El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda


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le permite divertirse según sus inclinaciones naturales, le prohibe acercarse á los ruidos y á los grandes espectáculos del mundo, tiene que limitarse á un sencillo merodeo alrededor de su casa, como quien dice, y dejar para más adelante las campañas de prueba.

      Así se cumple con otro de los deberes que son anejos al derecho de vivir entre gentes civilizadas.

      Y hay que convenir en que el tal deber está bien fundado. Bueno que los lutos se arrastren por todas las deshonestidades sociales, porque con ellos no puede uno ir á ninguna parte; pero exponerlos en teatros y tertulias, donde la gente guarda compostura y decoro... ¡no faltaba más! ¡Bonita cara pondría esa señora que se llama sociedad culta, y marca lo que se ha de sentir y lo que se ha de llorar, con centímetros de crespón en el sombrero, ó con varas de velillo delante de los ojos!

      Volviendo á Gedeón, digo que discurre, al tenor de lo indicado, larga y detenidamente, acerca de lo que ha sido antes y lo que puede y le toca ser en lo sucesivo, libre de toda vacilación y resuelto á pasar la vida con la mayor suma posible de comodidades y deleites... porque es indudable que eso que él sigue notando todavía dentro de sí y en cuanto le rodea, y que algún inocente predestinado se atrevería á llamar nostalgia de la familia, es un efecto lógico de su nueva situación, y desaparecerá tan pronto como el huérfano se establezca á su gusto, metodice su vida y llene el desierto hogar.

      Esta es, por consiguiente, su tarea más perentoria. Afortunadamente, no es difícil.

      Por de pronto, y á reserva de cambiar de sistema cuando las circunstancias se lo reclamen, necesita una persona que se encargue de las menudencias domésticas; una mujer de edad, en quien el juicio corra parejas con los años. Pero esta mujer, cuyo destino exclusivo ha de ser el de administradora, no puede ni debe, hasta por razones de estética, estar á su servicio inmediato. Con este último objeto tomará una joven de buen ver y adecuada al caso. En cuanto al prosáico cargo de cocinera, está provisto muchos años há, y no mal del todo, en una buena mujer que continuará desempeñándole.

      No hay plazas más solicitadas ni apetecidas que las de sirvientes de un solterón. Las amas de llaves todo lo esperan de él; las jóvenes todo lo creen posible; y ni las unas ni las otras tienen que lidiar con la fiscalización intransigente de la señora de la casa.

      Así es que Gedeón recibe las solicitudes á puñados y las recomendaciones por docenas. Puede elegir á su gusto, y así lo hace.

      Desde aquel instante, una mujer que ya no ha de cumplir el medio siglo, aseada, enjuta de carnes, á medio encanecer y empezándose á arrugar, y muy hacendosa y previsora, según informes, se encarga de las llaves y recibe con ellas una cantidad de dinero para el gasto menudo durante quince días, concluído lo cual recibirá otro tanto; porque Gedeón no quiere, ni debe, ni sabe ocuparse en todas esas prosáicas menudencias.

      El nombre no es enteramente simpático: se llama la señora Braulia; pero ¿qué más da? En cambio, al nacer, fué envuelta en finos pañales: su padre era mayordomo del marqués de las Pesadumbres. Las que le dieron (al mayordomo) una naturaleza enfermiza y una familia demasiado numerosa, trajéronle á menos; y á la muerte del marqués, habiendo suprimido aquella plaza sus herederos, acabóse la vida del mayordomo con esta última pesadumbre. Braulia, entonces, como cada uno de sus hermanos, tuvo que buscarse la vida como mejor pudo: hoy zagaleando criaturas, mañana fregando vasijas y arrimando pucheros á la lumbre, y otro día ascendiendo á doncella de labor y camarera de confianza; pasando, en fin, por todas las fases de la servidumbre doméstica, pero siempre muy honrada y muy querida de sus amos. Túvolos de alto coturno; y al ingresar en casa de Gedeón, desdeñó las ofertas de un banquero de nota. Cree que todas estas vicisitudes le han dado á conocer el mundo palmo á palmo, y á los hombres pelo á pelo.

      Aunque á él no venga nunca, así refiere su historia la buena de la señora Braulia.

      Menos puntos calza en prosapia, pero nombre más bonito lleva la otra sirvienta. Llámase Solita, y es hija de un remendón con quien no ha vivido desde que supo andar lo bastante para escaparse de casa, en la cual no era posible la existencia con aquel hombre que concluía con todo: con la familia, á palos, y con lo que ganaban, él remendando y su mujer cosiendo, en la taberna.

      Huérfana de madre á los pocos años de ponerse á servir, sólo ha logrado verse libre de la tiranía del zapatero, dándole las tres cuartas partes de lo que gana. Á pesar de estos contratiempos, ha llegado á ser una de las doncellas militantes, ó sirvientes, de mejores informes.

      Es menudita, limpia como el oro, picaresca de sonrisa, algo remangada de nariz y gruesa de labios; muy negros el pelo y los ojos, aquél abundante y éstos no muy grandes ni rasgados; pequeños los pies, los dientes, las manos y las orejas, y rollizos los brazos, el cuello y las inmediaciones.

      En todas estas menudencias repara Gedeón, mientas Solita le cuenta las otras referentes á su historia; porque es natural que un señor bien educado, al recibir en su casa á una muchacha, le pregunte por las generales de la ley, siquiera por preguntar algo; y como Solita es ingenua casualmente, responde cuanto sabe y no la deshonra, porque no la hay en decir la verdad; sobre todo, como ella la dice, fruncidos los ojuelos, entreabiertos los labios, como si quisieran sonreir y enseñar los dientes á un mismo tiempo, una mano en la cintura, la otra doblando y desdoblando un pico del delantal, y la mitad del pie derecho fuera de los pliegues de la falda, llevando el compás del suave balanceo de las redondas caderas.

       Índice

      LA PRIMERA CATÁSTROFE

      Ya tiene Gedeón cuanto necesita: es decir, quien le administre, quien le sirva y quien le aderece el ordinario sustento.

      Ya no reina el vacío en su casa; ya hay ruido y movimiento en ella.

      La señora Braulia, como mujer precavida, estudia sin cesar la manera de que en su jurisdicción ande todo conforme con los gustos y deseos de su amo; la cocinera trata de cumplir las órdenes de la señora Braulia, en lo que respecta á su importante ministerio; y en cuanto á Solita, arregla el gabinete como si tuviera hadas en las manos, y es una mariposa alrededor de la mesa: lo mismo maneja platos y cristalería, que un prestidigitador los cubiletes... Alguna vez tropieza con el codo al «señorito,» al mudarle el cubierto, ó le retira el plato sin estar desocupado; pero ¿quién diablos ha de atreverse á reprender tales descuidos, al ver cómo la delincuente ofrece sus disculpas en memoriales de sonrisas que, aun á los ojos del más diestro en semejantes lecturas, tanto picaran en malicia como en rubor?

      Es tal el esmero con que se le sirve y se le adivinan los deseos, que en ocasiones creería que algún genio invisible cuida de su casa. No bien hace por ella una breve excursión, ya está arreglado cuanto él desarregló al moverse, sin que se vea la mano que colocó la silla en su sitio, el gabán en el ropero ó el libro en el estante.

      Cuando por la noche se retira á descansar, encuentra la luz en su cuarto, el vaso de agua sobre la mesa, y abierta y preparada la cama... Ni un motivo siquiera para romper la monotonía de aquel ordenado silencio con un campanillazo; silencio sólo alterado por la voz de la señora Braulia que, antes de cerrar él la puerta del gabinete, asoma por ella la cabeza para pedirle sus órdenes para el día siguiente y darle las buenas noches.

      Por un lado no le desagrada el sistema; pero ¡tiene tanto de uniforme y de misterioso!... Parece que se le ceba, no que se le sirve.

      Un hombre como él, que por no poder ir todavía á ninguna parte, vuelve á casa, las más de las noches, hastiado, rendido y de muy mal humor, recibiría


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