Opiniones. Rubén Darío

Opiniones - Rubén Darío


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en su lucha incesante; la humanidad continúa en su inacabable guerra; los sabios de buena voluntad van en la obscuridad en busca de un secreto que no encontrarán nunca; las pasiones siguen ardiendo entre los incensarios del demonio; las naciones se miran con el recelo de los individuos; los reformadores claman sus sueños al viento; tan solamente el Arte sigue en la misma altura solar, todo de luz y de intuición sagrada, mirando las obras humanas con ojos de infinito. Un día os dije: «Sois filósofo, y volando sobre lo moderno habéis ascendido a la fuente de la Summa; sois teólogo, y en vuestras pastorales dais la esencia de vuestro pensamiento, caldeado por las lenguas de fuego del Santo Espíritu; sois justo, y de vuestro altísimo trono dais a cada cual lo que es suyo, aun cuando con el César no andéis en las mejores relaciones; sois poeta, y discurriendo y cantando en exámetros latinos y en endecasílabos italianos habéis alabado a Dios y su potencia y gracia sobre la tierra.

      «Allí, en vuestro palacio, en la Stanza della Segnatura, Rafael, a quien llaman el divino, ha pintado cuatro figuras que encierran los puntos cardinales de vuestro espíritu. La Filosofía, grave sobre las cosas de la tierra, muestra su mirada penetradora y su actitud noble; la Justicia, en la severidad de su significación, es la maestra de la armonía; la Teología, sobre su nube, está vestida de caridad, de fe y de esperanza; mas la Poesía parece como que en sí encerrase lo que une lo visible y lo invisible, la virtud del cielo y la belleza de la tierra; y así, cuando vayáis a tocar a las puertas de la eternidad, no dejará ella de acompañaros y de conduciros, en la ciudad paradisíaca, al jardín en donde suelen recrearse Cecilia y Beatriz, y en donde, de seguro, no entran los que tan solamente fueron justos.» Tal habrá acontecido, ¡oh, santísimo Padre y querido poeta! Y no debéis de haber encontrado muchas dificultades en la Jerusalem celeste. ¿Qué mejor guía para el Paraíso que aquel que fué guiado por Virgilio y cuya obra estupenda tuvisteis siempre en compañía de vuestro breviario?

LIBROS VIEJOS A ORILLAS DEL SENA

       Índice

      

E he acordado, en una mañana de comienzos de otoño, de ir a ver a mis viejos amigos los viejos libros de las orillas del Sena. Es un paseo higiénico, melancólico y filosófico. Desde el Quai d’Orsay hasta más allá de Nôtre-Dame, se goza de espectáculos imprevistos, fuera de lo pintoresco exterior. Por allí he visto una vez, con un chambergo semejante al del general Mitre, al sabio Mommsen. Por allí he encontrado al poeta Paul Fort y a M. Remy de Gourmont. Por allí saludé una vez al Dr. Bermejo. El «morne» Sena verleniano corre abajo. El Louvre alza su masa gris. Los vaporcitos se deslizan. Omnibus y automóviles pasan veloces entre los «quais», las casas viejas y el venerable Instituto. Arregladas o amontonadas las cantidades de papel impreso, son el atractivo de especiales visitantes y compradores, curiosos, bibliófilos, bibliómanos, filósofos, poetas, estudiantes. No es raro ver también junto a una grave peluca, junto a un extraordinario y antiguo gabán, la cara sonrosada, los cabellos rubios de una muchacha. Cuando es en buen tiempo primaveral, hay pájaros en los árboles vecinos.

      Ancianas biblias, caducos misales, forman pilas sobre el parapeto. Colecciones de ilustraciones viejas hacen largas trincheras. Y entre las cajas de los «bouquinistes» está la profusa tentación de los aficionados. Allí hay de todo. Hay sus pequeños «inferii», de cosas prohibidas, vulgares novelas cantaridadas, tratados secretos para colegiales y gentes de cierto jaez. Especialistas ofrecen clásicos de Aldo Manucio, o de las memorables imprentas de Flandes. Ya ha pasado el tiempo en que se podía encontrar una ganga por casualidad, la joya bibliofílica que valía dos o tres mil francos y costaba treinta o cuarenta céntimos. Hoy todos esos vendedores estacionados a lo largo de los «quais» saben perfectamente lo que venden, y las buenas fortunas de los buscadores de antaño se hacen casi imposibles. No obstante, la baratura de lo que por lo general allí se encuentra, es notable. La obra rara, con todo, allí como en todas partes, habrá que pagarla caro.

      Octave Uzanne ha escrito un interesante folleto sobre los vendedores de libros de las orillas del Sena. Otros escritores han pintado la curiosa vida de esos sedentarios del aire libre que, invierno y verano, bajo la nieve o bajo el sol, tienen por oficio sacudir el polvo a su mercancía y aguardar al cliente o al transeunte que se siente atraído por la fila de cajas y los montones de papel impreso. Los tipos de vendedores son variados, como los de los fieles bibliómanos. No escasea entre los primeros el erudito, que os da una lección de historia de la tipografía, de ediciones princeps, de incunables, mientras os vende un apolillado Horacio o Cicerón. Entre los segundos se ven apacibles profesores, sabios condecorados, simples sabios. He creído en más de una ocasión encontrarme con la amable figura de M. Bergeret... Lo que es a M. Anatole France no he visto jamás, demasiado metido en políticas y socialismos como está, él, el más aristocrático de los escritores franceses, que desaparece de repente de París y aparece en los palacios de príncipes italianos, sus amigos, o se va a Egipto, o a Atenas... No tiene ya tiempo de ir a las deleitosas correrías del bibliófilo, que en un tiempo fueron su placer. Junto a los respetables profesores, al lado de los tranquilos amantes de la sabiduría, detiene el vuelo una bandada de poetas y artistas jóvenes, cabelludos aún, o mondos, de modestas indumentarias, aires pensativos, ojos llenos de ensueños, miradas llenas de ideas. Pobres como los ruiseñores, compran poco, hojean mucho. Abundan los libros de estudio. Es que los estudiantes tienen un gran recurso cuando se sienten atacados de la tradicional inopia. Saben que el vendedor les compra con seguridad, a un precio relativo, sus volúmenes. Así, un código comentado contiene muchos almuerzos, muchas comidas en las cremerías del Quartier. Esos volúmenes siempre tienen salida, y duermen en su caja como en un Monte de Piedad. Son muchos los «magazines» ingleses y las publicaciones científicas de todas las partes del mundo. El Instituto provee largamente a los «bouquinistes». Hay pilas incontables de tesis, antiguas y recientes, y obras enviadas a eminentes académicos, con sendas y elogiosas dedicatorias.

      Lo que más se encuentra, naturalmente, son novelas, novelas de todas clases y de infinitos autores, desde los del siglo XVIII hasta los de nuestros días, ejemplares de libros que «acaban de aparecer», a 3,50 francos, y que se venden por 80 céntimos. Hay rimeros de gloria fallida, arrobas de ingenio desperdiciado y averiado, copiosas cosechas de musas trashumantes que trabajaron para el olvido, esfuerzos inútiles... Allí yace la vanidad de la cantidad. Allí reposan los que han «hecho obra»: ¡tantos volúmenes, tantos tomos de crítica, tantas novelas...! ¡Nada, nada, nada! A diez, a quince, a veinte céntimos. La letanía de nombres desconocidos es abrumadora. Abrid un libro, y alguna chispa de talento encontráis siempre. Es el muladar de los ratés y el cementerio de los mediocres.

      Impresos en elegantísimo papel, en formatos artísticos, con magníficas ilustraciones, suelen hallarse autores mundanos que han pagado bien caro una tentativa de consagración literaria. Poetas francorrumanos y franco brasileños, antiguos diplomáticos que conocieron a la princesa de Belgiojoso, rastacueros cosmopolitas de las letras, están representados por tomos de versos, momias de poemas, marchitos homenajes, exhumadas galanterías, adornadas generalmente con el retrato de los autores... Vanidad de vanidades y la más inofensiva de las vanidades. Allí duermen arrivistas de ayer, y llegan los de hoy a comenzar su sueño de mañana. En cambio, no he encontrado jamás, en la ensalada barata de esos cajones de literatura usada, ni un tomo de los sonetos de Heredia, ni una «plaquette» del pobre Lelian. Generalmente, lo barato es lo que merece la baratura. Impreso por Vanier, el editor de los decadentes, de terrible memoria, ha consagrado un volumen de versos que se titula Humbles Mousses. Allí leo los siguientes versos que traduzco, pues veréis que el caso merece la pena:

      LOS VERDADEROS RICOS

      Vosotros, que sabéis ganar el pan de cada día

       Y, cubiertos de arpillera o de lienzo,

       Dormís bajo los grandes techos, casi al aire libre,

       O bajo la cabaña,


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