El Hombre A La Orilla Del Mar. Jack Benton

El Hombre A La Orilla Del Mar - Jack Benton


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seguía allí, un revoltijo de grises y negros con forma humana. El agua relucía sobre su ropa y en las largas tiras de cabello enredado.

      Mientras Slim miraba, se fundió hacia atrás en el mar y desapareció.

      Se quedó mirando fijamente durante mucho tiempo y, a medida que pasaban los minutos, empezó a dudar si había visto realmente algo. Tal vez solo una sombra de una nube que pasaba sobre la playa. O incluso algo no humano en absoluto, una de las focas grises que vivían en esta parte de la costa.

      Trató de recordar cuánto había bebido ese día. Habían sido el trago habitual de su café matinal, un vaso (¿o dos?) en la comida y ¿tal vez uno antes de salir?

      Podría ser el momento de contenerse. Estaba jugando a la ruleta rusa cada vez que se subía al automóvil, pero llevaba tanto tiempo reprimiendo la culpabilidad y vergüenza de su propia existencia que apenas lo advertía ya.

      Estaba contando los posibles tragos con los dedos cuando se dio cuenta de que no había todavía bajamar. Si algo hubiera estado ahí, habría rastros visibles en la arena mojada.

      Slim saltó una oxidada barrera de metal y se apresuró a llegar a la parte pedregosa y pasar a la llanura arenosa. Mucho antes de llegar al borde del agua supo que su búsqueda era inútil. La arena estaba plana, mostrando solo las ligeras ondulaciones que dejaba el agua que retrocedía.

      Para cuando volvió a su coche, se había convencido de que la figura que había visto desde el promontorio era el producto de su imaginación

      Después de todo, ¿qué otra cosa podía ser?

      9

      El viernes siguiente, Ted repitió su ritual de costumbre. Slim había considerado hablar con Emma por la mañana y luego llevarla con él para demostrar su historia, pero después de una noche llena de pesadillas de demonios del mar y olas que rompían, se lo pensó mejor. Viendo a Ted desde el mismo promontorio de hierba desde el que lo había visto las últimas semanas, se sentía extrañamente inútil, como si hubiera estado corriendo hasta una pared de ladrillos y no le quedara otro sitio a donde ir.

      Tras volver a bajar a la playa después de que Ted se fuera, dio una patada a los restos rosas desgastados de una pala de plástico y decidió que ya era el momento de profundizar más.

      Imaginaba que el sábado y el domingo eran los días en que más gente estaría en casa, así que peinó las calles, llamando a las puertas y haciendo preguntas con su nuevo disfraz de falso documentalista. Poca gente le prestó atención y para cuando entró en uno de los tres pubs de Carnwell para reunir lo que había recabado hasta entonces, dudó que de todos modos estuviera en un estado como para avanzar mucho.

      Iba tambaleándose por la última calle del límite del norte del pueblo cuando sonó brevemente una sirena para avisar de que había un coche de policía detrás de él.

      Slim se detuvo y se dio la vuelta, apoyándose en una farola para recuperar el control. Un agente de policía bajo la ventanilla e indicó con la mano a Slim que subiera.

      Con poco más de cincuenta años, el hombre sacaba diez a Slim, pero parecía en forma y saludable, el tipo de hombres que toma muesli y zumo de naranja para desayunar y sale a correr a la hora de comer. Slim recordó con cariño los días en que había visto en el espejo un hombre así que le miraba, pero habían pasado un par de años desde que había tirado y roto el único espejo de su piso y nunca se dedicó a pensar en la mala suerte que había generado.

      El policía sonrió.

      —¿Qué está pasando? Llevo hoy tres llamadas. El doble de la media semanal. ¿Qué casa está pensando robar?

      Slim suspiró.

      —Supongo que, si tuviera que elegir, iría a esa verde de Billing Street. ¿Era el número seis? ¿El marido trabajando y dos Mercury al lado? Se puede decir por el sonido del aire acondicionado que la casa contiene un tesoro. Quiero decir, ¿quién tiene aire acondicionado en el noroeste de Inglaterra? Ya estaría allí si no quisiera arriesgarme a que la alarma que hay justo detrás de la puerta tenga una conexión directa con la policía.

      —Sí que la tiene. Terry Easton es un abogado local.

      —Sanguijuelas.

      —Tiene razón. Así que déjeme adivinar, ¿señor…?

      — John Hardy. Llámeme Slim. Todo el mundo lo hace.

      —¿Slim?

      —No pregunte. Es una larga historia.

      —Sería lo normal. Así que, Mr. Hardy, adivino que no está realmente interesado en mitos y leyendas locales. ¿Quién es usted, un policía camuflado de Scotland Yard?

      —Ya me gustaría. Inteligencia militar, despedido. Ataqué a un hombre que en realidad no se estaba tirando a mi mujer. Cumplí mi condena, salí una serie de habilidades previas y un problema con la bebida esperando a desarrollarse.

      —¿Y ahora?

      —Investigador privado. Trabajo sobre todo en los alrededores de Manchester. El hambre me ha traído tan al norte —Palmeó su barriga—. Que no le engañe. Solo es cerveza y agua.

      Como si no estuviera seguro dónde se encontraba Slim entre la verdad y el humor, el hombre intentó una sonrisa.

      —Bueno, Mr. Hardy, mi nombre es Arthur Davis. Soy el inspector jefe de nuestra pequeña policía local aquí en Carnwell, aunque el tamaño de nuestra fuerza apenas se merece el título. Creo que usted trató contactarme acerca de un caso abierto. ¿Joanna Bramwell?

      —¿Habitualmente responde así a las llamadas?

      Arthur se rio con una voz de barítono que hizo que a Slim le zumbaran los oídos.

      —Volvía a casa. Aunque voy a ser atento con usted. ¿Quiere contarme ahora de qué va todo esto? Ben Orland es un viejo amigo y esa es la única razón por la que me permito considerar siquiera hablar con usted. Hay casos abiertos y luego está el caso de Joanna Bramwell. Es uno que esta comunidad siempre ha preferido mantener enterrado.

      —¿Por alguna razón concreta?

      —¿De verdad quiere saberlo?

      Sin pedirlo, Arthur se metió en un drive-through de McDonald’s y pasó a Slim un vaso caliente de café negro.

      —Tres de azúcar —dijo Arthur, rasgando una bolsa— ¿Usted?

      Slim le respondió con una sonrisa cansada.

      —Echaría un chorrito de Bell’s si lo tuviera a mano —dijo—. Pero me lo tomaré tal cual. Fuerte funciona mejor.

      Arthur se detuvo en una plaza de estacionamiento libre y apagó el motor. A la luz de la farola más cercana, la cara del jefe de policía era como la superficie de la luna: una serie de cráteres oscuros.

      —Le voy a decir directamente que debería dejar tranquilo el caso —dijo Arthur, sorbiendo su café y mirando directamente adelante a las vías que los separaban de una rotonda de una circunvalación—. El caso de Joanna Bramwell acabó con uno de los mejores policías que hay tenido Carnwell. Mick Temple fue mi primer mentor. Llevó ese caso, pero se retiró inmediatamente después, con solo cincuenta y tres años. Se ahorcó un año después.

      Slim frunció el ceño.

      —¿Todo por una joven muerta en la playa?

      —Usted es un militar —dijo Arthur. Slim asintió—. Adivino que ha visto cosas de las que no quiere hablar mucho. Salvo que estuviera bebido, en cuyo caso no hablaría de otra cosa.

      Slim miró los faros de los automóviles que pasaban por la circunvalación.

      —Una explosión —murmuró—. Un par de botas y un sombrero tirado en


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