar continuar por ese camino y culpar a los demás. A menudo había oído decir que las mentiras traen otras mentiras hasta que ya no se sabe cómo gestionarlas. ¡Y finalmente se queda uno con el culo al aire!

      Giró la cabeza hacia la ventanilla, miró hacia abajo pero no consiguió vislumbrar la tierra.

      Todavía faltaba mucho para llegar al aeropuerto JFK donde encontraría a Davide esperándola: él siempre mantenía sus promesas. Con aquel pensamiento y aquella sonrisa en los labios se hundió en un largo y pesado sueño.

      Fue despertada sólo por la voz del auxiliar de vuelo que avisaba del inminente aterrizaje e invitaba a los pasajeros a abrocharse los cinturones de seguridad. ¡Realmente había dormido mucho! En esos momentos se sintió extrañamente serena a pesar de lo que había sucedido.

      Con gran alivio sus pies tocaron el suelo americano. Soportaba de mala manera el estar encerrada en una caja de metal durante todo ese tiempo: en esto era casi como John.

      Fuera del aeropuerto, el cambio de temperatura la obligó a pararse para abrochar bien el cuello del abrigo encima de la bufanda y ponerse el sombrero. Ante el estruendo del motor de un avión levantó la mirada: el cielo mostraba un color azul oscuro con alguna estría anaranjada, como atestiguando que el sol se acababa de poner. Las luces del avión desaparecieron en el interior de una nube oscura.

      Algunas personas caminaban rápido para coger los taxis en fila a lo largo de la marquesina mientras que otras miraban a su alrededor buscando algo o a alguien. Más o menos como ella que buscaba a su amigo Davide, por cierto.

      Lo vio en la acera de enfrente. En cuanto sus miradas se cruzaron él le sonrió y atravesó la carretera para ir a su encuentro, con sus largas piernas arqueadas que tanto la hacían sonreír cada vez que se paraba a observarlas.

      Alzó la mano para saludarlo, feliz de tenerlo como amigo. A decir verdad, en la época de la universidad, cuando se divertían juntos, lo hubiera escogido incluso como futuro marido, si no hubiese sido por un pequeño detalle: finalmente él había comprendido que le atraían más los hombres.

      ***

      Volver a una casa vacía nunca es placentero pero para Loreley fue como recibir un puñetazo en el estómago. No sólo no estaba John, como ya imaginaba, sino que se había llevado la mayor parte de sus efectos personales.

      El vestidor había sido vaciado a medias: sólo había dejado los trajes de verano. En los muebles del baño no había nada más que lo suyo, aparte de una maquinilla de afeitar desechable, ya inutilizable.

      Comprobó todo el apartamento de arriba abajo, abriendo las ventanas para renovar el aire a pesar de que afuera hiciese un frío de mil demonios. Buscó otros indicios que le pudiesen sugerir lo que había hecho John en su ausencia pero poco había que comprender: él volvería sólo para recoger el resto de sus cosas.

      Vació la maleta trolley, puso la ropa sucia a lavar y se dio una ducha sin mojar el pelo para evitar empapar la venda. Todavía faltaban tres días antes de que debiese ir al médico para que le sacasen los puntos. Dio una ojeada a la rodilla y observó que la hinchazón había disminuido y la asimetría entre la derecha y la izquierda apenas se notaba. El dolor lo sentía si apretaba el dedo contra la rótula, en caso contrario percibía sólo una sensación de calor y entumecimiento de la piel.

      En vez de volverse a vestir se puso una túnica de pesado raso rojo oscuro y se tiró en el sofá para descansar.

      En la sala todo parecía inmutable: la mesita redonda de madera blanca, encima una bandeja con velas perfumadas de diversas formas; la vitrina llena de vasos de cristal y de platos de la época victoriana; las repisas con los libros, los adornos comprados en distintos mercadillos de antigüedades; un espejo con el marco de madera découpage; la chimenea de ladrillos con las paredes de vidrio y el mueble bar con los altos taburetes.

      Cada cosa era perfecta y estaba en su sitio habitual.

      Ella, en cambio, comenzaba a sentir una cierta desazón, un sentimiento de no pertenencia. Había cogido aquel loft en alquiler junto con John y, sin él llenándolo con su presencia, no lo sentía ni siquiera suyo. Dividían los gastos por la mitad pero ahora ella debería pagar todo y no estaba muy segura de podérselo permitir sin menoscabar el fondo fiduciario que le había dado su padre cuando se había ido de casa, algunos años atrás.

      Se había prometido a si misma no coger ni un dólar de aquella cuenta: quería apañárselas sola. Para estar segura, sin embargo, debía dejar aquel apartamento y coger otro más pequeño en una zona menos costosa. Antes de ir a una agencia debía estar segura de qué rumbo tomaría su relación con John: quería darle tiempo para reflexionar y volver atrás para no arrepentirse un día de no haberlo intentado, y para dar a su hijo lo que le correspondía por derecho: una familia y el amor de sus dos padres.

      Un rugido al estómago le hizo comprender que debía comer algo, pero en el estado emotivo en el que se encontraba no le apetecía ponerse a cocinar. Mira habría podido prepararle algo bueno si hubiese estado en casa. Le había concedido otro día de asueto para tener tiempo para reflexionar sobre qué hacer, porque no sabía qué se habría encontrando al volver a casa.

      Lo lamentaría mucho si un día se veía obligada a decirle que debía buscar otro trabajo. Se había encariñado con aquella mujer tan trabajadora, la de los mil recursos; confiaba mucho en ella y despedirla sería una gran pérdida. También Mira parecía muy comprometida con ella: a menudo le decía que nunca la habían tratado tan bien como en aquella casa y que nunca querría dejarla. ¡Pobre Mira!

      Se tocó el vientre. Rió con un sonido agudo, discontinuo, nervioso, hasta que aquel reír se transformó en un llanto que liberó la tensión de aquellos días haciéndola caer en un letargo mental.

      El sonido agudo de su teléfono móvil le recordó que tenía que cargarlo. Con gestos lentos se levantó, lo cogió y lo conectó a la toma de corriente; a continuación, intentó dormirse pero no lo consiguió.

      Entonces decidió llamar a Hans; necesitaba escuchar una voz familiar. Le sucedía cada vez que se sentía baja de moral, a diferencia de John que, en cambio, se encerraba en sí mismo.

      John… ¡siempre en su cabeza!

      Con gestos nerviosos marcó el número.

      ―Loreley, ¿cómo estás? ¿Te has divertido en París? ―le preguntó el hermano.

      ―Pues claro que me he divertido… ―patinó sobre la última sílaba y se aclaró la voz.

      ―¿Seguro que todo va bien?

      ―Hace poco que me he despertado y todavía me siento atontada. ¿Ester y tú qué tal lo habéis pasado?

      ―Bien. Yo todavía estoy en la oficina mientras que ella está con mamá.

      ―A propósito de Ester, sabes, en París he conocido a una persona ―dudó, ¿era importante decírselo? Quizás no, pero ¿por qué no hacerlo? ―Verás, esta persona que he conocido,


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