Máscaras De Cristal. Terry Salvini
las personas de esta mesa han encontrado su propia mitad: incluso Hans y Ester lo han conseguido. Quedo yo solo ―había dicho acompañando aquella última frase con un sorbo de champán, como si quisiese felicitarse consigo mismo.
―Te aconsejo que permanezcas soltero todavía por un tiempo ―había sido la respuesta divertida de Steve.
―También yo me lo aconsejo, ¿sabes? Cada día, para no olvidarlo. ¡Nada de compromisos sentimentales en los próximos años: ya he tenido demasiados!
Loreley había sentido una cierta desazón y había bajado los ojos hacia plato, intuyendo que aquel hombre estaba todavía sufriendo por Ester que, sin embargo, parecía una novia muy feliz por su decisión. Durante todo el día él no había dejado traslucir ninguna turbación pero, luego, el champán debió hacerle bajar la guardia.
―Realmente no eres el único soltero sentado en esta mesa… ¿o yo no soy un buen ejemplo? ―le había corregido Lucy, una muchacha rubia con curvas explosivas. ―A diferencia de ti, sin embargo, yo continuó por mi camino, a pesar de todo…
Había remarcado las últimas palabras, como para hacer comprender a qué, o mejor a quién, se refería con aquel a pesar de todo.
―Lo imagino, ¡nunca lo he dudado! ―le había respondido con ironía el hombre.
Una mueca de disgusto había aparecido en el rostro de la joven:
―¡Siempre es mejor que estar lamentándose!
Loreley contuvo con esfuerzo una risita. Aquella Lucy se divertía pinchándolo cada vez que tenía ocasión y él le respondía como podía, considerando que habitualmente no era del tipo que mantenía una actitud irreverente con las mujeres. Por algún motivo la muchacha transformaba sus encuentros en escaramuzas. Ahora ya se había convertido en un ritual, el único modo de comunicación entre ellos, de tal manera que, si hubiesen cambiado esta costumbre, Loreley se hubiera asombrado y a lo mejor incluso desilusionado.
Cuando vio a Lucy alejarse de la mesa para sumergirse en el baile, la atención del hombre había recaído en ella que, después, le había hecho compañía con un par de copas en la sobremesa, olvidándose de no tomar los analgésicos con poca separación de las bebidas alcohólicas.
En aquellos últimos y frenéticos días transcurridos ayudando a Ester en los preparativos de la boda y en discutir con su jefe el caso Desmond, el dolor de la nuca no la había dejado en paz. La guinda del pastel había sucedido dos días antes de la ceremonia: su novio la había telefoneado desde Los Angeles para decirle, como si no tuviese importancia, que no podría estar con ella en la boda. La discusión que se había desencadenado por esto le había acentuado la migraña obligándola a recurrir varias veces a las medicinas.
Todavía había en su mente un vacío, entre el tiempo transcurrido desde que los novios se habían ido del restaurante, seguidos por las aclamaciones festivas de buenos augurios, a cuando se había despertado en plena noche en una habitación en los pisos altos del hotel. Un agujero donde sólo existían unos flashes en los cuales se veía desnuda y aferrada a un hombre de piel bronceada que, con el peso de su cuerpo, la aplastaba contra la cama mientras la acariciaba y la besaba.
Después, la oscuridad absoluta.
De nuevo él que, rodando sobre si mismo, la ponía encima de él, a horcajadas. Recordaba sus ojos felinos que le comunicaban pasión y los labios con una sonrisa socarrona que la invitaban a dejarse llevar por cualquier deseo oculto.
Y otra vez la oscuridad total, seguida de un despertar confuso… y de una inconfesable realidad.
2
¿Qué ocurriría una vez que John volviese a casa? ¿Era realmente necesario confesar algo que ni siquiera ella sabía bien cómo había sucedido? ¿La sinceridad a toda costa era indispensable para mantener viva la convivencia de la mejor manera?
Preguntas que volvieron a atormentarla incluso mientras conducía en medio del tráfico de Manhattan. Preguntas que le sembraban dudas que nunca había tenido antes, haciéndola dudar de sus pocas certidumbres. Después de todo, ella sólo tenía veintiocho años y poca experiencia en las relaciones de pareja para estar segura de tener las respuestas adecuadas.
El sonido del teléfono móvil reclamó su atención. Pulsó una tecla del salpicadero y activó el manos libres.
―Hola, Loreley. ¿Cómo estás?
―¡Davide! ―se regocijó. ―¡Cómo me alegro! Hace tiempo que no sé de ti.
―Sí, es verdad, pero también podrías haberme llamado tú.
―Bueno, estaba muy ocupada y la boda de Hans me ha dejado sin fuerzas. E incluso las ganas de casarme, si John me lo preguntase un día.
Escuchó una breve risotada al otro lado de la línea.
―Siempre la vieja historia de la zorra que no logra coger las uvas...
―¡No me tomes el pelo, venga! Tienes algo que contarme, ¿verdad?
―Sí… algo hay.
―¡No te andes por las ramas!
―Es algo serio y prefiero hablarte de ello personalmente, si no tienes inconveniente...
―Perfecto, también a mí me gustaría pasar un rato juntos.
―Si estás libre nos podríamos ver mañana a primera hora de la tarde, en tu casa.
―¿Digamos a las tres?
―A las tres.
Loreley acabó la conversación recordando con melancolía el rostro delicado y sonriente de Davide. Echaba de menos los días pasados con él, sobre todo en la época de la universidad, y los buenos y despreocupados momentos que le había dado.
Todo pasa y, como sucede a menudo, las cosas más hermosas son también las que menos duran.
Puso el pie en el pedal del freno e imprecó apretando el volante entre las manos: el automóvil delante de ella había frenado de golpe y por un pelo ella no le había embestido.
¡Maldita sea! Habitualmente respetaba la distancia de seguridad. Se quedó inmóvil durante unos segundos, respiró profundamente y en cuando oyó los cláxones de los autos que estaban detrás del suyo, se volvió a poner en marcha.
¡Siempre con prisas, todos! Algunas veces echaba de menos su querido Zurich con su orden y su calma. Tan distinta de la eléctrica y frenética New York.
Una ligera lluvia comenzó a golpear sobre el parabrisas. Resopló: se había olvidado de coger el paraguas. Y sin embargo sabía que en octubre el tiempo era imprevisible.
***
A la tarde siguiente, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros y una camiseta de la misma tela y color, Loreley salió de casa. Fuera del portal estaba su amigo Davide esperándola.
En cuanto estuvo cerca de él le echó los brazos al cuello y durante unos segundos no lo dejó moverse.
―¡Qué entusiasmo! ―dijo él estrechándola a su vez.
―Nunca habíamos estado alejados tanto tiempo ―se defendió ella separándose. ―¿A dónde quieres ir?
―Con el hermoso sol de hoy podríamos pasear un poco.
―¡Perfecto!
Loreley se puso la bolsa en bandolera sobre el hombro y lo cogió de la mano pero después, a los pocos pasos, se paró.
―¡Pobre de ti si coges la cartera! ―le dijo levantando el dedo índice ―Esta vez me encargo yo, ¿entendido?
―¡Vaya un esfuerzo para alguien como tú!
―¿Qué quieres insinuar? ―le preguntó con las manos en las caderas. ―Estoy esperando...
―Tus padres son… bueno, no están tan mal.