El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
por suponer un poco de todo, que Gedeón, libre una semana de sus dolencias físicas, hace un esfuerzo supremo para sacudirse las morales, y se lanza, fraque en ristre, á regiones en que jamás ha penetrado, para estudiar aquellas razas y la manera más cómoda de explotarlas en beneficio de sus deseos y en concordancia con sus imaginaciones.
Por de pronto, sus pies, hechos á pisar los suelos de cabretón, han de enredársele no poco en el fino vellón de las alfombras. Brujuleará por salas y rincones; hará como que refiere al conocido que haya hecho su presentación cosas muy graves é importantes, para estudiar con disimulo maneras y actitudes en los que pasan á su lado; para tantear estilos de conversación amena y por lo fino, y, sobre todo, para tomar lenguas de todas y cada una de las damas que adornan los contornos del salón: se fijará primero en las más bellas; después en las más frágiles, y, por último, en las más accesibles, según el criterio de su acompañante.
Verá que no faltan entre los hombres que entretienen y acompañan á las más jóvenes y más hermosas, galanes antediluvianos que tapan la carcoma de sus muchos años con afeites y postizos.
Diránle que, así y todo, los hay entre ellos que no pierden siempre que juegan; lo cual animará mucho á Gedeón cada vez que, al pasar por delante de un espejo, vea reflejarse en él sus canas, sus arrugas y su pestorejo de veterano; pero luégo sabrá que aquellos tipos, además de haber envejecido allí, lo cual ahorra el mal efecto de una aparición con flemas y pata de gallo, y de poseer algún atractivo especial para las mujeres, aunque sólo sea éste el saber desempeñar con donaire el papel de comparsa en tales fiestas, no son solterones como él, sino hombres que no se han casado todavía, porque quizá picaron muy alto al intentarlo, pues lo han intentado muchas veces.
¡Pero Gedeón!... He aquí lo que, á lo sumo, se dirá de él, si algo se dice, después que se muestre en semejantes alturas:
—Pues es un señor que se llama Gedeón, que está bien por su casa, y que tiene horror al matrimonio.
No puede decirse menos de un hombre que es, además, vulgar y adocenado de figura.
Hay ejemplos de que una pecadora lo haya sido con el caritativo fin de sacar á un calavera de los malos pasos en que también Gedeón se ha encontrado, y elevarle hasta ella, acaso para corromperle más; pero ese redimido era hermoso, ó, cuando menos, notable, ya que no célebre, en algún concepto; y Gedeón no es célebre, ni notable, ni hermoso por ninguna parte que se le mire.
Con tales desventajas encima, ¿qué puede prometerse el mal aconsejado solterón si se echa á herborizar en el campo en que le suponemos colocado?
Le rechazarán las solteras, porque no es negocio ni buen modelo para marido, aun cuando él se prestara á serlo; y las demás, suponiendo que existan (yo siempre lo niego), pensarán, y muy cuerdamente, que ya que el diablo las lleve, que las lleve en coche.
Tentará á probar fortuna, eso sí, que para eso fué allá, y además es terco; y no se dirigirá á la más fea ni á la menos joven, que para eso es solterón y frisa en viejo; y se meterá en floreos de lenguaje y en retóricas trasnochadas; y preguntará por la gavota y el baile inglés, y por la música del Tancredo, cuando hace setenta años que ni aquéllos se bailan ni ésta se canta; y por sandio que sea, caerá en la cuenta de que cuanto más sublime se hace, se pone más en ridículo.
Y recordará entonces que en las capas inferiores, como ahora se dice, de la sociedad, entre modistillas y gentes de medio pelo, está él como el pez en el agua; recuerdo que, enfrente de las dificultades que traban su lengua y turban sus ideas, le excitará el deseo de vencerlas, y tal vez sus manos se atrevan á cometer demasías de tacto, ó su lengua se desborde, ó sus piernas desmazaladas, y á la sazón revueltas entre vecinas faldas de sedas y crespones, hagan una barbaridad que escandalice al concurso.
De todas maneras, Gedeón perderá el tiempo; porque aun concediéndole algún fruto en sus exploraciones, bien apreciado no valdrá la violencia en que le pondrían los medios para alcanzarle. Violencia digo, porque sin ella no puede él vivir en un terreno tan extraño á sus hábitos é inclinaciones.
Y si le frecuentara más para hacerle placentero, acabaría por salir de él marido de la mujer más pobre y fea; y no convertido, sino domado como una bestia; en el cual caso sería una variedad vulgarísima entre los célibes remolones, y no un perfecto modelo de la especie solterona impenitente, como el lector y yo hemos convenido en que sea Gedeón.
En substancia, este capítulo es pura y simplemente una respuesta anticipada al candoroso lector que, olvidado de la naturaleza especial de nuestro personaje, me salga al encuentro con esta observación, que, en su concepto, lo resolvería todo, y hasta me excusara el trabajo de escribir lo que me falta de este libro.
—Pues, hombre, si Gedeón se aburre, ¿por qué no se divierte como yo?
X
LO QUE NO HABÍA PREVISTO GEDEÓN
Pero lo verosímil es que, á pesar de sus propósitos, si los tiene todavía, no se resuelva á salir de sus merodeos de escalera abajo; porque lo que entra con el capillo, sale con la mortaja.
Á la edad en que Gedeón ha pensado en elevar su vuelo hasta las águilas rapaces, ya pesa mucho el cuerpo; y si, aunque con trabajos, se sube, faltan los ojos para resistir el sol mirándole cara á cara. La tierra llama á lo suyo; y aunque sueñe ser águila, se queda el atrevido tan milano como sus hábitos le han hecho ó su madre le parió.
Lo innegable, por de pronto, es que una noche se retira á su albergue triste y dolorido; que la cama, aunque fementida, le llama á sí, y que él se arroja en ella sediento y quebrantado.
Como el sueño no acude á sus párpados, entretiénese en apreciar la cantidad y la calidad de la dolencia que le postra; pero cuanto más se examina, menos comprende si sus dolores proceden del cuerpo ó del espíritu.
Le asaltan serios temores de que la enfermedad pueda complicarse, y se estremece al pensar en la asistencia que le aguarda.
Entonces cae en la cuenta de que jamás ha entrado en sus previsiones un contratiempo semejante.
—He aquí un caso—se dice,—en que la familia no es tan abominable como nos la pintan. La más mala de las mujeres, el más ingrato de los hijos, pudieran prestarme ahora un auxilio, aunque sólo fuera el de su presencia, que para mí no ha de haber, ni pagándole. Mas yo no tengo esposa, ni hijos... ni siquiera un amigo, ni un allegado... Me faltará el consuelo de que no carecerá el último zapatero que se muera de hambre en un desván... Pero esto tenía que suceder; es lógico tal desamparo... Es una de las quiebras de mi oficio.
Después se va con la imaginación adonde le llevan los objetos que le rodean y los rumores que perciben sus oídos; y así, por esta senda, llega á antojársele que en toda fonda bien montada hay algo de manicomio, de cárcel y hasta de hospital: de todo, menos de casa y hogar.—Aquellas celdas en fila, con los números sobre la puerta; aquella uniformidad de camas, de colchas, de sillas y jergones; aquel hormigueo de gentes en los interminables corredores, gentes de todas edades, procedencias y cataduras; gentes que no se conocen ni se hablan; aquellos camareros brutales, impasibles, con el eterno mandil ceñido y el sucio lienzo en la mano, como verdasca de loquero ó tohalla de practicante; aquel gemir en un cuarto, reir en el otro y cantar en el de más allá; ó hablar aquí en francés, en griego allí, y en un rincón de negocios, en otro de literatura, y de amor en el más obscuro; aquella