El Hombre A La Orilla Del Mar. Jack Benton

El Hombre A La Orilla Del Mar - Jack Benton


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está tan loco como para entrar en el agua, tenga cuidado con las resacas. Son mortales.

      Dijo esto con tal certidumbre que causó un escalofrío de temor en la espalda de Slim.

      —Sin duda lo tendré —dijo Slim—. De todos modos, hace demasiado frío.

      —Siempre hace demasiado frío —dijo el hombre—. Si quiere un baño decente, vaya a Francia —Luego, llevándose la mano a la ceja, añadió—: Nos vemos.

      Slim vio al hombre alejarse cruzando la playa, con el perro haciendo amplios círculos a su alrededor mientras chapoteaba en los pequeños charcos que había dejado la marea. El hombre, saltando de vez en cuando por encima de los charcos más profundos, continuó con sus movimientos de la correa, como si en ningún momento tratara de atar al perro. A medida que el paseante se alejaba, Slim tuvo una sensación creciente de soledad, como una ola extraña que apareciera para romper en torno a sus talones. Volvió a su coche al ir arreciando el viento. Mientras salía del estacionamiento de tierra hacia la carretera de la costa, advirtió algo tirado entre los arbustos en el mismo cruce.

      Paró, salió y tiró del objeto para sacarlo de la maleza. Las zarzas que lo rodeaban arañaron una vieja superficie de madera, como rehusando que las abandonaran.

      Un cartel, podrido y medio borrado.

      En el lado posterior, Slim leyó:

      CRAMER COVE

      Prohibido nadar todo el año

      Corrientes de resaca peligrosas

      Slim apoyó el cartel contra el seto, pero este se desequilibró y cayó al suelo, cara abajo. Después de pensarlo un momento, lo dejó donde había caído y volvió a su coche.

      Mientras se alejaba conduciendo a lo largo de una ventosa carretera costera entre dos altos setos que serpenteaban por un valle escarpado, pensó en lo que había dicho el paseante del perro. El cartel explicaba la poca gente que había visto, aunque, sin mostrar claramente la información, las resacas tenían que ser algo que solo conocían los lugareños.

      Pero, con un nombre para la playa, ahora tenía alguna pista.

      3

      El lunes se citó con Emma Douglas para ponerla al día.

      —Estoy cerca de averiguar algo —dijo—. Solo necesito unas pocas semanas más.

      Emma, una mujer excesivamente acicalada pero poco agraciada de poco más de cincuenta años, se quitó las gafas para frotarse los ojos. Unas pocas arrugas y un pelo con apenas unas manchas de gris sugerían que un marido que desaparecía durante unas pocas horas una vez a la semana era lo que ella llamaba adversidad.

      —¿Sabe su nombre? Apuesto a que es esa zorra de…

      Slim levantó una mano, con su mirada militar todavía lo suficientemente enérgica como para cortar sus palabras en medio de una frase, aunque la suavizó con una rápida sonrisa.

      —Es mejor que antes reúna todo lo que pueda —dijo—. No quiero darle como verdad unas suposiciones.

      Emma parecía frustrada, pero después de un momento de pausa asintió.

      —Entiendo —dijo—, pero debe darse cuenta de lo duro que es esto para mí.

      —Lo sé, créame —dijo Slim—. Mi mujer se fugó con un carnicero.

      Y había elegido al hombre equivocado con una navaja que había hecho que le expulsaran el ejército y recibiera una pena de prisión condicional de tres años. Por suerte, tanto para su libertad como para el rostro de su víctima, media botella de whisky había reducido su efectividad a la de un hombre con los ojos vendados que lanza golpes en la oscuridad.

      —Entiendo —añadió él—. Necesito que haga algo por mí.

      —¿Qué?

      Le entregó un pequeño objeto de plástico.

      —Él viste un cortavientos cuando… cuando lo veo. Envuelva esto en un pequeño pedazo de tela y póngalo en un bolsillo interior. Conozco ese tipo de cazadoras. Tienen muchos bolsillos en su interior. No debería darse cuenta de que está ahí.

      Levantó el objeto y le dio la vuelta.

      —Es una memoria USB…

      —Está diseñada para que lo parezca. En caso de que la encuentre. Es un dispositivo remoto automático del ejército.

      —Pero ¿qué pasa si mira lo que tiene dentro?

      —No lo hará.

      Y, si lo hiciera, una carpeta de pornografía preinstalada haría que la tirara en la papelera más cercana si Ted tenía algún atisbo de decencia, dejando sin detectar el diminuto micrófono escondido debajo de la cubierta de la USB.

      —Confíe en mí —dijo Slim, mostrando autoridad—. Soy un profesional.

      Emma no parecía convencida, pero le lanzó una sonrisa tímida y asintió.

      —Lo haré esta noche —dijo.

      4

      Al día siguiente, Slim llegó a Cramer Cove un par de horas antes de cuando esperaba que apareciera Ted, tratando de encontrar un buen sitio para instalar su equipo de grabación. Normalmente veía a Ted desde una zona de hierba no muy alejada del camino de la costa, pero esta vez subió un poco más arriba y eligió un saliente asimismo con hierba que seguía teniendo vistas de la playa, pero también estaba escondido a la vista de cualquiera que pasara paseando. Allí, con un plástico impermeable para evitar la lluvia, instaló su equipo de grabación y se sentó a esperar.

      Ted llegó poco después de las dos. Había llovido a ratos durante todo el día y Slim frunció el entrecejo cuando el tiempo empeoró, amenazando con perturbar su grabación al irse intensificando el golpeteo de la lluvia sobre la tela impermeable. Ted, que llevaba un chubasquero, se acercó al borde de las aguas y adoptó su postura habitual. La marea estaba ese día a mitad de la playa. Ted estaba solo: el último paseante de perros se había ido a casa media hora antes de que llegara.

      Ted se agachó y sacó el libro. Lo puso sobre una rodilla y luego se inclinó para que la capucha lo protegiera de la lluvia. Entonces empezó a leer y una voz amortiguada empezó a sonar en los auriculares de Slim.

      Por unos segundos, Slim ajustó el control de frecuencia, seguro de que estaba recibiendo algo más que la voz de Ted. Las palabras eran un galimatías, pero los gestos de Ted se ajustaban al aumento y caída de la entonación, así que Slim se sentó en la hierba a escuchar. Ted estuvo perorando varios minutos, hizo una pausa y luego volvió a empezar. Slim fue perdiendo la atención mientras luchaba por dar sentido a las palabras. Para cuando Ted imploró en inglés: «Por favor, dime que me perdonas», Slim llevaba un buen rato estudiando la suave sucesión de las olas, pensando en otras cosas.

      Slim se sentó al tiempo que Ted devolvía el libro al bolsillo de su abrigo. Después de una última mirada al mar, Ted se dio la vuelta para volver al coche, con la cabeza baja. Slim empezó a guardar su material en una bolsa. Tenía un hormigueo en los dedos y estaba desconcertado. Sentía que algo no iba bien, como si se hubiera entrometido en un acto que era privado y no debía haber compartido nunca. Mientras observaba al coche de Ted salir del estacionamiento, sabía que debía perseguirlo, que esa noche podía ser la noche en que Ted cayera en los brazos de una amante hasta entonces invisible, pero estaba paralizado, atrapado en sus propias aguas revueltas por la amenaza de lo que las palabras de Ted podrían revelar.

      5

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