Arderá la memoria. Victoria Mora

Arderá la memoria - Victoria Mora


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      Arderá la memoria

      Arderá la memoria

      © de los textos: María Victoria Mora

      © de esta edición: Editorial Tequisté, 2020

      Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

      Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

      1º edición: mayo de 2020

      Producción editorial: Tequisté

      [email protected]

      www.tequiste.com

      ISBN: 978-987-4935-30-4

      Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

      LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

      Mora, María Victoria

      Arderá la memoria / María Victoria Mora. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.

      Libro digital, EPUB

      Archivo Digital: descarga y online

      ISBN 978-987-4935-30-4

      1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Memoria. I. Título.

      CDD A863

       Para Mauro, Joaquín y Zoe, por el amor.

      Para mis hermanos, por la vida compartida.

      Para Macarena Moraña, por la literatura, los abrazos y las risas.

      Cuando arda el amor,

      no estaré a tu lado,

      estaré lejos.

      Será por cobardía,

      por no sufrir,

      por no reconocer que no supe

      cambiar todo esto.

      Arderá el amor;

      arderá su memoria

      hasta que todo sea como lo soñamos

      como en realidad pudo haber sido.

      Pero yo ya estaré lejos.

      Será tarde para lamentos

      y nadie podrá todavía asombrarse

      de lo que tiene.

      Antes que nada, antes

      de sospechar,

      vivamos esto, que más no sea, y que

      por ahí es demasiado.

      Vivir, sin

      que nadie admita; abrir el fuego

      hasta que el amor, rezongando, arda

      como si entrara en el porvenir.

      Francisco Urondo, Son memorias

      Papeles brillantes

      —Entrá, Irma —gritó mi mamá desde el otro lado del paredón.

      —Abuela, te llama mamá —dije, pero mi abuela hizo como si nada.

      Era la noche de navidad de un verano que no se aguantaba. Un calor insufrible dibujaba rajaduras en la tierra seca de la calle que, por más que regáramos cada tarde y cada noche, solo tardaban un par de horas en volver a aparecer. Me gustaba pensar que esas líneas escondían un secreto, así como una gitana, adivinando las líneas de su mano, le había dicho a mi mamá que no era feliz pero que su futuro iba a ser distinto. La mujer había visto la soledad ahí, en esa palma extendida, que mi mamá le ofrecía.

      Yo ese verano me imaginaba llena de pulseras, con blusas de volados y polleras largas leyendo el futuro de mi barrio en las grietas de la calle: Juan el de enfrente iba a conseguir trabajo pronto, el albino de la esquina iba a levantarse un día morocho, mi vecina se casaría el verano siguiente y, sobre todo, ese año mi papá no faltaría a la cena de nochebuena.

      Mi papá trabajaba vendiendo herramientas de pueblo en pueblo. Se iba y nunca sabíamos cuándo podía llegar. Eso a mí me gustaba y no. Era lindo saber que después de dos días de haberse ido, en cualquier momento, podía aparecer tocando la bocina y sacando medio cuerpo para saludarme con su brazo extendido. Lo escuchaba desde mitad de cuadra y corría con toda la velocidad de la que era capaz para poder seguirlo a la par los metros que tardaba en llegar a estacionar en la puerta de mi casa. Para entonces mi abuela ya estaba en la puerta, sonriendo y extendiéndole los brazos, con esa forma tan parecida que tenían los dos. Mi mamá nunca salía, lo esperaba donde las cosas de la casa la encontraran, en la cocina, el baño, el patio o donde fuera; su rutina no cambiaba. Lo malo era que muchas veces los días pasaban y mi papá no volvía. A veces nos llamaba de algún teléfono público, pero nunca decía qué día exacto iba a llegar. Cuando mi abuela se lo reclamaba decía que él era así, un hombre al que le gustaba dar sorpresas. Mi mamá solía reírse, se le escapaba una especie de carcajada ahogada y repetía, sí, claro. Así era nuestra vida desde que yo tenía memoria, transcurría en una rutina que siempre se encontraba a la espera.

      —¿Dónde estás, Julito? —en un susurro le escuché decir a mi abuela el nombre de mi papá—. ¿Qué hora es? —gritó sin moverse de la vereda, inclinando la cabeza hacia adentro para que su voz pudiese encontrar a mi mamá.

      Mi abuela no usaba reloj, nunca sabía qué hora era. Se manejaba por lo que sentía y por el sol: si tenía hambre almorzaba, aunque fueran las once de la mañana; cuando llegaba la noche se iba a dormir, así fueran las seis y media de la tarde, como pasaba cada invierno. Una vez se lo pregunté y ella me contestó que, si no había necesitado reloj en Galicia cuando trabajaba en el campo desde antes que amaneciera, tampoco iba a usarlo ahora. El problema eran las peleas. Mi mamá quería tener otros horarios y no se rendía. Irma, la nena tiene que hacer la tarea, no se puede ir a dormir tan temprano, trataba de convencerla, aunque yo ya me hubiese ocupado de todo a la hora de la merienda. Y mi abuela lo sabía. Con un chasquido y un gesto como de espantar moscas, ni la miraba y seguía en lo suyo.

      —Falta media hora para las doce, vení a comer, Irma —volvió a gritar mi mamá.

      —Andá, entrá vos —me dijo con una palmada en la espalda.

      —Vamos, abuela, dale, entrá con nosotras —por toda respuesta apoyó su mano en mi hombro dándome apenas un leve empujoncito.

      Corrí hasta el portón y antes de entrar me di vuelta, la vi secarse las lágrimas con el delantal que siempre llevaba puesto. Empecé a pensar que mis habilidades de gitana no iban a servir para nada, que finalmente mi papá no llegaría y que todo iba a seguir igual para cada uno de los que vivíamos en el barrio.

      Adentro mi mamá fumaba y miraba televisión sentada a la mesa de la cocina. Cuando me vio entrar se paró, apagó el cigarrillo a medio terminar en el cenicero y me pidió que la ayudase a poner la mesa. Abrió las puertas del aparador donde mi abuela guardaba sus mejores platos. Nunca nos dejaba tocarlos. Mi mamá sacó tres. ¿Y para papá?, le pregunté. Cerró la puerta de vidrio en silencio, abrió el cajón de los cubiertos y sacó tres pares. Buscó los vasos y me hizo señas con la cabeza para que la siguiera. Cruzó las cortinas de plástico, esas que a esa hora molestaban pero durante el día cumplían la función de no dejar entrar las moscas. Todas las noches mi abuela se encargaba de atarlas en un solo ramo a un costado del gancho que había puesto mi papá. Esa noche se había olvidado, tampoco había puesto los espirales. Mi mamá había dicho que no sabía dónde estaban y nos había puesto Off a mí y a ella. Destapó el pomito blanco y lo sacudió, le sacó la tapa, vi cómo las líneas del destino se inundaban y se volvían plenamente blancas. Empezó por las piernas, por delante y por detrás. Yo odiaba el olor, el tabaco y el Off se convertían en una mezcla que no podía tolerar. Prefería los espirales, como mi abuela. Yo le había señalado


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