El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
id="ulink_e0fe9e84-b83d-51e3-8e56-38664222872d">VIII
DE MAL EN PEOR
¿Adónde vamos con esto?—le preguntan.
—Á la fonda.
—¿Á cuál de ellas?
—Á la más cara,—responde Gedeón, decidido á ahogar sus desventuras en dinero.
Y anda, anda, llegan los tres á un ancho portal muy charolado y resplandeciente; y sube, sube, por una escalera muy lustrosa, detiénense en un vestíbulo medio lujoso, medio limpio y medio obstruído por baúles amontonados y camareros sin educación.
—¿Adónde vamos?—pregunta á éstos la acémila delantera.
—Adentro se lo dirán á ustedes,—responde el menos soez de los preguntados.
Y los tres penetran en un largo corredor; y hallan á un hombre gordo que, al verlos, empuña la manezuela de una de las puertas de la ringlera, y les dice:
—Aquí.
Mas apenas ha metido Gedeón las narices dentro, dan sus ojos con un hombre en calzoncillos, esparrancado, en chancletas, y como haciendo equilibrios delante de un espejillo colgado en la pared, y detrás de una bujía colocada entre uno y otro.
—Perdón,—exclama el hombre gordo, mientras el de adentro se vuelve á mirarle, navaja de afeitar en mano, y con media cara rapada y la otra media cubierta de jabón.
Treinta pasos más adelante, vuelve á decir el que guía, abriendo otra puerta:
—Aquí es.
Y cuando los que van detrás se disponen á seguirle, una mujer en enaguas lanza un grito, y abalanzándose á la puerta, ciérrala con ira, mientras la voz de un hombre suelta una blasfemia en francés desde el fondo de aquel misterio inexplorado.
Á vueltas de otras tres equivocaciones por el estilo, el hombre gordo, ya sulfurado, pónese á gritar desde el centro de una encrucijada á que han llegado los cuatro:
—¡M’siu Cotelet!... ¡M’siu Cotelet!
—¡Boum!—le contesta una voz desde allá lejos, muy lejos.
—¿Quiere usted decirme, con mil demonios, qué número es el que está desocupado?
—¡El dusiantos trantiunoooo!...—vuelve á responderle la voz.
—Es en el otro piso, caballero—dice el hombre gordo á Gedeón.—Es enteramente igual á éste: sólo tiene de más algunas escaleras.
Súbenlas los cuatro, tres de ellos jadeando ya y con amagos de jadeo el hombre gordo; y vuelven á recorrer nuevos pasadizos. Al fin de uno de ellos hay una puerta con el número 231. Allí es. El hombre gordo entra y enciende una vela. Á su luz se ve el suelo lleno de papeles rotos y puntas de cigarro, la cama revuelta, la palangana hecha una basura, y la pared con lamparones.
Mientras Gedeón paga y despide á los mozos de cordel, llega un camarero silbando unas habaneras; y de dos trastazos da por arreglada la cama, dejando al nuevo huésped en la duda de si mudó las sábanas ó aprovecha las que tenía; vierte las inmundicias de la jofaina en un cubo de latón; saca á puntapiés los papeles al corredor; sacude dos manotadas y da un restregón con la sempiterna rodilla al tocador; cuelga encima de éste una tohalla; y, sin dejar de silbar las habaneras, sale del cuarto, despidiéndose con un portazo que hace temblar los tabiques.
Mustio se queda Gedeón por largo rato, maquinalmente sentado sobre uno de sus baúles y midiendo con la vista el menguado perímetro de aquella estancia. Después se levanta, y, maquinalmente también, procede á hacer el inventario de cuanto en ella le pertenece para su uso.
Además de la cama y del tocador ya mencionados, hay un ropero con puerta que no ajusta, de espejo desazogado y llave que no cierra; una percha de fleje con seis colgadores, tres de ellos á medio arrancar, dos arrancados ya y uno partido por el medio; una mesa de noche (cuyo entreabierto cajón permite ver, en su obscuro fondo, media liga vieja, un cabo de vela, tres palillos de dientes muy usados, un parche de trementina á medio uso, y seis tachuelas amarillas); una jarra de latón, como el cubo, llena de agua; sobre la mesa de noche una botellita blanca, con un vaso boca abajo por tapadera; un velador cabizbajo y alicaído, no por la carga liviana de un tinterillo sin entrañas y una pluma roñosa que no puede calzar más que punto y medio, por mucho que se presume, sino por sus achaques naturales y frutos de su arrastrada vida; por último, dos sillas de mala muerte y una butaca cuya anatomía de astillas y de alambre pugna, y al fin ha de conseguirlo, por romper la mezquina envoltura que aún la impide, aunque sólo á trechos, protestar en debida forma contra la opresora poltronería de los huéspedes.
De manera que allí todo está previsto para la comodidad de éstos y para sus más apremiantes necesidades, y nada falta más que el aseo, el orden y el desahogo. Todo parece decirle á Gedeón: «No te molestes en llamar, porque no acudirá nadie al llamamiento, en la confianza de que tienes aquí cuanto necesitas. Para lo demás, ya te llamarán á tí.»
No ignora Gedeón lo que son las fondas; pero entre pasar por ellas, como él ha pasado algunas veces, y vivir en ellas, como ahora vive, hay muchísima distancia; y mucho mayor para un hombre siempre cebadito y mimado en su casa, en la cual todo era suyo y para su regalo.
Decididamente no es en aquel angosto y desaliñado recinto donde ha de llenar el vacío de que se queja desde que nosotros le conocemos.
Con éstas y otras cavilaciones en la mollera, y mirando con repugnancia cuanto le rodea, vase desnudando poco á poco; y sin pizca de ilusiones para el día siguiente, métese en la cama como pudiera tirarse al pozo, apagando de un soplo la bujía y encendiendo en su memoria el recuerdo de Solita, que, por de pronto, le alegra un poco la imaginación, aunque no le llena, ni con mucho, el abismo de su alma.
Una semana, quince días, dos meses... un año... lo que el lector quiera, lleva Gedeón de residencia en aquel agujero, ó en otro idéntico, de la misma fonda ó de otra quizá peor que habrá encontrado, en su afán de mejorar de vivienda y de establecerse á su gusto.
Le ocupa lo menos que puede, y vuelve á él á las horas de comer y de acostarse, como el colegial á cátedra después de las vacaciones.
Para colmo de desdichas, tiene un destacamento reumático en una rodilla, y un manantial en un oído; le va engordando la panza y se le insinúa un catarro de pecho que, cuando el tiempo refresca, le da bastante que hacer.
Pero más que estas plagas, que al cabo le dejan en paz muy á menudo, le abate un aburrimiento desconsolador. Verdaderamente no sabe qué hacer de su cuerpo, ni en su celda ni en la calle. En la una todo es angostura y soledad. En la otra no tiene ya con quién departir; pues sus tres camaradas, únicos seres cuyo trato ha cultivado con frecuencia, le van inspirando una invencible antipatía, y huye de ellos como de la peste.
En cuanto á lo demás, tanto le cansa como le deleita, si es que algo de ello no le remuerde; reducido, en suma, á insubstanciales despojos de las sobras de otros tiempos, ó á similores del presente, que no valen el trabajo que le cuestan, ni el riesgo en que le ponen su libertad.
IX
POR LAS NUBES