Error de cálculo. Daniel Sorín

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DE LA SEÑORA

      ANA LUISA MONJARDÍN DE MARTÍNEZ

      —Solo por formalidad, ¿podría decirnos su nombre, apellido y ocupación?

      —Ana Luisa Monjardín de Martínez, ama de casa.

      —¿Fue usted desde 1973 hasta pasado 1976, esposa del señor Manuel Vardé?

      —Sí.

      —¿Conoció al señor Carlos Trillo?

      —No personalmente, si a eso se refiere, solo por televisión.

      —¿Usted y su ex marido no se visitaban con el matrimonio Trillo?

      —No.

      —¿Sabe si su ex marido y Trillo fueron socios en el semanario?

      —No lo fueron, que yo sepa.

      —¿Por qué razón se separó usted del señor Vardé?

      —¿Debo responder esa pregunta?

      —No es su obligación.

      —Entonces no lo haré.

      —Señora, una vez más, ¿ratifica que no conoció personalmente al señor Trillo?

      —Lo ratifico.

      (Fin de la declaración)

      • • •

      Durante bastante tiempo se discutió cuáles fueron las consecuencias de la reunión del 20 de febrero. A esa altura la voluntad transformaba la simple imaginería en conceptos conscientes y estos en hechos que generaban su propia dinámica. El tono de la discusión, que se prolongó hasta altísimas horas, fue trabajoso; se debatió arduamente analizando infinitos detalles. Solo algo ocurrido mucho tiempo después permitió conocer con exactitud los aspectos resolutivos del encuentro. Una vieja libreta de datos personales fue encontrada al requisar la antigua casona de Layo, en el barrio de Villa Luro; el estudio de peritos calígrafos permite tener la certeza de su autoría. Esa libreta mostró con desorden anotaciones de ese día y de las semanas posteriores.

      Se estableció, según esas notas, que el periódico saldría una vez por semana y se confirmó el sistema de avisos gratuitos para quienes anunciaran la muerte de algún deudo. Se encargó a Artigas la formación del plantel de periodistas y correctores, el diseño y cuidado de la edición y un estudio comparado de tarifas de los distintos medios periodísticos. Debía evaluar los “destacados”, los de mayor tamaño, recuadros y pie de página, así como los potenciales avisadores. Se resolvió también la formación de un grupo de promotores publicitarios para visitar las empresas relacionadas con —así exactamente se las definió ese día— “el negocio de la muerte”, los que serían dirigidos, naturalmente, por Carlos Trillo.

      Se encargó a Bernardo Layo la creación de tres grupos de asesores. Uno formado por abogados para hacer frente a los posibles juicios, se especulaba en ese momento con la figura de instigación al crimen, aunque no se descartaba la posible acusación de inmoralidad y una previsible censura. Otro compuesto de científicos, médicos forenses y gerontólogos, además de un sicólogo. De allí saldrían los artículos científicos acerca de la muerte, las enfermedades y el dolor físico y espiritual. El propio Layo fue quien fantaseó con la idea de una serie de notas para definir clínicamente la muerte, problema complejo, que abría camino para plantear el interesante dilema de los que han vuelto, todo un desafío a la ciencia médica.

      Al tercer grupo se le adjudicó especial importancia, estaría constituido por los asesores teológicos. Se trataba de conseguir un cura, un rabino, un pastor protestante —o bien laicos si no se obtenía ese objetivo de máxima— que escribieran en el semanario. Había que evitar que algunos fanáticos estuviesen tentados de ver en el periódico una obra satánica.

      Las reuniones se hicieron más seguidas y dinámicas. Un mediodía caluroso en un viejo bar de Rincón y Rivadavia vieron pasar un cortejo fúnebre. El primer vehículo, blanco, llevaba el cuerpo de una criatura. Artigas recordó la leyenda, lejana, ajena y conmovedora. En algunas provincias los padres ofrecen una fiesta cuando muere un recién nacido. Lo hacen porque creen que trajeron al mundo un alma inocente y pura, a la que Dios reclamó sin hacerla transcurrir por la prueba de la vida.

      —La gente baila alegre, mientras dentro del rancho yace el cuerpito. Es terrible —dijo Artigas.

      —Y maravilloso —confesó el profesor.

      —La llaman la fiesta del angelito.

      Hicieron silencio, cada uno parecía ensimismado en sus propias imágenes. El cortejo ya se había ido.

      —El angelito —dijo Trillo con la mirada sostenida en el exterior soleado.

      Pareció un golpe, fue un golpe que los volvió a la realidad.

      —El Angelito... profesor. ¿Qué le parece El Angelito?

      Layo creyó entender.

      —¿Qué les parece llamarlo El Angelito, Semanario Necrológico? —confirmó Trillo.

      Así, ese mediodía febril la idea adquirió un nombre. Nombre que le aportará nuevos significados y presencias, distantes evocaciones y esperanzas. Nombre terrible y místico, subyugante y dulce, amoroso y justiciero.

      Tres días después se fijan otros temas. Por iniciativa de Trillo se resuelve sacar el número cero, sin publicidad paga, como apoyo a la tarea de los productores. También se aprueba el acuerdo con Manuel Vardé y se alquila una espaciosa oficina ubicada en el octavo piso de Lavalle 1435, segundo cuerpo.

      Por una ocurrencia de Javier Prats, un joven periodista contactado por Artigas, se aprueba una sección de deudos famosos, donde actores, políticos, deportistas y en general personajes públicos, comentarían el sufrimiento y pérdida de un ser amado. Se sabe que en esos días se le encarga a Raimundo Aires la confección del logo del semanario, que anotarán en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual, junto con el nombre elegido. Hacia fines de la primera semana de marzo resuelven dos problemas de fundamental importancia: se encuentra distribuidor y se consiguen las primeras receptorías de avisos. Ya puede hablarse, para mediados de ese mes, de una incipiente organización.

      El 24 de marzo de 1976, a setenta días de la reunión fundacional, ve la luz el número cero, y justamente ese día sale publicado en el diario Clarín aquel postergado reportaje que Artigas le había propuesto a Trillo. El artículo despertó una de las incógnitas periodísticas más extrañas que se recordaban en Buenos Aires.

      • • •

      DECLARACIÓN DEL SEÑOR

      RAFAEL PEREYRA

      —¿Nombre, apellido y profesión?

      —Rafael Pereyra, arquitecto.

      —¿Recuerda usted la época en que Layo, Trillo y Artigas publicaron El Angelito?

      —Sí. Yo me veía solamente con el profesor Layo. Con él habíamos forjado una sólida amistad en los casi veinte años que nos conocíamos. A decir verdad, desde la salida del periódico dejé de verlo por completo.

      —¿Por qué razón?

      —Yo no aprobaba la idea; se lo dije la última vez que nos vimos. Cuando leí el reportaje a Trillo en el diario y la profusa publicidad mural creí que se trataba de un semanario de humor negro.

      —Muchos lo creyeron así.

      —Días antes de la aparición tuve una entrevista con el profesor, él me puso a corriente del proyecto. Si bien yo estaba de acuerdo con algunas cosas, quiero decir reconocía ciertas perversiones en la gente, un asqueroso regodeo mortuorio que me enfermaba, me parecía inmoral lucrar con eso.

      —¿Qué le dijo Layo?

      —Me sugirió que entre los tres no había un acuerdo total; de hecho, existían profundas diferencias. Hasta donde sé, Layo se oponía al tratamiento sensacionalista y amarillo que proponía Trillo. Tuvieron discusiones interminables. Yo creo que Artigas


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