La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés

La hermana San Sulpicio - Armando Palacio Valdés


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callando.

      —Dígame usted cómo se llamaba antes de ser religiosa.

      —¿Para qué quiere usted saberlo? De todos modos, no puede llamarme de ese modo, ni yo puedo responderle.

      —No importa, lo guardaré en el fondo del pecho y allí lo tendré sin comunicárselo a nadie, como un recuerdo precioso de usted.

      —¡Anda! ¡Cualquiera diría que es usted gallego! Con esas palabritas gitanas, más parece usted un gaditano.

      —¿El nombre?

      —Nada, no quiero que se lo guarde usted en el pecho. Le va a producir catarros.

      —Guasitas, ¿eh?

      —Además, ¡quién sabe los que tendrá usted ya ahí almacenados! Una religiosa tiene que mirar mucho la compañía...

      Después, quedándose un momento pensativa, sugerida la idea sin duda por la asociación, me preguntó:

      —¿Va usted al baile esta noche?

      —¿Al baile del Casino?

      —Sin duda.

      —Pues sí, señora, tal vez dé una vuelta por allí... En estos sitios de baños hay tan pocos recursos para distraerse, que si uno no aprovecha las fiestas... Sin embargo, si usted no quiere, no iré.

      —¿A mí qué me importa que usted vaya o no vaya?—respondió con viveza; pero volviendo sobre sí de repente, añadió:—Digo, no, perdóneme usted y que me perdone Dios; he dicho una necedad. Los bailes son lugares de perdición y debemos desear que no vaya a ellos nadie.

      —Entonces no los habría... De modo que no quiere usted que vaya.

      —Si usted me consulta, tengo el deber de aconsejarle que no vaya—me respondió adoptando por primera vez un tono sumiso y monjil que no le cuadraba.

      —Bien, puesto que usted no quiere, no iré; pero en cambio me va usted a decir cómo se llamaba.

      —¿Ya pide usted réditos? Las buenas acciones las premia Dios en el cielo.

      —Y a veces en la tierra, por conducto de sus elegidos. Sea usted el conducto de Dios en este momento, hermana.

      Me miró con la misma expresión curiosa y burlona de otras veces, bajó después la vista y, trascurrido un momento de silencio, levantose de la silla para subir al cuarto. Con el mayor disimulo la retuve suavemente por el hábito, diciendo al mismo tiempo en voz de falsete:

      —¿Cómo se llamaba usted?

      —¡Chis, suelte usted!

      Y dando un tirón se alejó, no sin dirigir una rápida mirada de temor a la madre.

       Índice

      Peteneras y seguidillas.

      ¡

H diablo! ¿Estaría galanteando a la hermana San Sulpicio? La impresión que saqué de esta plática por lo menos fue ésa. Y si debo declarar la verdad entera, me parecía que la monja escuchaba los galanteos sin gran horror.

      La idea despertó en mí una sensación extraña en que el placer se mezclaba con el susto. Fue una sensación viva, un estremecimiento voluptuoso junto con la sorpresa, el temor, el remordimiento, que me puso inmediatamente inquieto; pero con una inquietud suave, deliciosa. Yo tengo un temperamento esencialmente lírico, como he tenido el honor de manifestar, y todos adivinarán fácilmente los estragos que una idea semejante puede hacer en tales temperamentos. No hay joven poeta que no haya soñado alguna vez con enamorar a una monja y escalar las tapias de su convento en una noche de luna, tenerla entre sus brazos desmayada, bajarla por una escala de seda, montar con ella en brioso corcel y partir raudos como un relámpago al través de los campos, a gozar de su amor en lugar seguro. No sé si este sueño poético está inspirado por el espectáculo del Don Juan Tenorio, o si nace espontáneamente en los corazones líricos; pero ninguno de ellos me negará que lo ha tenido, y yo el primero. Puede considerarse, pues, la emoción y el anhelo con que descubrí aquel sacrílego galanteo.

      Pero mis sueños tomaron al instante otra dirección más práctica que la de escalar el convento y arrebatar de su celda a la hermana. En estos tiempos hay que contar con la influencia funesta que sobre la poesía ejerce la guardia civil. Si no se cuenta con ella es facilísimo dar un disgusto terrible a la familia. En vez del escalamiento me pareció más factible, si no tan sabroso, gestionar la salida de la hermana por la puerta principal del convento, para lo cual me propuse averiguar si estaba dispuesta a renovar sus votos cuando llegase el plazo. Porque, dada su edad, no podían aún haber trascurrido los ocho años necesarios para hacer el voto perpetuo... A no ser que lo hubiese hecho la primera vez. Este pensamiento me sobresaltó. Aproveché la primer coyuntura para entrar en conversación aparte con la superiora. Con cierta astucia, que no había reconocido en mí hasta entonces, fui llevándola adonde era mi propósito, y pude averiguar una noticia que hizo brincar a mi corazón. La hermana San Sulpicio necesitaba renovar sus votos en el mes entrante, que era cuando terminaban los cuatro años. Según lo que pude colegir de las vagas indicaciones de la madre, no había gran seguridad de que lo hiciese. Halagando la pasión desenfrenada que ésta tenía por hablar, logré que me relatase la historia de la graciosa monja. No necesito advertir que primero le pedí la de la hermana María de la Luz. El amor me hacía un diplomático sutilísimo.

      La hermana San Sulpicio se llamaba en el mundo Gloria Bermúdez. Su padre había muerto cuando ella contaba solamente nueve o diez años de edad. Era un comerciante rico de Sevilla. Su madre, una señora muy piadosa que poco después de la muerte de su esposo llevó a la niña a educarse de interna en el colegio del Corazón de María. Desde aquella fecha hasta la presente, la hermana sólo había pasado fuera del convento algunas temporadas, casi siempre para reparar la salud.

      —¿De suerte que se le manifestó en seguida la vocación?—pregunté con temor.

      —¡Oh, no! La hermana San Sulpicio ha sido siempre una criatura traviesa y rebelde. ¡No puede usted figurarse lo que me ha dado que hacer mientras fue educanda! ¡Jesús, qué chica! Parecía hecha de rabos de lagartijas. Aun hoy habrá usted advertido que su carácter es bastante distinto del de su prima. Ésta sí que desde muy tiernecita decía lo que había de ser: ¡siempre tan quietecita! ¡tan suave! ¡tan modesta!... Yo creo que no se la ha castigado en la vida... Luego, ¡si viera usted qué piadosa! Cuando las demás estaban en el recreo, ella se iba a la capilla solita y pasaba en oración el tiempo que las otras empleaban en divertirse. Jamás tuvo una mala contestación para sus maestras ni riñó con sus compañeras. Donde la ponían, allí se estaba... Lo mismo que hoy, ¿no lo ve usted?

      —Sí, sí... La otra nada de eso, ¿eh?—dije sonriendo estúpidamente.

      —¿La otra?... ¡Madre del Amparo, qué torbellino! Bastaba ella sola para revolver, no una clase, sino todo el colegio. Los castigos y penitencias nada servían con ella. Al contrario, yo creo que era peor castigarla. Muchas veces estaba de rodillas pidiendo perdón a la comunidad y se reía a carcajadas, o entraba en las clases a besar el suelo y con sus muecas armaba un belén en todas ellas. ¡Las veces que habrá adelantado el reloj para que llegase primero el momento de recreo! No se podía estar tranquila teniéndola a ella en la clase. Cuando no pellizcaba a las compañeras, les escribía cartitas amorosas poniendo la firma de un hombre, o les mandaba retratos de la hermana que les daba lección, hechos con lápiz. Cuando la dejaba cerrada en la buhardilla, hacía señas y muecas a las oficialas de un taller de modistas que había enfrente. Una vez encendió todos los cirios que teníamos allí en depósito, se prendió fuego a una estera y por poco no ardemos todas. ¡Con decirle a usted,


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