La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés

La hermana San Sulpicio - Armando Palacio Valdés


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me pongo colorado.

      —Porque a mí me complacería que usted los renovase... vamos... que usted los renovase con gusto... No es decir que lo haga sin gusto... vamos... Pero yo creo que cuando se hace un voto como ése con vocación, puede pasar... pero cuando se hace sin ella, debe de ser una gran desgracia... Porque es muy serio... ¡Caramba si es serio!

      Cuando yo decía esto, ella parecía muy lejos de estarlo. Mirábame con ojos donde chispeaba la gana de soltar una carcajada. Paré, pues, en firme la lengua, y más colorado que un pavo tosí tres o cuatro veces hasta reventar, supremo disimulo que hallé entonces, y le pregunté, afectando gran dominio de mí mismo, cuántos vasos había bebido ya.

      Entablamos una conversación indiferente. Sin embargo, a los pocos momentos ella misma volvió a sacar la otra. Nos habíamos sentado en un banco del parque. Enfrente, sentadas en otro, estaban la madre, la hermana María de la Luz y una señora, de Sevilla también, que estaba tomando las aguas, llamada D.ª Rita. En una pausa me preguntó:

      Conque usted deseaba saber si pienso renovar mis votos, ¿verdad?

      —Sí, señora—le respondí sorprendido.

      —Pues voy a satisfacerle a usted la curiosidad. No, señor, no pienso renovarlos.

      —¡Caramba, cuánto me alegro!

      —Puedo decirlo sin pecado—añadió sin hacer caso de mi exclamación,—porque es mi propósito firme desde hace tiempo, y así se lo he comunicado al confesor. ¿Quiere usted saber más, fisgón, chinchosillo?

      —Sí, señora—repliqué riendo;—quiero saber por qué, no teniendo vocación... Digo, me parece que no la ofendo a usted.

      —No, señor, no me ofende usted. Adelante.

      —Por que, no teniendo vocación, se ha hecho usted monja.

      —¡Oh! Eso es largo de explicar—dijo poniéndose repentinamente seria.—Además, esas cosas sólo se pueden decir a personas de mucha confianza... y usted es un amigo de ayer.

      —¿Cómo de ayer?

      —Bueno, de anteayer... es igual.

      —Pues aunque soy tan reciente, crea usted que lo soy de veras, y que tendría placer muy grande en demostrárselo... aunque fuese con cualquier sacrificio... Porque usted es muy simpática a todo el mundo por su carácter franco y espontáneo, pero crea usted que a mí lo es más que a nadie... A los que nacimos y vivimos en el Norte, esa espontaneidad, esa gracia que tienen las andaluzas nos causa una impresión inexplicable. De mí sé decirle que no encuentro música más grata que el acento de usted. Me pasaría las horas muertas oyéndola hablar. Y no sólo por la gracia y el encanto que tienen sus palabras, sino porque adivino en usted un corazón tierno y apasionado...

      Este era el camino más despejado para llegar a una declaración. Creo que hubiera llegado sin mayor tropiezo a ella si no se hubiese presentado inopinadamente delante de nosotros aquel maldito chiquillo que el día anterior habíamos hallado en la carretera.

      —¡Perico!—exclamó la monja levantándose.—Pero ¿qué cara es ésa, niño? ¿Dónde te has metido, lechoncillo?... Señores, miren ustedes qué cara—añadió cogiéndole por la cabeza y presentándonoslo, sonriendo.—¿Habrá cosa más chistosa en el mundo? ¿No da ganas de comérselo?

      Y sucio y asqueroso como estaba, le repartió en el rostro unos cuantos besos. Después, limpiándose la boca con movilidad pasmosa, arrepentida de haberlo hecho, comenzó a insultarle.

      —¡Sucio! ¡gorrino! a ver si te vienes conmigo ahora mismito para que te friegue los hocicos. No tienes vergüenza ni quien te la ponga.

      Y cogiéndole de la mano bruscamente, lo llevó medio a rastras en dirección del río. El chiquillo, en veinticuatro horas había tomado con ella gran confianza, y se dejaba conducir sin resistencia. Poco después la vimos allá abajo, a la orilla, lavándole con ademanes tan bruscos, sacudiéndole tan vivamente que a todos nos hizo reír. Aunque no se oían sus palabras, notábase de sobra que le seguía increpando duramente.

      Esto sucedía en sábado. El miércoles de la semana siguiente tenían pensado irse. Era, pues, indispensable aprovechar aquel corto plazo para conseguir lo que ya abiertamente me proponía, esto es, que la hermana me diese algunas esperanzas de quererme a la salida del convento. A la mañana siguiente, como viniese de casa con ellas hasta el manantial, encontré a Daniel Suárez, mi compañero de cuarto. Me despedí para dar algunos paseos con él por la galería. Ya he dicho que procuraba presentarme en público las menos veces posible en compañía de las monjas. Las saludó con aquella displicencia y mirada cínica que tanto me desplacía. Así que no pude menos de abocarle con cierta frialdad.

      —Buenos días, amigo. ¿Le ha pedido usted la conversación ya a la monjita?

      —¿Cómo la conversación? Claro está, puesto que todos los días hablo con ella.

      —No me entiende usted. Pedir la conversación, en mi tierra y en la suya, es decirle que se están pasando unas ducas muy grandes por ella. ¿S'anterao uté?

      —No, señor; no sé lo que son ducas.

      —Faitigas.

      —¡Ah! Pues no; aún no se lo he dicho, ni he pensado jamás en ello.

      —Lástima que esa niña se haya metido monja. Yo conozco a su familia. Es hija de un comerciante de la calle de Francos que ha dejado lo menos dos millones. La viuda dicen que vive con un señor... ¿sabe usted?... un señor. Y hay quien dice también que a la niña la han metido entre los dos medio a rastras en el convento.

      Ahora debo recordar que, aunque poeta, soy gallego. En el fondo de mi naturaleza se encuentran tan bien casadas estas dos cualidades, que casi nunca se mortifican o se dañan. El gallego sirve para refrenar los ímpetus exagerados del poeta. El poeta ejerce el bello destino de ennoblecer, de dar ritmo armonioso a la existencia. Pues bien, al escuchar las palabras de Suárez, el gallego me hizo ver inmediatamente el aspecto práctico del asunto, que el poeta tenía olvidado de un modo lamentable. ¡Dos millones! Las gracias de la hermana, ya muy grandes, crecieron desmesuradamente con aquella repentina aureola de que la vi circundada. El gozo se me subió a la cabeza, y no tuve la precaución de disimularlo.

      —Pues, amigo Suárez—dije echándole el brazo por encima del hombro, en un rapto de expansión,—todavía puede remediarse todo.

      El malagueño volvió hacia mí la cabeza un poco sorprendido.

      —Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta a consagrarse a Dios por toda la vida.

      —¿De veras?—preguntó con acento indefinible, sonriendo como a la fuerza.

      —Hombre, ¿cree usted que una mujer con esos ojos asesinos... y ese aire... y esa gracia, ha nacido para encerrarse en un claustro?

      Alzó los hombros desdeñosamente.

      —¿Y no tiene usted más datos que esos para creer lo contrario?... Es poco, compadre—dijo, dando un chupetón al cigarro y soltando el consabido chorrito de saliva.

      Me hirió aquel acento desdeñoso, y no pude reprimir un desahogo de la vanidad.

      —Hay más, hay más, querido. Tengo su palabra terminante.

      —¿Palabra de matrimonio?—preguntó con sorna.

      —No, palabra de salir del convento.

      —Si puede.

      —Ya haremos lo posible por que pueda—repuse con fatuidad.

      Quedó pensativo, y seguimos paseando un rato en silencio. Al cabo, comenzó, como suele decirse, a meterme los dedos en la boca, y vomité cuantas menudencias de significación o insignificantes habían acaecido entre la hermana y yo en los breves días que la trataba. Sentía yo el gozo de todo enamorado en abrir el pecho y poner de manifiesto mis alegrías, temores y esperanzas.


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