Error de cálculo. Daniel Sorín
algo para que puedan regodearse libremente, lograr una continuidad de emociones sin que tengan que sufrir la pérdida de un ser querido. Darles muerte, pero ajena.
—¡Hombre!
—Sí, eso está bien —reflexionó Trillo para sí—. Darles muerte. Todos los días muchas muertes, todas las que hagan falta. Muertes de distinta índole, ¡claro!, tiene que ser un menú variado, una dieta balanceada.
Layo comenzó a sentirse atraído por el monólogo de Trillo. Tuvo que reconocer que ya no tenía urgencia por irse; todo lo contrario, aquella fábula le parecía cada vez más atractiva. Ese borrachín veinticinco años menor que él, que jamás había aprendido nada de sus lecciones escolásticas, le escupía en la cara su propio dilema, su acendrado resquemor al desagradable folclor de la muerte. ¡A él, que había cavilado pacientemente tantas páginas sobre el asunto!
—¡Ya lo tengo, profe!
Cerró los ojos, un breve silencio, algo estaba por nacer.
—¡Un periódico de avisos fúnebres! ¿Se imagina a toda esa gente desesperada cuando se enteren de la muerte de un familiar cercano? ¡No todos los días se nos muere alguien!, no debería pasar desapercibido. ¡Oh, profesor! ¡Imagínese ese ejército de pelados y gordas, aburridos, pero deseosos de deleitarse íntimamente con el fallecimiento de alguien a quien conocieron, por ejemplo, hace treinta años cuando vivían en Lamadrid, Llavallol o Lavalleja!
—Es interesante —confesó al fin Layo—, también se puede incorporar algún comentario filosófico sobre el tema. De esa manera muchos pensadores tendríamos una nueva fuente de trabajo.
Dijo eso como pudo decir cualquier otra cosa. Por primera vez en mucho tiempo se sentía confundido; pero la contestación de Trillo lo terminó de azorar, fue más allá de lo que él hubiera imaginado.
—¡Claro, exactamente! Maravilloso... De una gran imaginación, profesor. Eso lo haría menos e-vi-den-te. ¿Entiende? Es necesario que sea menos evidente, muchos de ellos tienen pudor —aclaró Trillo confidencialmente.
—¿Pudor?
—Pudor de su propia truculencia.
—...
—“Comentarios filosóficos sobre la muerte” —dijo Trillo como quien lee un titular imaginario. Después, entusiasmado, miró a los ojos al profesor—. Podríamos implementar un apéndice de “enfermedades útiles”.
Layo no pudo reprimir una sonrisa; diabólico o no, aquello era inteligente y agregó:
—O de operaciones convenientes.
Ahora fue Trillo el que sonrió.
—Servicios de medicina, salas de urgencia, avisos de enfermeras, de servicios fúnebres...
—Y no tenemos que olvidarnos del apartado geriátrico.
—¡Extraordinario, profesor! Es realmente maravilloso que alguien entienda. Como verá, las posibilidades son inagotables.
—Y la locura —seguía enumerando Layo.
—¿Qué?
—Listas de manicomios públicos y privados.
—Listas de fobias comunes...
—O de paranoias recomendadas.
Ambos estallaron en sonoras carcajadas. Layo y Trillo siguieron inventando distintas secciones del periódico. Entraron en una vorágine sin medida, surgían idea tras idea. Hablaron de la tipografía, de las ilustraciones y de los espacios publicitarios de aquel periódico que convinieron en llamar Clasificados de la Muerte.
Así ocurrió, lejos de una idea pensada, premeditada o elaborada, surgió del vértigo de una borrachera compartida entre dos generaciones. Por eso mismo Carlos Trillo se asombró tanto cuando Rómulo Artigas lo visitó aquella mañana en la inmobiliaria.
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Trillo sabía que solo el viejo profesor podía haber comentado esa idea, a decir verdad, ya olvidada por completo. El encuentro con Artigas fue breve, pero tuvo la rara virtud de hacer confluir a tres mentes hasta entonces separadas. Artigas le comentó que había escuchado acerca del periódico y le parecía altamente interesante. Hizo referencia a su intención de hacerle un reportaje, a su juicio le serviría de estupenda publicidad al proyecto. Como es lógico, la primera reacción fue de una enorme sorpresa. Un proyecto nacido bajo ciertos vahos fermentados se olvida fácilmente. Sin embargo, su práctica de vendedor lo hizo reponerse de inmediato y transformar la zozobra en exitosa salida.
—Efectivamente —comentó— estoy trabajado en ese proyecto, pero no es nada más que un esbozo, algo que aún debo definir.
—¿Contás con apoyo financiero?
—No, para nada. Como te digo, es solo un esbozo. Te agradezco tu interés, pero es prematuro hablar de un reportaje.
—Quizá me permitas trabajar en uno. Cuando vos lo creas conveniente, podría publicarlo.
—Todavía no, Rómulo. Te prometo solemnemente la primicia —dijo sonriendo.
Artigas se paró para despedirse mientras pensaba que, por fortuna, aquel sujeto había dejado de ser ese petulante y antipático personaje a quien sufriera diecinueve años antes.
—De cualquier manera, te dejo mi teléfono. Es posible que llegado el momento necesites a algún periodista y a mí la idea me parece fascinante.
Se despidieron con amabilidad. Artigas se fue con una interna sensación de derrota. Trillo caminó hacia la ventana de su espaciosa oficina para contemplar las cúpulas del barrio de Retiro, grises en la tarde gris. A su mente acudió, una y otra vez, la palabra fascinante.
3
Hoy todo parece un sueño, esa irreal sensación de que las cosas no nos han ocurrido a nosotros. Cada vez me es más difícil determinar el límite de la realidad y la irrealidad. Caprichoso destino, he buscado la verdad analizando la realidad y llegué a la sospecha de que realidad y verdad no se corresponden.
Tengo miedo de estar, como el general Aureliano Buendía, construyendo pescaditos de oro.
(De una carta de Ramón Carpintero a su hija Iris, fechada en Buenos Aires el 23 de noviembre del 2009.)
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Quizá todo hubiese quedado en la nada de no haber mediado un hecho aglutinante y catalizador. Es evidente que, extrañamente, la génesis de la idea reunió a tres mentes racionales, tres sensibilidades distintas, tres experiencias contrapuestas. Sin una propuesta deliberada llegaron a un territorio común. A partir de aquí, el nacimiento de la voluntad y el trabajo compartido harían lo demás.
El 22 de enero, una semana después del encuentro casual entre Bernardo Layo y Carlos Trillo, se produce la reunión de trabajo del primero y Rómulo Artigas. Este, informado al pasar de la idea alcoholizada de su condiscípulo, decide —seducido por ella— volver a verlo luego de diecinueve años, cosa que concreta dos días después, el 24 de enero.
A menos de una semana de estos hechos, en el momento en que la inercia de los movimientos espirituales cede de no mediar una reactivación, muere, imprevista y accidentalmente, Ezequiel Torre, compañero de Trillo y Artigas en aquel cuarto año y, por ende, alumno de Bernardo Layo. ¿Fue la imprudencia y la malicia del automovilista que atropelló al joven Torre la madrugada del 30 la que provocó el encuentro, o este ya era inevitable? No lo sabemos. Lo cierto, es que los hechos se produjeron y el 31 de enero, a siete días de la visita de Artigas a la inmobiliaria, los tres concurrieron al velorio del amigo muerto.
Acerca de las características del velatorio hay datos fragmentados, recuerdos imprecisos. Pero se los ha investigado y lo que aquí se expone es fehaciente. El primero en llegar fue Layo, una hora después arribó Artigas e inmediatamente después Trillo. A los tres les ocurrió el mismo episodio. En medio del llanto desconsolado de la madre y los hermanos, un tío del fallecido le preguntó a cada uno, en las