La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés
de la Fonda Continental, hombre de mediana edad y estatura, bigote grande y espeso, ojos negros y dulces, no apartaba la vista de nosotros, fijándola cuándo en uno, cuándo en otro, con expresión atenta y humilde, parecida a la de los perros de Terranova. Cuando quiso Dios al fin que el coche parase, saltó a tierra muy ligero y nos dio la mano galantemente para bajar. Yo no acepté por modestia.
La Fonda Continental era una casita de un solo piso, donde se verían muy apurados para alojarse europeos, africanos, americanos y oceánicos, aunque viniese un solo hombre por cada continente. En el patio, con pavimento de baldosín rojo y amarillo, había cuatro o cinco tiestos con naranjos enanos. La habitación en que me hospedaron era ancha por la boca, baja y cerrada por el fondo, en forma de ataúd, lo cual revelaba en el arquitecto que construyó la casa ciertos sentimientos ascéticos que no he podido comprobar. La cama igualmente parecía descender en línea recta del lecho que usó San Bruno.
Cuando hube permanecido en aquel agujero el tiempo suficiente para lavarme y limpiar la ropa, salí como los grillos a tomar el sol acompañado del patrón, que tuvo la amabilidad de llevarme al paraje donde las aguas salutíferas manaban. Propúsome ir en coche, mas considerando la traza no muy apetitosa del vehículo que me ofrecía, y con el deseo, propio de todo viajero, de ver y enterarme bien del aspecto y situación del pueblo en que me hallaba, decidí emprenderla a pie. Mientras tanto D. Nemesio permanecía en su celda, entregado, quizá, a severas penitencias, por el pecado de haber ocasionado tan cruel disgusto a nuestro compañero de viaje. Porque fue él quien tuvo la culpa de dejar al jefe de Jabalquinto el sombrero y las botas del juez catalán. Les juro a ustedes que yo solo nunca me hubiera atrevido.
Marmolejo está situado cerca de la Sierra Morena, de donde salen las aguas que le han dado a conocer al mundo civilizado. Tiene el aspecto morisco como algunos pueblos de la provincia de Málaga y los de la Alpujarra. La blancura deslumbradora de sus casitas, que cada pocos días enjalbegan las mujeres, la estrechez de sus calles, la limpieza extraordinaria de sus patios y zaguanes, acusan la presencia, por muchos años, de una raza fina, culta, civilizada, que ha dejado por los lugares donde hizo su asiento hábitos graciosos y espirituales.
El pueblo es pequeñísimo: al instante se sale de él. Caminamos hacia la sierra, que dista dos o tres kilómetros. La Sierra Morena no ofrece ni la elevación, ni la esbeltez, ni el brillo pintoresco y gracioso de las montañas de mi país. Es una región agreste y adusta que extiende por muchas leguas sus lomos de un verde sombrío, donde rara vez llega la planta del hombre en persecución de algún venado o jabalí. Sin embargo, el contraste de aquella cortina oscura con la blancura de paloma del pueblo la hacía grata a los ojos y poética. En suave declive, por una carretera trazada al intento, bajamos al manantial que sale en el centro mismo del río Guadalquivir, el cual viene ciñendo la falda de la sierra. Hay una galería o puente que conduce de la orilla al manantial. Por ella se paseaban gravemente dos o tres docenas de personas, revelando en la mirada vaga y perdida más atención a lo que en el interior de su estómago acaecía que al discurso o al paso de sus compañeros de paseo. De vez en cuando se dirigían al manantial con pie rápido, bajaban las escalerillas, pedían un vaso de agua y se lo bebían ansiosamente, cerrando los ojos con cierto deleite sensual que despertaba en su cuerpo la esperanza de la salud.
—¿Se ha bebido mucho ya, madre?—dijo mi patrón asomándose a la baranda del hoyo.
Una monja pequeña, gorda, de vientre hidrópico y nariz exigua y colorada, que en aquel momento llevaba un vaso a los labios, levantó la cabeza.
—Buenos días, señor Paco... Hasta ahora no han caído más que cuatro. ¿Quiere usted un poquito para abrir el apetito?
A mi patrón le hizo mucha gracia aquello.
—Para abrir el apetito, ¿eh? Deme usted algo para cerrarlo, que me vendría mejor. ¿Y las hermanas?
Dos monjas jóvenes y no mal parecidas, que al lado de la otra estaban con la cabeza alzada hacia nosotros, sonrieron cortésmente.
—Lo de siempre, dos deditos—contestó una de ojos negros y vivos, con acento andaluz cerrado y mostrando una fila primorosa de dientes.
—¡Qué poco!
—¡Anda! ¿Quiere usted que criemos boquerones en el estómago, como la madre?
—¡Boquerones!
—Boquerones gaditanos. No hay más que echar la red.
El vientre hidrópico de la madre fue sacudido violentamente por un ataque de risa. Los boquerones que allí nadaban, al decir de la monja, debieron pensar que estaban bajo la influencia de un temporal deshecho. También reímos nosotros, y bajamos al manantial. Al acercarnos, la madre me saludó con sonrisa afectuosa: yo me incliné, tomé el crucifijo que pendía de su cintura y lo besé. La monja sonrió aún con más afecto y expresión de bondadosa simpatía.
Seamos claros. Si este libro ha de ser un relato ingenuo o confesión de mi vida, debo declarar que al inclinarme para besar el crucifijo de metal no creo haber obrado solamente por un impulso místico; antes bien, sospecho que los ojos negros de la hermana joven, atentamente posados sobre mí, tuvieron parte activa en ello. Sin darme tal vez cuenta, quería congraciarme con aquellos ojos. Y la verdad es que no logré el intento. Porque en vez de mostrarse lisonjeados por tal acto de devoción, pareciome que se animaban con leve expresión de burla. Quedé un poco acortado.
—¿El señor viene a tomar las aguas?—me preguntó la madre entre directa e indirectamente.
—Sí, señora; acabo de llegar de Madrid.
—Son maravillosas. Dios Nuestro Señor les ha dado una virtud que parece increíble. Verá usted cómo se le abre apetito en seguida. Comerá usted todo cuanto quiera, y no le hará daño... Mire usted, yo puedo decirle que soy otra, y no hace más que ocho días que hemos venido... ¡Figúrese que ayer he comido hígado de cerdo y no me ha hecho daño!... Pues esta filleta—añadió apuntando a la hermana de los ojos negros.—¡No quiero decirle el color que traía! Parecía talmente ceniza. Ahora tampoco está muy colorada, pero ¡vamos!... ya es otra cosa.
Fijé la vista con atención en ella, y observé que se ruborizó, volviéndose en seguida de espaldas para coger un vaso de agua.
Era una joven de diez y ocho a veinte años, de regular estatura, rostro ovalado de un moreno pálido, nariz levemente hundida pero delicada, dientes blancos y apretados, y ojos, como ya he dicho, negros, de un negro intenso, aterciopelado, bordados de largas pestañas y un leve círculo azulado. Los cabellos no se veían, porque la toca le ceñía enteramente la frente. Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional. La otra hermana era también joven, acaso más que ella, más baja también, rostro blanco, de cutis transparente que delataba un temperamento linfático, los ojos zarcos, la dentadura algo deteriorada. Por la pureza y corrección de sus facciones y también por la quietud parecía una imagen de la Virgen. Tenía los ojos siempre posados en tierra y no despegó los labios en los breves momentos que allí estuvimos.
—Vamos, beba usted, señor; pruebe la gracia divina—me dijo la madre.
Tomé el vaso que acababa de dejar la hermana de los dientes blancos, y me dispuse a recoger agua, pues el que la escanciaba había desaparecido por escotillón; mas al hacerlo tuve necesidad de apoyarme en la peña, y cuando me inclinaba para meter el vaso en el charco, resbalé y metí el pie hasta más arriba del tobillo.
—¡Cuidado!—gritaron a un tiempo el patrón y la madre, como se dice siempre después que le ha pasado a uno cualquier contratiempo.
Saqué el pie chorreando agua y no pude menos de soltar una interjección enérgica.
La madre se turbó y se apresuró a preguntarme con semblante serio:
—¿Se ha hecho usted daño?
La hermanita del cutis transparente se puso colorada