Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Máscaras De Cristal - Terry Salvini


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Sonny seguramente se alejaría de ella después de su comportamiento. Se había esforzado, había estado bien dispuesto a aclarar las cosas con ella, pero la suerte había decidido que no era el momento apropiado.

      Cruzó el umbral de casa cuando eran las seis y se encontró con el silencio absoluto. En el sofá con chaiselongue, donde habitualmente por la noche encontraba a Johnny tumbado, todavía estaban bien colocados los cojines. Lo llamó en voz alta. Al no recibir ninguna respuesta fue a comprobar que él no hubiese ido a trabajar al estudio: cada vez que se encerraba allí se aislaba del resto del mundo. Encendió la luz pero todo estaba como lo había dejado por la mañana, incluso la sudadera tirada sobre el apoya brazos de la butaca. También estaba vacío el dormitorio.

      Aún no había vuelto.

      Recogió un par de calcetines negros de Johnny del suelo y los dejó en el cesto de la ropa sucia: el vicio de dejarlos esparcidos por la habitación nunca se le pasaría.

      Después de haberse puesto el delantal fue a la cocina para intentar preparar una cena que se pudiese considerar como tal. Cogió del frigorífico el pescado y quitó las escamas debajo del agua corriente para que no se esparciesen por todas partes, como le había enseñado Mira, su asistenta, que aquel fin de semana estaba con su familia. Loreley quería aprovechar su ausencia para pasar una velada sola con su compañero, como en los primeros días de su relación. Peló algunas patatas, las cortó en trocitos y las puso en la bandeja junto al pescado, esperando que no saliera un puré o se le quemara.

      Después de haber puesto todo en el horno, se dio una ducha rápida, se puso la ropa interior con encaje y las medias con liga de silicona, y se vistió con un corto vestido azul con el borde en diagonal. Peinó los cabellos, llevando los de delante hacia la nuca, y los recogió con un pasador muy elaborado. Terminó con un poco de maquillaje.

      Puso la mesa con esmero, poniendo en el centro un pequeño envase de vidrio con una vela encendida en su interior.

      El tiempo pasaba pero Johnny seguía sin aparecer. Lo esperó con paciencia. La cena se estaba enfriando y la vela se había consumido hasta la mitad.

      A las ocho le llegó un mensaje al teléfono móvil:

      No me esperes, como fuera con Ethan.

      Suspiró: a menudo salía con Ethan después de cenar, una vez a la semana para no perder su amistad, como le decía para justificar sus veladas con él. Esperó que esa excepción no se convirtiese en una constante. Ni siquiera se había molestado en llamar antes de que se pusiese a cocinar, cosa que él sabía que le costaba hacer.

      Debía resignarse a comer sola. Se sintió desilusionada: para una vez que le parecía que había conseguido preparar un plato decente Johnny no estaba allí para apreciarlo.

      No perdió el tiempo en recoger la mesa: puso el pescado con las patatas en un contenedor que metió en el frigorífico y se fue a la cama. Realmente estaba cansada, todavía debía recuperar el sueño perdido la noche anterior estudiando el caso Wallace.

      A la mañana siguiente vio a su lado a Johnny que dormía mientras roncaba; le sucedía cuando por la noche bebía demasiado. Era extraño que no lo hubiese oído entrar.

      ¡Quién sabe a qué hora había vuelto!

      Miró el reloj: las nueve y media. Apartó la colcha y escuchó a Johnny refunfuñar una imprecación mientras se giraba para la otra parte: el sábado él no trabajaba y si quería dormir era libre de hacerlo.

      Loreley se puso la bata azul de raso, se puso el cabello hacia arriba y después de haberse refrescado la cara se fue a la cocina. Aquella mañana se sentía lenta de movimientos, como si todavía estuviese bajo los efectos del sueño. Y sin embargo había dormido demasiado aquella noche. Necesitaba un montón de café que la despertase del todo.

      Estaba a punto de echárselo en la taza cuando sintió una presencia a su espalda.

      Se volvió y vio a Johnny; los cabellos cortos estaba echados hacia delante y los ojos mostraban la esclerótica enrojecida y estaban rodeados por unas evidentes ojeras que revelaban insomnio.

      ―¿Me echas también a mí un poco? ―le preguntó rascándose la mejilla por la barba recién salida.

      ―No pensaba que te fueses a levantar todavía.

      Lo sintió murmurar algo incomprensible pero evito hacérselo repetir. A veces se despertaba de mal humor y esa mañana debía ser una de esas porque, además de tener una expresión seria, no le había dado ni siquiera el habitual beso de buenos días.

      Johnny bebió el café de pie y posó la taza en la mesa de mala manera.

      ―¿Qué quieres comer? ―le preguntó ella mirándolo perpleja.

      ―No tengo hambre.

      ―¿Pero puede saberse que te ocurre esta mañana? ―le preguntó cruzando los brazos y parándose enfrente de él.

      ―Asuntos de trabajo.

      ―¿Lo puedo saber?

      ―Sé que no me dejarás en paz hasta que no te lo diga ―se rascó detrás del cuello. ―Debo trabajar en un proyecto pero para hacerlo es mejor ver el lugar en persona.

      ―¿Dónde está el problema?

      Él hizo un ruido que parecía más una risa sarcástica.

      ―¿Dónde está el problema...? ―repitió irritado. ―El problema es que el sitio está en París.

      Loreley lo miró alarmada.

      ―¿París? No me dirás que tienes que irte otra vez.

      ―No es seguro, pero hay buenas probabilidades de que deba ir allí. Y no tengo ganas de volver a viajar en un plazo tan corto desde la última vez.

      ―¿Cuándo lo sabrás seguro?

      ―Antes del miércoles. Si es cómo pienso, deberé marcharme el próximo fin de semana.

      ―¿Hace cuánto tiempo que volviste de California? Ni siquiera tres semanas… ¡y te vas otra vez!

      ―Los Ángeles no tiene nada que ver con el trabajo, lo sabes. ¡Ya estoy bastante cansado, no te pongas tú también pesada!

      Loreley intentó mantener la calma.

      ―Me pongo el chándal y me voy a correr: necesito relajarme ―le dijo él con un pie ya fuera de la cocina.

      ―Yo, mientras tanto, preparo algo: tengo hambre y a lo mejor cuando vuelvas de correr también tú la tendrás.

      Johnny se dirigió hacia el dormitorio y Loreley se concentró en hacer el desayuno. ¿Cómo se hacían las tortitas? Ah, sí: huevos, harina, azúcar… y algo más. ¡Cáspita, no se acordaba exactamente! Cogió el teléfono móvil e hizo una búsqueda en Internet y después de unos minutos encontró la receta. La leyó rápidamente y se puso manos a la obra enseguida.

      Mientras tostaba el pan oyó el sonido de su teléfono móvil privado. Apagó la tostadora y corrió a responder. Al reconocer enseguida la voz del interlocutor dio un salto de alegría.

      ―Hola, guapa. ¿Me echabas de menos?

      ―Hans, ¿cómo estás? ¿Dónde te encuentras? ―se sentó en el taburete al lado de la encimera de la cocina.

      ―Estoy bien, tranquila. Ester y yo hemos vuelto a casa.

      ―¿De verdad? ¡Ya era hora!

      Imaginó que él estaba sonriendo.

      ―No seas envidiosa...

      ―No lo soy. ¿Y Ester dónde está?

      ―A mi lado, te manda un saludo.

      ―De mi parte. Estoy contenta de que estéis de nuevo en la ciudad.

      ―Nosotros un poco menos, pero no pasa nada. Te he llamado para decirte que mamá querría que fuésemos a comer con ella mañana. Le gustaría vernos


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