El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda


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los duques de Montpensier en su palacio de la Serranía de Ronda; siendo lo admirable del caso, en su concepto, que los ladrones abrieron la puerta del gabinete de raso azul, del cual pasaron á la galería de esculturas; de ésta á la sala de los tapices flamencos, y de aquí á su despacho, cuajado de primores de arte y de objetos de lujo. Sin señales de titubear para encontrarla, abrieron una puerta oculta detrás de una librería de palo santo con columnitas de oro macizo, y entraron en un retrete, en el cual había hasta tres cofres llenos de alhajas de incalculable valor; pero no pudiendo abrirlos, á causa del secreto de sus cerraduras, ni cargar con ellos, por lo mucho que pesaban, se conformaron con robar unas botitas usadas de su señora, dos libros de genealogías, y como tres cuarterones de azucarillos.

      Mientras Malambruno cuenta estas cosas y otras tan estupendas como ellas, con voz estentórea y lento diapasón, su señora no deja oir la suya más que para rectificar algún error de cantidad en que haya incurrido su esposo.

      —Eran trece mil—dice, verbigracia, al asegurar éste que eran doce mil solamente las fanegas de trigo cosechadas por rentas en la Mancha; ó—creo que eran cuatro,—aludiendo á los cofres llenos de alhajas.

      Entre tanto, Malambruno está vestido de paño de Munilla, y parte por la mitad los trabucos del estanco, para fumarlos en dos veces; su señora viste con más aparato que riqueza; no trae consigo una sola doncella de tantas como deja holgando en cada palacio, y todo el equipaje del pomposo matrimonio viene metido en un baúl de tres celemines.

      Fáltame decir que doña Ambrosia asiste á casi todas las exhibiciones retumbantes del caudal de Malambruno, y que á cada rociada de millones que éste suelta, mira ella á sus huéspedes y parece decirles con los ojos, mientras se revuelve nerviosa en su silla:

      —¿Qué tal, caballeros y señoras? ¿Tengo yo pelones en mi casa?

       Índice

      ENTRE VENUS Y MARTE

      Durante la primera semana, halla Gedeón hasta cierto deleite en las originalidades de sus compañeros de mesa; pero á la segunda ya no puede con ellas. Asústale el temor de que aquello dure indefinidamente; y comparándolos con tan grotesco cuadro, le parecen de color de rosa los que á él le echaron de su casa.

      Felizmente, no tarda la pupilera en anunciarle que desde el día siguiente comerá en su gabinete; porque para entonces habrá llegado la doncella que esperaba.

      Y como lo ofrece lo cumple. Gedeón come en su cuarto al otro día; y ¡oh sorpresa embriagadora y confortativa! la doncella que ya vino, y le cubre la mesa, y después le sirve los manjares, es Solita; Solita, que le saluda regocijada y más sandunguera que nunca; Solita, que le cuenta lo poco afortunada que ha sido en amos desde que, bien á su pesar, tuvo que salir de casa de su señorito; Solita, que cuando ya no tiene nada que referir á éste con la lengua, parece decirle con los incitantes ojos, á cada plato que le sirve:—«Vamos, hombre, atrévete conmigo, que aquí no corres los riesgos que en tu casa; aquí soy la criada de tu pupilera; somos dos transeuntes que hacemos juntos un alto y nos arreglamos con lo que tenemos; ahora todo te es lícito sin desautorizarte... ¡Mira que de estas gangas no las encuentra cada día, ni tan á mano, un solterón medio aburrido y desalentado como tú, y que sólo vive, como perro achacoso, de lo que le cae en la boca!»

      No es fácil calcular con exactitud si es Solita quien tal dice con los ojos, ó si es Gedeón quien se lo imagina, ex abundantia cordis; pero es indudable que éste lo lee así; y como es hombre que no desperdicia las buenas ocasiones, sin que lleguen los principios de su comida ya ha puesto sus voluptuosos fines en evidencia. Mas no es Solita juez que sentencia en arduos litigios sin maduras reflexiones. Antes da muestras de sutil ingenio y experta travesura; y resistencias hace, aunque sin enojos, que ponen á Gedeón fuera de quicio.

      De todas maneras, esta peripecia viene á interrumpir sabrosísimamente la abrumadora monotonía de la vida de nuestro solterón, y á hacerle llevadera la existencia en aquella posada que empezaba ya á parecerle presidio. En adelante, verá llegar con alegría las horas de comer y todas las de volver á su albergue...

      Una advertencia, por lo que valga, y suponiendo que alguien que esto lea piense que el encuentro de Gedeón con Solita no es rigorosamente necesario: no he conocido un Gedeón tamaño, sin una Solita semejante. El de mi cuento se encuentra con ella en una posada, después de haberla conocido en su propia casa, como otros las vuelven á ver en medio de la calle, ó en sitio peor, después de haberlas tratado sabe Dios en qué parajes.

      Mas no por esto que digo de la necesidad de las Solitas para determinados solitarios, y de su mancomunidad de debilidades, se hagan juicios temerarios sobre la fortaleza de la Solita en cuestión; pues en Dios y en mi ánima aseguro, á más de lo que ya tengo dicho, que va poniendo á Gedeón de muy mal temple el obstinado crecer de los obstáculos.

      Y cuidado que no pierde ripio el solicitante. Sus comidas se eternizan; sus vueltas á casa no tienen número, y no le tienen tampoco las veces que se le ocurre ponerse malo á las altas horas de la noche, para que Solita le lleve el vaso de agua ó la taza de te.

      Y tan obcecado está en menudear todo lo posible sus entrevistas con la doncella fuerte; hasta tal punto le preocupa esta heróica tarea, que no se fija en que doña Ambrosia está ya en autos, y anda por alcobas y pasillos murmurando no sé qué letanías en que todo se canta menos alabanzas á su huésped, cuando él está departiendo con la doncella.

      La cual, sufre después, y no lo cuenta, los refunfuños y desabrimientos de su ama, como en otro tiempo sufrió los de la señora Braulia por idénticos, aunque no tan notorios motivos.

      —¡Si piensan algunos que mi casa es un cuartel, chasco se llevan!—grita una noche la pupilera, al salir la joven de servir el chocolate á Gedeón, y mientras éste se desnuda para acostarse. (Gedeón toma chocolate todas las noches desde que Solita vino á la casa; y rescoldo tomara, para hacer una comida más, si ella se lo sirviera.)

      Y cátate que apenas ha dicho esas palabras doña Ambrosia, cuando se oyen en la sala el arrastrar de un sable, el charrasqueo de las espuelas y los taconazos correspondientes; mas cuando Gedeón piensa que á este rumor bélico aludía la enojada patrona, advierte que se equivoca, pues que la oye decir en seguida, con acento meloso, y á la parte de allá de las vidrieras del gabinete:

      —En esta habitación estará usted como en la suya propia; precisamente la tengo destinada para estos lances... porque mi casa no es, propiamente hablando, casa de huéspedes. Á Dios gracias, no los necesito para vivir. Los tomo, como quien dice, para tener familia, y cuando me los recomiendan personas de suponer y de carácter como la que á usted le envía.

      La misma ó parecida relación que le hizo á él.

      —Pues mire usted, patrona—contesta en la sala una voz sonora y retumbante,—la persona que aquí me manda tendrá todo el carácter y todo el suponer que usted quiera; pero decente no es el alma de perro que debía alojarme en su casa y me echa á una mala posada.

      —En cuanto á eso, caballero militar—replica doña Ambrosia notoriamente sulfurada,—entienda usted que esta casa ni es posada ni es mala; y por lo que hace á quien le envía á usted á ella, no necesita aprender de nadie á ser decente, ni tampoco tiene obligación de hospedarle á usted á su lado.

      —¡Ni yo de aguantar con paciencia que á estas horas se me vaya á la empinada la hija de su madre!

      —¡Caballero!

      —Lo


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