Error de cálculo. Daniel Sorín

Error de cálculo - Daniel Sorín


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el motivo de la entrevista. Así fue como Rómulo Artigas relató en posteriores oportunidades esa jornada inaugural y fantástica. Cómo él, periodista, argentino, de treinta y cinco años por aquel entonces, tuvo conocimiento de la idea.

      A la noche dejó el televisor encendido sin sonido; se sentó, vaso de whisky en mano, en el único sillón justo debajo de la lámpara de pie. ¿Quién sería aquel compañero? Pasaron por su mente decenas de caras y situaciones de la escuela secundaria; recuerdos inconexos, disparados azarosamente. Solamente un sicoanalista, acaso, podría encontrar alguna ilación. Layo había sido profesor suyo en cuarto año, debía ser un compañero de esa promoción —se levantó como impulsado por un resorte—, de ese curso no tenía ninguna fotografía pero sí del posterior. ¡La foto de la graduación!

      Su casa no se caracterizaba por el orden, de manera que tardó más de una hora en dar con ese recuerdo amarillento. Recorrió cara tras cara, memoró los nombres de casi todos y los fue anotando en una hoja. Nadie le pareció lo suficientemente loco como para llevar adelante esa increíble idea. A las dos y diez de la mañana fue a buscar hielo para su tercer whisky. El cansancio le hacía estragos y había decidido abandonar la búsqueda cuando recordó, sin motivo aparente, a Carlos Trillo. Se sentó, sorprendido y ensimismado. Trillo había sido expulsado por algo que ya no recordaba y tuvo que cursar quinto año en el Roca, ¡por eso no estaba en la fotografía! ¡Sí, él era lo suficientemente loco!

      Cerró los ojos, algo en la memoria pugnaba por salir, algo huidizo, una imagen, apenas un destello fugaz. Evocó a Trillo, un tipo tan inteligente como antipático, una mente privilegiada. Había algo guardado en su memoria que no lograba recordar. Y, efectivamente, no lo pudo hacer porque un insoportable cansancio se apoderó de él dejándolo exhausto en la cama.

      A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensó que sin duda Trillo era el compañero del que hablaba el profesor y decidió jugar su carta. Se sorprendió buscando en la guía el apellido, había decenas. Como el detective de un thriller, empezó por discar el número telefónico del primer Carlos Trillo de la columna. Tenía la esperanza de que si no era él, fuese un familiar capaz de darle datos más o menos precisos de su paradero. Media hora después Raquel Trillo, que resultara ser tía de su antiguo compañero, le dio una dirección y un horario. Era de su trabajo.

      Cuando salió de su casa rumbo al diario pensó cómo fingiría el encuentro. Se imaginó mil veces lo que le diría. Sabía por fuentes fidedignas de su idea —como profesional del periodismo podía no denunciar la filiación del informante— y le parecía interesante hacerle un reportaje para las páginas de su sección que, aunque no centrales, le servirían de publicidad. Y unas cuantas cosas más que se dijo le diría. Durante todo el viaje a la redacción se dio innumerables razones por las que el encuentro parecería lógico. Armó y desarmó decenas de castillos con naipes de ideas y excusas. Se preguntó mil veces acerca de la verosimilitud de lo planeado. Y esas innumerables razones no dejaron de ocultar el único, el excluyente motivo de la visita.

      Dos días después, Artigas se presentaba en aquella lujosa inmobiliaria preguntando por su antiguo y olvidado compañero.

      • • •

      En las páginas guardadas en el arcón había especial interés por establecer la verdadera personalidad de Carlos Trillo. Por ellas se pudo conocer a sus tíos, a su único hermano y a quien por esa época era ya su exmujer. Hay entrevistas con docenas de personas que lo conocieron, documentos de su indiscutible autoría, cartas, textos publicitarios y una indeterminada cantidad de notas reservadas. Esta es, a grandes rasgos, la historia de su parte en la historia.

      Trillo había bebido unas ginebras de más la noche del 17 de enero. Bajaba con indisimulada precaución la escalera que comunicaba al salón de billar de Corrientes y Montevideo con la vereda superpoblada de barbudos, minifaldas e hiriente griterío. Ya en la calle cruzó Corrientes rumbo a uno de los restoranes baratos de la zona. Entró, buscó una mesa y encontró una pequeña con mantel de papel de estraza, semioculta por una ancha columna. Encendió su enésimo cigarrillo negro. Minutos más tarde ingresaba Layo buscando una mesa libre, cosa nada sencilla un viernes por la noche. Por lógica terminó con Trillo. Tres cuartos de hora después, mientras consumían el postre y Layo teorizaba sobre alguna cuestión, el joven lo interrumpió inesperadamente:

      —¿Oiga, profe, no le parece que toda esta disquisición diletante es una pavada descomunal?

      Layo lo miró entre sorprendido y estupefacto.

      —Mire: usted, yo, todos —continuó sin pausa—, no hacemos más que estudiar distintas variantes de la misma pavada. Discutimos si los Montoneros, los troscos, el Partido Comunista; discutimos sobre Palacios, Balbín, Frondizi, ni qué hablar de Perón: el Perón de unos, el Perón de los otros —rio entusiasmado—. Discutimos, los argentinos discutimos.

      El efecto de las primeras ginebras billarísticas y las dos botellas de vino ingeridas durante la comida, lo volvían verborrágico.

      —No le demos más vueltas, su generación murió en el 55 y la mía con la dictadura, ¿entiende?

      —...

      No, verdaderamente no entendía.

      —A ustedes y a nosotros, nos pasó lo mismo. ¿No lo ve, profe? ¡Estamos muertos! Justo en el momento que creíamos ganar: ¡muertos! ¡Qué magnífica ironía! ¿Y quiere que le diga una cosa? ¡Me parece perfecto! —se enardeció—. ¡Cómicamente perfecto! No hay nada nuevo, nada original, seguimos dándole vueltas a las mismas cosas desde la época de la Reforma Universitaria. Mire si no esos abuelos disfrazados de cantantes de rock... Mi generación murió dependiente y la suya de inanición intelectual. ¿Usted no era de la resistencia peronista, verdad? —preguntó malintencionadamente, conociendo las aprensiones políticas del profesor.

      Layo, acostumbrado a la respetuosa distancia de sus discípulos y nada familiarizado con las maneras alcoholizadas de Trillo, no encontraba la manera más elegante y segura de irse. Caviló la posibilidad de pararse y, sin más, sencillamente, sin decir nada, tragarse la calle. Pero a último momento lo detuvo la idea de que Trillo, fuera de sí, pudiera seguirle hablando a los gritos desde la mesa.

      ¡Los Montoneros, Gardel, Lisandro de la Torre y Stefan Zweig se pueden ir bien al carajo! —imaginó el profesor a Trillo gritándole totalmente fuera de control.

      Mientras esto pasaba por la cabeza de Layo, los acontecimientos se desencadenaron dejándolo sin posibilidad de respuesta.

      —Profe, ¡a la mierda con las buenas intenciones! A la mierda con su cultura, su “educando al soberano” y con mi vieja revolución —ironizó—. Tendríamos que gritar como los franquistas ¡viva la muerte!

      Tomó un largo sorbo de vino

      —Tengo un tío al que no le disgustaría, sabe, profesor. Recuerdo que cuando murió mi padre fue el único que se atrevió con el reconocimiento del cadáver y los otros trámites. Iba y venía con todo aquello entre los gritos de mi vieja y las lágrimas de mi hermano. Después me pidieron, de puro formales, que yo, como hijo mayor, le agradeciera las molestias y lo felicitase por su notable presencia de ánimo. Presencia de ánimo. No tiene idea la que se armó. Salíamos del entierro cuando mi tío me tomó del brazo e hizo aquella ridícula pregunta:

      —Carlitos ¿te gustó la madera?

      —¿Qué madera?

      —El ataúd, ¿te gustó? Conseguí lo mejor que había, los herrajes son... Fue ahí cuando tomé conciencia. Le sujeté la cabeza con mis manos, le di un beso y dije: “¡Te sacaste el gusto, Raúl!”. No había razón para que se ofendieran, todos sabían que era verdad. A él le gustaba regodearse con la muerte. Estaba siempre listo cuando sucedía una desgracia, casi agradecido de que ocurriese. Más entusiasmado cuanto más dolorosa. ¡Era algo así como un boy scout necrológico!

      Rio.

      —No lo hacía de mala persona, en absoluto, sino de truculento. ¿Me entiende? Esas situaciones y los burros eran sus diversiones.

      Tomó otro largo sorbo y encendió un cigarrillo.


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