La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés

La hermana San Sulpicio - Armando Palacio Valdés


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usted... cuando a uno le gusta cualquier mujer, todo lo convierte en sustancia.

      —Phs... Me parece que la hermanita es una chicuela con un puchero de grillos en la cabeza. Ni sabe lo que quiere, ni por lo visto lo ha sabido en su vida. Al cabo hará lo que le manden... Conozco el paño.

      Me molestaron grandemente aquellas palabras, no tanto por el desprecio que envolvían hacia la mujer que me tenía seducido, como por encontrar en ellas alguna apariencia de razón.

      Poco después, como tratase de despedirme de él para unirme de nuevo a las monjas, me retuvo por el brazo.

      —¡Vamos, hombre, no haga usted más el oso!—dijo riendo.—¿No le parece a usted que basta ya de guasa?

      —¿Cómo guasa?—exclamé confuso.

      No contestó y seguimos paseando. Al cabo de unos momentos, la vergüenza que se había apoderado de mí, hizo lugar a la cólera.

      «¿Y quién es este majadero para intervenir en mis asuntos, ni para hablarme con tal insolencia? ¡Vaya una confianza que se toma el mozo!...»

      Cada vez más irritado, no respondí a algunas observaciones que comenzó a hacer sobre la gente que paseaba, y al cruzar otra vez a nuestro lado las monjas, me aparté bruscamente, diciendo con el acento más seco que pude hallar:

      —Hasta luego.

      —Vaya usted con Dios, amigo—le oí decir con un tonillo tan impertinente que me apeteció volverme y darle una bofetada.

      La vista de la hermana y su encantadora charla hízome olvidar pronto aquel momentáneo disgusto, si bien no pudo apagar por completo la excitación que me había producido. Manifestose esta excitación por un afán algo imprudente de traer de nuevo a la hermana a la conversación del día anterior, para lo cual procuré que nos adelantásemos otra vez en el paseo. Ella, sin duda, prevenida o amonestada por la madre, o por ventura obedeciendo al sentimiento de coquetería que reside en toda naturaleza femenina, mucho más si esta naturaleza es andaluza, no quiso ceder a aquella tácita insinuación mía. No se apartó un canto de duro de sus compañeras mientras paseamos. Y fue en vano que las llevase al parque, pues sucedió lo mismo. Sin embargo, cuando volvimos a casa tuve la buena fortuna de poder hablarla un rato aparte, gracias a Perico, el chiquillo de marras, con quien casualmente tropezamos. Verle y apoderarse de él, y sonarle y limpiarle la embadurnada cara con su pañuelo, fue todo uno para la hermana. Para ello tuvo necesidad de quedarse un poco rezagada, y yo, claro está, interesadísimo también por el niño, me quedé a su lado. Terminado el previo y provisional aseo, la hermana le prometió darle dos almendras si se venía con ella a casa, y Perico, de buen grado, consintió en perder de vista sus lares por algunos minutos. Tomole de la mano, y yo, por no hacer un papel desairado, le tomé por la otra, y comenzamos a caminar lentamente llevándole en medio. Confieso que maldita la gracia que me hacía aquel chiquillo sucio y haraposo, feo hasta lo indecible; pero quien me viese en aquel instante llevándole suavemente, sonriéndole con dulzura, dirigiéndole frases melosas, pensaría a buen seguro que le adoraba.

      Como ya he dicho que estaba algún tanto excitado y deseaba con extraño anhelo declarar mis sentimientos a la hermana, cogí la ocasión por los pelos en cuanto se presentó.

      —Di, chiquito, ¿te acordarás de mí cuando me vaya, o te acordarás tan sólo de los caramelos?—preguntaba bajando la cabeza hasta ponerla a nivel de la del niño.

      Éste, con su ferocidad indómita, bajaba más la suya, sin dignarse responder.

      —Di, tío silbante, ¿sientes o no que me vaya?

      —¡Oh, Gloria!—exclamé yo entonces con voz temblona.—¿Quién no ha de sentir perderla a usted de vista?

      La monja levantó la cabeza vivamente y me miró de un modo que me turbó.

      —Oiga usted, ¿quién le ha dicho que me llamo Gloria?

      —La madre.

      —¡Valiente charlatana! ¿Y no sabe usted que nos está prohibido responder por nuestro nombre antiguo?

      —Lo sé, pero...

      —¿Pero qué?

      —Me complace tanto llamarla por ese nombre, que aun a riesgo de incurrir en el enojo de usted...

      —No es en mi enojo, es en un pecado.

      —Pues bien, que me perdone Dios y usted también; pero si algo puede disculpar este pecado, debo decirle que cada día la voy considerando a usted menos como religiosa y más como mujer... Sí, Gloria, mientras he imaginado que sus votos eran indisolubles, la miraba a usted como un ser ideal, sobrenatural, si se puede decir así; pero desde el momento en que entendí que era posible romperlos, se me ha ofrecido con un aspecto distinto, no menos bello, por cierto, porque lo terrenal, cuando es dechado, como usted, de gracia y hermosura, se confunde con lo celestial. Hay en sus palabras, en sus actitudes todas un atractivo que yo no he observado jamás en ninguna otra mujer... Si usted viese o leyese ahora en mi interior...

      —¡Huy, huy!—gritó el niño, a quien yo, al parecer, con la vehemencia del discurso, estaba apretando la mano hasta deshacérsela.

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