La hermana San Sulpicio. Armando Palacio Valdés

La hermana San Sulpicio - Armando Palacio Valdés


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mire que es pecado reírse de los disgustos del prójimo—le dijo la madre.—¿Por qué no imita a la hermana María de la Luz?

      Esta se puso colorada como una amapola.

      —¡No puedo, madre, no puedo; perdóneme!—replico aquélla haciendo esfuerzos por contenerse, sin resultado alguno.

      —Déjela usted reír. La verdad es que la cosa tiene más de cómica que de seria—dije yo afectando buen humor, pero irritado en el fondo.

      Estas palabras, en vez de alentar a la hermana, sosegaron un poco sus ímpetus y no tardó en calmarse. Yo la miraba de vez en cuando con curiosidad no exenta de rencor. Ella me pagaba con una mirada franca y risueña donde aún ardía un poco de burla.

      —Es necesario que usted se mude pronto; la humedad en los pies es muy mala—me dijo la madre con interés.

      —¡Phs! Hasta la noche no me mudaré. Estoy acostumbrado a andar todo el día chapoteando agua—dije en tono desdeñoso afectando una robustez que, por desgracia, estoy muy lejos de poseer. Pero me agradaba bravear delante de la monja risueña.

      —De todos modos... váyase, váyase a casa y quítese pronto el calcetín. Nosotras nos vamos a dar un paseíto por la galería, a ver si el agua baja. Quédense con Dios Nuestro Señor.

      Me incliné de nuevo y besé el crucifijo de la madre. Lo mismo hice con el de la hermana María de la Luz, que por cierto volvió a ponerse colorada. En cuanto al de la hermana San Sulpicio, me abstuve de tocarlo. Sólo me incliné profundamente con semblante grave. Así aprendería a no reírse de los chapuzones de la gente.

      Poco después que ellas, subimos nosotros a la galería y dimos algunos paseos contra la voluntad de mi patrón, que a todo trance quería llevarme a casa para que me mudase. Mas yo tenía deseos de permanecer allí para confirmar a las monjas, sobre todo a la jocosa morena, en la salud y vigor de que me había jactado. Cuando pasábamos cerca la miraba atentamente; pero ni ella ni sus compañeras alzaban los ojos del suelo. No obstante, observé que con el rabillo me lanzaba alguna rápida y curiosa ojeada.

      —Es linda la monjita, ¿verdad?—me dijo el señor Paco.

      —¡Phs! No es fea... Los ojos son muy buenos.

      —Y qué colores tan hermosos, ¿eh?

      —El color no me parece muy allá... Pero ¿de quién habla usted?

      —De la hermana María de la Luz, de la pequeñita.

      —¡Ah! Sí, sí... es muy bonita.

      Debí suponer que a un patrón de huéspedes le placería más la corrección fría y repulsiva de ésta que la gracia singular de la otra hermana. Porque mi rencor hacia ella no llegaba hasta negarle lo que en conciencia no podía, la gracia. Era una gracia provocativa y seductora que no residía precisamente en sus ojos vivos y brillantes, ni en su boca, un poco grande, fresca, de labios rojos que a cada momento humedecía, ni en sus mejillas tostadas, ni en su nariz, levemente remangada: estaba en todo ello, en el conjunto armónico, imposible de definir y analizar, pero que el alma ve y siente admirablemente. Esta armonía, que acaso sea resultado del esfuerzo constante del espíritu sobre el cuerpo para modelarlo a su imagen, observábase igualmente en todos sus movimientos, en el modo de andar, de emitir la voz, de accionar; pero su última y suprema expresión se hallaba indudablemente en la sonrisa. ¡Qué sonrisa! Un rayo esplendente del sol que iluminaba y transfiguraba su rostro como una apoteosis.

      Después de dar unas cuantas vueltas por la galería se fueron hacia arriba, y yo al poco rato manifesté al señor Paco deseo de subir también a ver el parque que en la orilla del río han formado recientemente para esparcimiento y recreo de los bañistas. Es una gran terraza natural sobre el Guadalquivir, con que termina la falda de la colina en que Marmolejo está asentado. En ella hay jardines y paseos, cuyos árboles, nuevos aún, no consiguen dar sombra y frescura; pero ya crecerán, y allá iré, si Dios me da vida, a recordar debajo de sus copas los deliciosos días que pasé a su lado.

      La disposición de los paseos, la variedad de plantas que el señor Paco me mostraba con orgullosa satisfacción, no me la producía a mí extremada en verdad. Seguía los caminitos de arena y me perdía en su laberinto con paso distraído, la mirada enfilada a lo lejos.

      Al doblar un sendero, en el paraje más solitario del jardín, me las encontré de frente. Venían acompañadas de un clérigo. Al cruzar a nuestro lado saludaron muy cortésmente: el clérigo se llevó con gravedad la mano al sombrero de teja.

      —¿Dónde están alojadas estas monjas?—pregunté a mi patrón.

      —¿Dónde están alojadas?... ¡Pues en casa! ¿No las ha visto usted?... ¡Ah! No me acordaba que ha llegado hoy... Ocupan dos habitaciones no muy lejos de la que usted tiene.

      —¿Son hermanas de la Caridad?

      —Me parece que no, señor... Tienen un colegio allá en Sevilla... La más vieja es la superiora... es valenciana. Las dos jóvenes son sevillanas y creo que primas carnales... ¿No conoce usted al sacerdote? Es un jesuita... un señor de mucha fama. Se llama el padre Talavera, ¡Qué linda es la hermana María de la Luz! ¿eh?

      —Mucho.

      Vagamos todavía un rato por los jardines, pero no volvimos a tropezar con ellas. En cambio, fuimos a dar a un cenador donde tres o cuatro bañistas leían periódicos. Mi patrón entabló conversación con ellos. Se habló de política: la proximidad de una guerra entre Francia y Alemania era lo que preocupaba la atención en aquel momento. Pesáronse las probabilidades de triunfo por una y otra parte. Uno de aquellos señores, hombre gordo, de piernas muy cortas y traje claro, apostaba por Alemania; los otros dos ponían por Francia. Cuando hubieron discutido un rato, mi patrón intervino, sonriendo con superioridad.

      —No lo duden ustedes, la victoria esta vez será de Francia.

      —Yo lo creo así también. Francia se ha repuesto mucho y se ha de batir mejor y con más gana que la primera vez—dijo uno.

      —Pues yo creo que están ustedes en un error—saltó el hombre gordo.—Alemania es un país exclusivamente militar; todas sus fuerzas van a parar a la guerra; no se vive más que para la guerra... Además, ¿qué me dicen ustedes de Bismarck?... ¿Y de Moltke? Mientras ese par de mozos no revienten, no hay peligro que Alemania sea vencida.

      —Yo le digo a usted, caballero—contestó mi patrón con sonrisa más acentuada, en tono excesivamente protector,—que todo eso está muy bien, pero que vencerá Francia.

      —Mientras no me diga usted más que eso, como si no me dijera nada... Lo que yo quiero son razones—respondió el hombre gordo, un poquillo irritado ya.

      —No es posible dar razones. Lo que le digo es que Alemania será vencida—manifestó mi patrón con grave continente y una expresión severa en la mirada que yo no le había visto.

      —¿Qué me dice usted? ¿De veras?—replicó el otro riendo con ironía.

      Entonces mi patrón, encendido por la burla, profirió furiosamente:

      —Sí, señor; se lo digo a usted... Sí, señor, le digo a usted que vencerá Francia.

      —Pero, hombre de Dios, ¿por qué?—preguntó el otro con la misma sonrisa.

      —¡Porque quiero yo!... ¡Porque quiero yo que venza Francia!—gritó el señor Paco con la faz pálida ya y descompuesta, los ojos llameantes.

      Nos quedamos inmóviles y confusos, mirándonos con estupor. Un mismo pensamiento cruzó por la mente de todos. Y reinó un silencio embarazoso por algunos segundos, hasta que uno de los bañistas, volviéndose para que no se le viera reír, entabló otra conversación.

      —Allá va el padre Talavera con unas monjas.

      Me apresuré a mirar por entre las hojas de la enredadera, y en efecto vi el grupo a lo lejos. El bañista que nos lo había anunciado metía el rostro por el follaje para


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