La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés

La hermana San Sulpicio - Armando Palacio Valdés


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Ceferino, ya es la hora de almorzar; ¿nos vamos?

      Despedímonos de aquellos señores, que apenas nos miraron, y subimos a una de las calesas que partían para el pueblo. Mientras caminábamos hacia él, el señor Paco me dijo con acento triste y resignado:

      —Aquellos señores se han quedado riendo de mi... Bueno; algún día se arrepentirán de esa risa y se llamarán borricos a sí mismos... ¡Si yo pudiese hablar!... Pero no está lejano el día en que vendrán los más altos personajes a pedirme de rodillas que les revele mi secreto...

      —¡Diablo, diablo!—exclamé para mí.—¡He venido a parar a casa de un loco!

       Índice

      Me enamoro de la hermana San Sulpicio.

      

OS días después, el señor Paco, yendo conmigo de paseo otra vez, me reveló la mitad de su secreto. Los alemanes no podían vencer porque tenía pensado ofrecer a la Francia un sistema de cañones que daba al traste con todos los inventos que hasta ahora se habían realizado en materia de artillería. Era un cañón el suyo extraordinario, mejor dicho, maravilloso; un hombre lo podía subir a la montaña más alta.

      —No será de hierro.

      —No, señor.

      —¿De madera?

      —Tampoco.

      —¿De papel?

      —No, señor.

      Quedeme reflexionando un instante.

      —¿Y tiene el mismo calibre que los demás?

      —Cuanto se quiera.

      —¡No comprendo!...

      El señor Paco me miraba con sus grandes ojos inocentes, donde brillaba una sonrisa de triunfo.

      —No puedo decirle ahora, D. Ceferino, de qué está hecho; pero no tardará usted en saberlo... Dentro de pocos días empezará a construirse el modelo en París... Ya verá usted, ya verá adónde llega mi nombre... Por supuesto que si Bismarck supiese lo que tiene encima, ya estaría ofreciéndome el dinero que quisiera... Pero yo no le vendo el secreto así me entierre en oro, ¿está usted?... Aunque sea de balde se lo doy yo al francés primero que al pruso... Cada hombre tiene su simpatía, ¡vamos!... Usted tiene más aquel por una persona, y le da la sangre del brazo, y a otro ni el agua...

      —Tiene usted mucha razón—repuse.—El asunto es tan serio y trascendental que los intereses particulares de una persona, siquiera sean los del mismo inventor, deben posponerse a los de tantos millones de seres...

      El inventor quiso conmoverse.

      —Sí, señor; primero me quedo con él en el cuerpo que se lo dé al príncipe de Bismarck... y eso que mire usted, D. Ceferino, yo no tengo motivo para estar agradecido de los franceses. Aquí ha venido uno hace dos años, un monsieur Lefebre, que me ha quedado a deber quince días de pupilaje.

      —Doblemente le honra a usted esa generosidad.

      Se enterneció el señor Paco, y si hubiera insistido un poco, tengo la seguridad de que llegaría a revelarme la primera materia de su famoso cañón; pero tenía yo prisa en aquel momento y no abusé de su blandura.

      Las monjas, como me había dicho el patrón, ocupaban dos habitaciones no lejos de la mía. En una de ellas dormía la madre y en la otra las hermanas San Sulpicio y María de la Luz. No bajaban a comer en la mesa redonda, sino que lo hacían en su cuarto. Lo mismo los suyos que el mío, tenían la salida a un corredor abierto que daba sobre el patio.

      La tarde del mismo día en que llegué, volví a verlas en la galería de las aguas, y las saludé con mucha cortesía. Me contestaron igualmente, y observé que la hermana San Sulpicio me dirigió una franca sonrisa muy amable. Tuve tentaciones de acercarme a ellas y entablar conversación, pero vacilé durante tres o cuatro vueltas, y cuando iba a decidirme a ello, se fueron a buscar la calesa para trasladarse a casa. Al día siguiente por la mañana no las vi. El que escanciaba el agua me dijo que habían estado. Por el patrón supe que se levantaban con estrellas e iban a la iglesia a oír la misa de alba y hacer sus oraciones: después bebían el agua y se retiraban a sus aposentos. Sólo una que otra vez tornaban al manantial antes de almorzar. No sé por qué me molestó un poco no haberlas tropezado; tal vez por ser las únicas personas que allí conocía. Porque D. Nemesio, que me acompañaba bastante, a fuerza de atenciones se me había hecho antipático, abrumador. No podía asomar la cabeza fuera de mi cuarto sin que me invitase a una partidita de billar o de tresillo, o a ir de paseo o a beber una botella de cerveza. Y su conversación interminable, prosaica, me aburría tan extremadamente, que ya le huía como al sol del mediodía. Luego aquella curiosidad maldita, aquel afán inmoderado de saber la vida de uno con todos sus pormenores, lo que había hecho y lo que pensaba hacer, era para desesperarse.

      Cuando hube leído algún tiempo tumbado sobre la cama (después de haber rechazado la invitación de D. Nemesio para jugar unas carambolas), salí con objeto de dar un paseo hacia el manantial. La hermana San Sulpicio cruzaba al mismo tiempo por el corredor, y cruzaba tan velozmente que el vestido se le enganchó en un clavo de la pared y se rasgó con un siete formidable.

      —¡Jesús, qué dichosos clavos!—exclamó con rabia, dando una patadita en el suelo y mirando con tristeza el desperfecto.

      —Ahora me toca a mí reír, hermana.

      —Ríase usted, ríase usted sin cumplimientos—me respondió con viveza, riendo ella la primera.

      —No soy rencoroso—repuse en tono dulzón y galante; y acercándome al mismo tiempo, me incliné y besé su crucifijo.

      —¿Y por qué había de guardarme rencor? ¿Por la risa del otro día?... ¡Pues, hijo, si yo nací riendo, y hasta es fácil que me ría cuando esté dando las últimas boqueadas!

      —Hace usted bien en reírse, y aunque sea de mí se lo agradezco por el gusto que me da el ver una boca tan fresca y tan linda.

      —¡Oiga! ¿No sabe que es pecado echar flores a una monja, y mucho más que ésta las escuche?

      —Me confesaré, y en paz.

      —No basta; es necesario arrepentirse y hacer propósito de no volver a pecar.

      —¡Es difícil, hermana!

      —Pues yo no quiero darle ocasión. Adiós.

      Y se alejó corriendo; mas a los pocos pasos volvió la cabeza, y haciendo una mueca expresiva, sin dejar de correr, me dijo:

      —Tenemos a la madre enferma, ¿sabe?

      —¿Qué tiene?—pregunté avanzando muy serio, con el objeto de no espantarla y obligarla a detenerse.

      —No sé... Cosas de mujeres cuando nos hacemos viejas, ¿sabe usted?—respondió con desenfado.

      —Pues dígale que si necesita mis servicios, tendré mucho gusto en prestárselos. Soy médico.

      —¡Ah! ¿Es usted médico? Pues ya tiene obra en que poner las manos. En cuantito lo sepa la madre, ya le está a usted llamando... váyase, váyase, criatura, si no quiere que le secuestren.

      —Le repito que tendré mucho gusto en ello. Aquí aguardo a que me llame.

      La hermana entró en el cuarto, y salió a los pocos momentos.

      —¡No se lo decía!—exclamó.—Entre, entre, pobrecito, y no eche la culpa a nadie, que usted se


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