El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
llega un día en que Gedeón, después de haber perdido la paciencia, y con ella el paladar y el estómago y mucho más que no se gusta ni se digiere, pero que se pone ó se vende; después de ver su casa saqueada, y lo que en ella queda sucio, desconcertado y descolorido; después de convencerse de que los últimos criados que toma son los peores y los que más caros le salen, plántalos en la calle y lánzase él más tarde á la misma, dándose á todos los demonios y maldiciendo de la suerte que le hace elegir, en uno y otro sexo, lo más malo que existe en el ramo de sirvientes.
Y así se le va pasando lo mejor de aquel tiempo, que él tenía á sabrosos empeños destinado, como hacienda que se echa á los perros.
¡Qué empresas ha de acometer con bríos ni con gusto, si los unos y el otro se le gastan y corrompen entre las inesperadas miserias de su vida doméstica?
Asómbrase de que tan mezquinas causas le produzcan tan desastrosos efectos; no acierta á explicarse cómo ese poco de roña puede entorpecer todos los ejes de la máquina de sus ideas; y con el ansia febril de conjurar el cúmulo de casualidades que le persigue, para llegar alguna vez á establecerse á su gusto, medita, calcula, y todo lo supone menos que puede ser él uno de los infinitos hombres de quienes dijo La Bruyère que emplean la mayor parte de la vida en hacer miserable el resto de ella.
IV
EL DEMONIO CONSEJERO
Aspirando con ansia bocanadas de aire, cual si con ellas quisiera aventar sus pesadumbres, y caminando á largos pasos, encuéntrase en una de estas ocasiones con su camarada, aquel acicalado solterón de quien tanto hemos hablado, y á quien no ha visto mucho tiempo hace; y como si Gedeón llevara letreros en la cara, que revelasen las desazones de su espíritu,
—¿Cómo vas con tu nueva vida?—le pregunta en crudo el recién hallado.
—Pues, así, así,—responde Gedeón haciendo rechinar sus dientes.
—Al principio se extraña un poco.
—Efectivamente, algo se extraña.
—Pero ya habrás palpado ciertas ventajas...
—He sido poco afortunado en mi casa, si he de decirte la verdad.
Aquí resume en breves, pero pintorescas palabras, cuanto el lector sabe de sus amarguras domésticas.
—Mal anda, en efecto, ese ramo—dice el otro;—pero todo consiste en acostumbrarse.
—Ya.
—En cambio, irás llenando aquel romántico vacío y aquellas... ¿eh? de que tanto nos hablaste en la ocasión de marras...
—Pshe...
—Vamos, sé franco.
—Pues con franqueza, amigo: cuantos más criados meto en mi casa y más alboroto me arman en ella, más vacía la encuentro. ¡Yo no sé qué demonios me escarabajea aquí adentro y me dice, á cada innovación que hago en mi vida, «no es eso,» como si yo deseara algo que no encuentro!
—Vamos, eres incorregible, y has de morirte al fin creyendo en brujas. Porque unas fregatrices te hayan dado tal cual disgustillo, de esos que tiene á cada momento cualquiera mujerzuela casada, ya te ahogas.
—Pero recuerda que por huir de ese y otros disgustillos semejantes, estamos tú y yo fuera de la ley, en el estado honesto á perpetuidad, como las sepulturas de los ricos.
—No exageres, Gedeón, y no lleves tus profanaciones hasta el extremo de hacer comparable, ni aun en esa pequeñez, nuestra noble independencia con la ignominiosa servidumbre de los casados. ¡Por Dios que es cosa chusca ver á un hombre que va á matar leones, detenerse porque halla en medio del camino una sabandija! ¿Para qué demonios quieres esa fachada que tienes?... Lo primero que has de hacer, Gedeón, es echarte el alma á la espalda.
—Me parece que más echada...
—Y después, dar cierto ensanche á tus empresas. ¿Á que no lo has hecho?
—Efectivamente.
—De modo que vives, como quien dice, de los huesos de aquellas pechugas...
—Esa es la verdad... ¡y gracias si tengo, en un apuro, esos huesos que roer!
—¡Tú á huesos, Gedeón?
—Fíjate en mis circunstancias de hoy, en mis disgustos...
—¡Tú á huesos, con la carne que hay por el mundo, y las ventajas que tienes para aspirar á la más delicada!
—Hombre, no te diré que esté eso fuera de mis propósitos; pero tampoco he de ocultarte que no fío mucho en mi destreza de cazador; porque después que llega uno á cierta edad, fatigan mucho las cuestas arriba: parece que cada día que pasa es un año de otros tiempos, y la picara razón se hace una charlatana inaguantable. Dice unas cosas tan á punto y tan bien dichas, que no hay modo de que la fantasía meta su cuchara en la conversación.
—Es decir que te vas haciendo filósofo.
—No; pero sospecho que me voy haciendo viejo.
—De todos modos, rindes las armas.
—Tampoco; las cuelgo, mientras estudio el campo y me establezco á mi gusto en él.
—Por lo visto, esa es tu manía.
—¿Cuál?
—Establecerte á tu gusto.
—Exigencia de carácter: no sé dormir ni descansar con pulgas en la cama.
—Pues, amigo, yo soy tan viejo como tú, y nada me dice la razón que se oponga á mis inclinaciones, ni dejo de entregarme á ellas por molestia más ó menos.
—No las tendrás.
—¿Quién está sin alguna? «El saberlas vencer es ser valiente.»
—Pues cree que te admiro y te envidio.
—Resueltamente te ahogas en poca agua.
—Podrá ser.
—Y de todas las contrariedades de que te quejas tienes tú la culpa.
—No te diré que no.
—¿Serás también capaz de arrepentirte de no haber entrado en el gremio cuando el diablo te tentó?
—No por cierto; nada veo en esa región que me la haga desear; pero no he de ocultarte que voy concibiendo recelos de que tampoco en la nuestra he de hallar lo que años há me imaginaba.
—Y ¿cómo has de hallarlo sin la fe que te falta y con esos resabios de sensiblería patriarcal, que te enervan? ¡Ay, Gedeón! siento decírtelo; pero si has de salvarte, necesitas tutela por algún tiempo.
—¿Para qué?
—Para librarte del mayor enemigo que te persigue.
—¿Y cuál es?
—La manía del hogar doméstico.
—¡Bah!
—Créeme; es más fuerte que tú.
—¿Y qué debo hacer, en tu opinión?
—Si admites mi tutela