Opiniones. Rubén Darío
En donde pensáis que estaríais mejor,
Guardáos de lanzar una mirada envidiosa:
¡Sois vosotros los felices de este mundo!
Los pórticos de mármol y los artesonados
Ocultan el cielo, las corrientes aguas;
Cuando se tiene la idea de acumular rentas,
¿Se sabe acaso el encanto de los estíos?
Ni una sola de las felicidades que hacen amar la vida
Se da por el dinero;
La luz serena y el aire, el azul cambiante,
El sol, de alma encantada,
El hechizo de los grandes bosques y la gracia de las flores,
El césped, el perfume de las rosas,
La embriagante dulzura de las innumerables cosas
Bellas de formas o de colores,
Vienen a ofrecerse, sin pedir nada
Al más modesto de los transeuntes,
Mientras que en pleno aburrimiento, hastiado, privado de sentir,
Bosteza el dueño del dominio.
Pronto, cansado de los objetos que apenas ha querido,
Está sin necesidades y sin goce:
Saturado de todos los placeres que da el oro,
No desea nunca nada más.
¿Sabe acaso si hay en la tierra un sólo ser que le ame?
El hombre afligido de tesoros,
Se halaga esperando un amor compartido:
Una dote lo atrajo a él mismo.
Su corazón está lleno de sospechas adormidas,
Y mientras que el pobre diablo
Tiene la dicha de creer en la amistad sincera,
El duda de todos sus amigos.
¡Ah! compadecedle a ese rico; cuando el alma alegre,
Y sin cuidado del mañana
Le véis, caminando, la mano en la mano,
Su palacio hecho a la soberbia,
Vosotros tenéis la amistad, el amor, aun la alegría
De admirar la simple Naturaleza,
Y ese poderoso no puede, ¡oh, triste criatura!
Comprarlos con su oro.
El autor de eso se llama François Haussy, pero ese es el pseudónimo que oculta el nombre de Federico Humbert, el marido de Madame Humbert; que hoy, en la prisión de Fresnes, paga, con ella, las famosas estafas que conocéis. Es decir, no las paga; las purga... Federico Humbert es un poeta a treinta y cinco céntimos en el quai des Augustins...
Mi reconocido orgullo ha recibido en esos mismos lugares importantes lecciones, ¡oh, mis colegas de América! Por allí he comprado unas Prosas profanas, con la dedicatoria borrada, a treinta céntimos. Los que enviáis libros a estos literatos y poetas, a estos «queridos maestros», no sabéis que irremisiblemente vais a parar al montón de libros usados de los muelles parisienses. He comprado, entre otras obras de amigos míos, un tomo dirigido a Jean Richepin por un joven hispanoamericano, tomo de estudios sobre autores de Francia, en los cuales estudios hay uno del susodicho maestro, ditirámbico, ultrapindárico. La dedicatoria, lo más respetuosamente escrita, y dentro del libro, y en la parte dedicada a Richepin, una carta sentida y humilde. Pues bien, Richepin ni se dió cuenta del libro, ni le importó un ardite la dedicatoria, ni tocó la carta; y por treinta céntimos hice el rescate... Qué mucho, si un eminente crítico ha mandado vender en tas gran número de autores editados por el Mercure, sin cuidarse de borrar bien dedicatorias como las que he hallado en las Ballades, de Paul Fort... ¿No os decía que entre los libros viejos de las orillas del Sena se recogen lecciones de... filosofía, y valiosísimos granos de experiencia? Si no, os lo certifico ahora.
Más allá del Instituto hay un intermedio entre libros y libros, el que llenan las cajas de vendedores de medallas, de curiosidades, monedas antiguas, condecoraciones, alfarería desenterrada, y una especie de museo de Historia natural en miniatura. Hipocampos secos, como los que venden los muchachos napolitanos de la costa, corales, piedras preciosas, verdaderas e imitadas, hierros viejos de los que regocijan a Santiago Rusiñol, asignados, autógrafos, esculturas. Allí hay cosas de todos los siglos, desde fragmentos de objetos de la época cuaternaria hasta escarapelas del tiempo de la Revolución. Y más allá, continúa la serie de cajas de libros, custodiados por sus taciturnos vendedores.
Hoy vuelvo contento, porque he visto a una niña rubia comprar por un franco cincuenta, y una sonrisa muy rosada, una Nuestra Señora de París, no lejos de la armoniosa y serena Catedral; porque lejos de los malos hombres que murmuran y que odian, he saludado al otoño que acaba de llegar; y porque he adquirido un Quevedo impreso en Bruselas en tiempo del IV Felipe, hermoso, claro, con tapas de pergamino, por sesenta céntimos.
UN CISMA EN FRANCIA
ALOS vientos soplan sobre la barca de Pedro, que Mumen in cœlo dejó en tempestad y que Ignis ardens comienza a dirigir. El catolicismo pasa por una gran crisis; mejor dicho, el cristianismo; mas contra el catolicismo, contra la iglesia romana, se amontonan las más negras nubes. No es la primera vez, y por algo dijo la boca sagrada el non prevalevunt... No hay hoy profetas. Apenas M. León Bloy acaba de resurgir rugiendo contra «las últimas columnas de la iglesia», flacas columnas: Coppée, Didon, Brunetière, Huysmans, Bourget y otras menores, ¡cuán menores! Los rugidos de Bloy no los escucha el siglo, demasiado ocupado con otros asuntos. Entre tanto, en la España católica, la enemiga contra Cristo cunde; en la Francia cristianísima se expulsan las Congregaciones y el anticristianismo triunfa. Un Papa campechano y demócrata, en la Sede suprema, hace perder su brillo y su misterio a la Tradición. Cosa singular. Es en los países no católicos donde el catolicismo se expende y avanza tranquilo. Y un César protestante y fantasioso hace pensar, por su actitud, si no estarán próximos los tiempos en que, como en la Edad Media, se vea la formidable liga entre las dos mitades de Dios, de que habla Víctor Hugo: el Papa y el Emperador.
Hace poco se inauguró la estatua de un gran hombre bajo el auspicio de los socialistas ateos. Ahora bien, leed estas líneas: «No quisiera Dios que yo parezca jamás desconocer la grandeza del catolicismo y la parte que le toca en la lucha que sostiene nuestra pobre especie contra las tinieblas del mal. ¡Cuánto bien brota aún en el seno de las aguas revueltas de esa fuente inextinguible, en donde la humanidad ha bebido, por tan largo tiempo, la vida y la muerte! ¡Aun en esta edad de decadencia, y a pesar de las faltas llevadas al extremo con una obstinación sin igual, el catolicismo da pruebas de un asombroso vigor! ¡Qué fecundidad en su apostolado de caridad! ¡Cuántas almas excelentes entre esos fieles que no sacan de sus pechos más que leche y miel, dejando a otros el ajenjo y la hiel! ¡Cómo a la vista de esas tiendas, ordenadas en la llanura, y entre las cuales se pasea aún Jehová, se desea, con el profeta infiel, bendecir a aquel que se quisiera maldecir y decir: «¡Cuán bellos son tus pabellones! ¡Cuán encantadoras tus moradas!» A pesar de los límites obligados que el catolicismo pone a ciertos lados del desenvolvimiento intelectual, ¡cuántos espíritus que, sin las fundaciones religiosas hubieran permanecido sepultados en la vulgaridad o en la ignorancia, le deben su despertamiento! ¿En dónde encontrar algo más venerable que San Sulpicio, esa imagen viviente de las antiguas costumbres, esa escuela de conciencia y de virtud, en donde se da la mano a Francisco de Sales, a Vicente de Paúl, a Fenelón?
Aun en esa asociación, a veces un