Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Máscaras De Cristal - Terry Salvini


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a salir con Ethan?

      ―Como siempre. Pero no te preocupes, esta vez no llegaré tarde.

      El hombre dejó de abrazarla y, después de darle un ligero beso en la sien, abandonó la estancia.

      Loreley se metió bajo las sábanas pero le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que se sentía contenta de que Johnny saliese sin ella por la noche. Aún no se había recuperado de lo que había ocurrido en la boda de Hans que ya estaba metida en algo que le venía grande. Ninguno de los dos había considerado traer un niño al mundo, no en este momento.

      ***

      Dos días después, Loreley todavía no había decidido informar a Johnny que sería padre por segunda vez. Quería mantener para ella ese secreto, aunque en un atisbo de racionalidad se prometió a sí misma decírselo lo antes posible, con la esperanza de que no reaccionase mal.

      No conseguía procesar que se había quedado embarazada a pesar de todas las precauciones. En casa no hacía otra cosa que pensar en ello; sólo cuando estaba en la oficina conseguía tener un respiro: el trabajo la tenía ocupada, dándole un poco de tregua.

      Aquel miércoles por la mañana se encontraba en la sala del tribunal con su asistido, Peter Wallace.

      Loreley había visto imputados nerviosos, arrepentidos, preocupados, atemorizados o incluso complacidos de sí mismos, pero nunca le había ocurrido ver una expresión tan indiferente en uno de ellos. Para su defendido era como si aquello que estaba ocurriendo a su alrededor no fuese con él. Estaba allí, sentado a su lado, con los ojos fijos mirando hacia adelante, sin reparar en nada concreto, las manos cruzadas en una pose más propia del interior de una iglesia que de la sala de un tribunal.

      Loreley había conocido al juez Henry Palmer durante las prácticas de pasante y lo estimaba por su humanidad que, sin embargo, no dejaba transparentar por sus ojos semi escondidos por los caídos párpados superiores y los labios sutiles siempre cerrados. Raramente lo veía sonreír durante una audiencia. A ojo de buen cubero debía haber engordado al menos una decena de quilos desde la última vez que lo había visto: ahora su panza presionaba el borde del estrado. Ni siquiera la toga conseguía enmascararla.

      El juez se ajustó las gafas sobre la nariz antes de formular la pregunta esperada.

      ―¿Cómo se declara su cliente?

      La voz sonó alta, un poco ronca, como si acabase de recuperarse de un dolor de garganta.

      Ella se volvió hacia Peter Wallace, que no se movió ni un centímetro. El único detalle que le hizo comprender que estuviese vivo fue un ligero movimiento, apenas perceptible, en la mandíbula bien modelada.

      ―Inocente, Su Señoría. Mi cliente no tiene antecedentes penales, siempre ha llevado una vida tranquila y el crimen por el que es imputado aún está por demostrar. Las pruebas a su cargo se basan solamente en un testimonio poco fiable. Pido la libertad condicional.

      ―Fiscal… ―dijo el juez, invitándolo a hablar.

      ―El imputado no tiene antecedentes penales, es verdad, pero como ya se ha probado tiene una naturaleza agresiva: siempre hay una primera vez para cualquier acción. Además, podría abandonar el Estado, su familia tiene medios para ayudarle. Solicito que la petición de la defensa sea rechazada.

      Después de una atenta reflexión el juez decidió:

      ―La libertad condicional es denegada.

      El golpe seco del mazo puso fin a la audiencia.

      Esta vez su cliente se giró hacia ella mostrando unos ojos verdes carentes de luz.

      ―Lo siento.

      ―Yo no he sido. Sé que nadie me cree; ni siquiera usted, abogada.

      No había humildad en el tono ni autocompasión, pero tampoco arrogancia. Lo vio apartarse de los ojos un pequeño mechón de cabellos rizados, de color rojo Tiziano.

      ―Hasta luego, abogada Lehmann ―se despidió de ella un momento antes de que los agentes se acercasen para escoltarlo fuera de la sala del tribunal.

      Ella se alejó rápidamente: otro acusado y su abogado defensor acababan de entrar y estaban a punto de coger su puesto.

      Una vez que llegó a casa Loreley se tiró en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Había trabajado como el resto de los días pero se sentía más cansada de lo normal. Incluso el olor del popurrí que impregnaba el aire le parecía más fuerte de lo habitual. Torció la nariz.

      Cuando poco tiempo después entró John, ella lo saludó desde el sofá levantando una mano: estaba demasiado cómoda para ponerse en pie e ir a su encuentro.

      ―¿Estás bien? ―le preguntó él acercándose. ―Ni siquiera te has cambiado.

      ―Estoy cansada en estos últimos tiempos, lo sabes.

      Él se sacó el gabán, lo tiró sobre el apoya brazos del sofá y, después de sacarse los zapatos, se sentó a su lado.

      ―¿Por qué no te coges unos días?

      ―No puedo.

      Johnny arrugó la frente.

      ―¿Debido al caso del que te estás ocupando?

      ―Sí, claro.

      ―Tomarte un fin de semana no afectará en nada a tu cliente mientras que a ti sólo te beneficiará.

      ―No sé si es el momento...

      ―¿Ni siquiera si te pidiese venir conmigo a París este fin de semana?

      Loreley abrió los ojos de par en par.

      ―¡Cuando viajas por trabajo nunca me pides que vaya contigo!

      ―Sé que adoras París y que hace mucho que no vas. Realmente te veo muy mal y no me gusta.

      ―Bueno, entonces podría pensarlo un poco ―le dijo mientas con una caricia le apartaba unos cabellos de la frente.

      John le sonrió:

      ―¿Pensarlo un poco?

      Loreley reflexionó rápidamente: debería hablar con él, antes o después, y no podía dejar pasar más tiempo si no quería que empeorase la situación. Quizás París era la ocasión y el lugar adecuado para aquel género de revelaciones.

      ―Vale. Nada de pensarlo: la respuesta es sí, iré contigo.

      ―Salimos el viernes por la mañana, al amanecer. Y no es una forma de hablar. Así que habla con tu jefe y pídele que te dé libre hasta el lunes. París no está a la vuelta de la esquina.

      Tendría que trabajar duro para que Kilmer digiriese su ausencia.

      Bueno, le daba igual, ¡estaba en su derecho!

      ***

      ¡París! La ciudad del amor por antonomasia y antiguo refugio de artistas de todo tipo: eran las frases que Loreley estaba leyendo en un folleto del hotel.

      Lo volvió a poner donde estaba, sobre su mesita de noche color marfil. Quién sabe si aquella ciudad les ayudaría, a ella y a John, a consolidar el sentimiento que los mantenía juntos. Lo esperaba con toda su alma.

      Se dirigió a la puerta francesa de madera blanca y la abrió, asomándose al pequeño balcón con la balaustrada de hierro forjado. Estaba en el cuarto piso de un encantador hotel de estilo modernista en el centro de la ciudad, en el bulevar que se introduce en Rue de Rivoli, la calle que flanquea el museo del Louvre.

      El sol se había puesto hacía horas pero el aire no era tan húmedo y fresco como imaginaba que pudiese ser en aquella época del año. Observó la plaza arbolada de abajo, con los bancos diseminados, donde se exhibía una fuente de mármol. Sobre la acera se extendía una fila de bicicletas de alquiler mientras que un poco más allá discurría la calle, a esa hora poco transitada, con sus numerosas tiendas.

      En


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