Máscaras De Cristal. Terry Salvini
La débil torpeza que todavía le envolvía la mente estaba desvaneciéndose. Unos segundos más y consiguió abrir los ojos.
Lo primero que enfocó fueron las puertas de un gran ascensor que se cerraban, luego la silueta de una mujer en bata blanca que se disponía a pulsar un botón.
Poco después, desde la camilla la transportaron a una cama.
―Mañana estará mejor ―la tranquilizó la enfermera mientras colocaba el gotero en el mástil.
―Mi niño… ―consiguió decir tocándose el vientre.
***
Loreley se despertó con dificultad. A pesar de que ya era bien entrada la mañana, todavía tenía sueño: aquella noche le había sido imposible dormir tranquilamente, entre timbres que sonaban con insistencia, pasos apresurados por los pasillos, voces que susurraban y luces encendidas.
Una mano se posó sobre su brazo. Era una enfermera.
―Miss Lehmann, debe venir conmigo; el doctor querría hablarle. Sabe, por el alta.
―¡Oh! ¡Voy, entonces!
―El médico le explicará todo. ―Se inclinó para ayudarla a bajar de la cama.
Aunque tenía la cabeza dolorida y la rodilla hinchada, Loreley rechazó su ayuda y, cojeando, la siguió.
Mientras estaban de camino oyó una discusión que provenía de una habitación del pasillo.
―No lo entiendo, debe haber sido una confusión…
―Doctora Duval, le había pedido que tuviese bajo control los resultados de los análisis, en particular el valor de los hCG; observo que falta precisamente esto.
Era una voz que ella ya había escuchado.
―Aquí… entre aquí, señora ―le dijo la enfermera, señalando la puerta entreabierta de la habitación de la que salían las voces. Luego la abrió de par en par para facilitarle el paso.
Un olor a desinfectante flotaba en la salita. La persona sentada en el escritorio ni siquiera levantó los ojos de los folios que estaba examinando; Loreley notó sólo sus cabellos cortos y oscuros, los anchos hombros debajo de la bata blanca y las manos de piel dorada. La figura de aquel médico le provocó una cierta inquietud, a diferencia de su voz, que en cambio conseguía tranquilizarla.
La joven doctora rubia, que estaba de pie al lado de ella, le lanzó una rápida ojeada y luego la invitó a sentarse.
―Miss Lehmann, parece ser que sus condiciones de salud son buenas y… ―le dijo, ésta última, en un inglés apenas comprensible.
―Por desgracia nos falta todavía un análisis ―la interrumpió el otro. ―Puede volver a casa, miss Lehmann. En cuanto tengamos los resultados los podremos en su expediente ―continuó el hombre alzando el rostro y posando la mirada sobre Loreley.
Sólo entonces ella pudo ver sus rasgos, los ojos azules oscuros, como el cielo al atardecer.
―Si hubiese novedades se lo comunicaremos: déjenos su correo electrónico y… Miss Lehmann ¿le sucede algo?
―¡¿Jack?! ¿Jack Leroy? ―gritó Loreley.
―¿Perdone, cómo dice?
Ella lo miró, sin poder decir nada. ¡Dios mío, se parece a él! Era idéntico al hermano de Ester, con barba…
El médico se levantó con una expresión preocupada y se acercó a ella, luego se volvió hacia la colega.
―Llame al doctor Julies.
―Enseguida, doctor Legrand ―le dijo ella levantando el auricular del teléfono.
¿Doctor Legrand? ¡Mira qué era estúpida!, pensó Loreley, desilusionada. Jack hablaba un inglés perfecto, aquel desconocido se las apañaba, cierto, pero su pronunciación de las vocales era cerrada, la erre arrastrada y el acento más dulce.
Al intuir su preocupación lo paró:
―Estoy bien, se lo aseguro. Me pareció solamente que ya le había visto….que lo conociese, en suma; pero me he equivocado.
―Entonces podemos proceder con el alta ―volvió a sentarse, cogió la pluma que la doctora le pasó y garabateó algo en un par de folios ―¿Puede avisar a alguien para que venga a recogerla?
Loreley se puso tensa, cerró los puños y bajó la mirada sobre el grupo de expedientes color pastel a un lado del escritorio.
―Miss Lehmann… ―volvió a llamarla él.
Ella levantó de nuevo los ojos y se encontró con los de aquel hombre que la observaban atentos; intentó asumir una actitud más distendida.
―¿Ha venido a París sola? ¿Hay alguien aquí que pueda ayudarla?
Ella pensó en Johnny pero desterró enseguida aquella idea. Quizás ya estaba en New York. Se ajustó un mechón de cabellos detrás de la oreja.
―Hace poco que me ha dicho que puedo marcharme. No necesito nada ni a nadie ―afirmó con tono decidido.
Vio aparecer en su rostro una expresión entre la sorpresa y el escepticismo. Mentir a una persona con una mirada tan intensa e inteligente no era para nada fácil. La posición de defensa que había asumido la estaba traicionando. Pero, después de todo, ¿no le correspondía a ella decidir sobre si misma?
―Le aseguro que estoy diciendo la verdad. No tengo nadie con quien contactar y puedo arreglármelas sola.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
―Perfecto, será dada de alta como hemos establecido ―dijo el doctor. ―Mientras tanto le prescribo la terapia que deberá hacer en casa.
Le tendió la mano para entregarle un par de folios.
Ella los cogió y los dobló sin ni siquiera darles una ojeada. Quería escapar lo antes posible de aquella situación que la molestaba.
―Por suerte no ha habido consecuencias y el niño está bien, pero permanezca por lo menos un par de días en reposo ―prosiguió él. ―En cuanto a los puntos en la cabeza se los podrán quitar dentro de una semana en cualquier hospital. Y mantenga la rodillera durante unos catorce días o como máximo veinte.
―Claro, lo haré.
―Sería mejor que usted volviese aquí para un reconocimiento antes de que se marche: es una precaución que le aconsejo.
―Lo pensaré. Debería hablar también con el seguro médico. Le doy las gracias, doctor Legrand ―se despidió mientras se levantaba sosteniéndose en el apoya brazos de la silla. Miró al otro médico:
―Doctora…
Se esforzó por sonreír, despidiéndose con un movimiento de cabeza, a continuación se volvió para abandonar la enfermería con la mente que parecía vacía de todo tipo de pensamiento, pero con la rabia que nunca hubiera creído sentir hacia John y hacia si misma.
En ese estado emotivo bajó el umbral de atención y apoyó el peso sobre la pierna equivocada. Tendió los brazos hacia delante en busca de un punto de apoyo, pero éstos golpearon un recipiente de metal en forma de haba que se desplomó al suelo con un gran estrépito, vertiendo el contenido.
Con la rodilla sana y las palmas de las manos en el suelo, Loreley miró el daño producido, no sabiendo si reír o llorar.
Sintió a su espalda dos manos fuertes que la ayudaron a levantarse, mientras un enfermero se apresuraba a volver a poner en orden jeringuillas, tubos de pomada, gasas y tijeras en el contenedor.
―¿Todo bien, miss Lehmann? ―le preguntó Legrand.
―Sí, no ha ocurrido nada. Gracias, doctor, he olvidado que me había dañado la pierna: siempre he sido un poco torpe. Ahora puede reírse, si quiere ―bromeó.
El