Arderá la memoria. Victoria Mora

Arderá la memoria - Victoria Mora


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la parra, en eso mi abuela tampoco negociaba. Mi mamá y yo queríamos adentro para mirar la tele, pero ella insistía que las fiestas se celebraban afuera y escuchando la radio. Radio Colonia. El mantel de hule despedía olor a lavandina. Mi mamá se quejó. Años viviendo juntas, pero ella no se acostumbraba. Quizás la felicidad fuera eso para ella, una casa donde pudiese prohibir la lavandina. Por donde pasaba mi abuela con su trapo mi mamá prendía sahumerios que mi abuela le soplaba para que se consumieran más rápido, me miraba y me guiñaba un ojo. Yo nunca la delaté, prefiero el olor a lavandina, los sahumerios me hacen estornudar.

      La mesa quedó puesta. Mi mamá sacó un cigarrillo del atado y empezó a servirse ensalada. Servite lo que quieras, me dijo. Y otra vez no contestó cuando le pregunté si no íbamos a esperar a la abuela y a papá. Estábamos en eso cuando escuchamos el portón, por un segundo tuve la certeza de que eran dos las personas que entraban, pero duró lo que tardé en levantar la vista. Solo mi abuela. Se sentó. Le alcancé la ensaladera con papa y huevo porque sabía que era su favorita, tomó apenas dos cucharadas y me la devolvió. El locutor de la radio presentó la que dijo iba a ser la última canción antes de las doce. Mi mamá suspiró y dijo que debíamos ser los únicos todavía cenando a esa hora. Mi abuela ni la miró.

      En ese momento se escuchó el motor de un auto. En la calle oscura solo se distinguían dos luces amarillas. Mi abuela tiró los cubiertos sobre la mesa, se sacó el delantal, se acomodó el pelo y salió caminando hacia el portón con una sonrisa. Mi mamá se metió para adentro. Yo esta vez me quedé sentada a la mesa. El árbol de navidad que había armado afuera estaba vacío y, aunque hacía rato que ya no creía en Papá Noel, imaginé que esta vez podría haber sido diferente, que la gitana se había equivocado, que íbamos a ser felices ahora, sin espera, que, en vez de regalarme un billete, mi mamá me había preparado un paquete, una sorpresa envuelta en papeles brillantes.

      Un peso muerto

      La Gorda volvió en sueños. Mingo no encontraba la manera de sacársela de encima. La pesadilla se repetía idéntica: él usando brazos y piernas, le empujaba el cuerpo inerte y desnudo. Intentaba imponerle una distancia que, se notaba, ella no estaba dispuesta a darle. Vista de afuera, la escena podía confundirse con la de un forcejeo amoroso: ella lo abrazaba y él le agarraba los brazos, buscaba liberarse de ella. De repente la Gorda abría los ojos, lo miraba fijo y hundía la cara en su cuello, y así agarrados caían al vacío. Caía con ella hasta golpear las aguas del Río de la Plata. Era entonces cuando él se despertaba.

      Se encontró en su cama agitado, apretando los puños, con los brazos y las piernas doloridas y en un charco de transpiración. Silvia, a su lado, lo sacudía ¿qué te pasa, Mingo? Y él que nada, que lo dejara en paz, que volviera a dormirse. Ella giraba hacia la pared en un ritual que se repetía cada noche.

      Caminó hasta la estación y compró el mismo diario de siempre. Le gustaba recorrer el pueblo que lo había alojado en un momento necesario, y que había cambiado bastante poco, cosa que él, ahora, celebraba: poner un taller mecánico en un pueblo chico fue la mejor solución.

      Con el diario debajo del brazo entró a la cocina, Silvia conversaba con la vecina a través de la ligustrina que separaba las casas. No, si parecía pelotuda, ¿qué hacía? El mate ya tenía que estar listo y ella perdiendo el tiempo. Sabía perfectamente que él leía mientras ella cebaba. Se asomó por la puerta que daba al patio, las cortinas de plástico hicieron el ruido de siempre, asomó medio cuerpo, le echó una mirada y volvió a meterse. Cuando la pava ya se calentaba al fuego, se sentó a la cabecera de la mesa a leer el diario. Se escucharon las ojotas de Silvia caminando a paso apurado. Disculpame, Mingo, dijo. Él ni la miró. Con el mate listo, ella se sentó a cebarle, le había dado el primero cuando él, rígido, pálido, sin mover un músculo de la cara, se había quedado con la bombilla apenas rozándole los labios. ¿Qué pasa? Callate, ¿querés? Juicios, vuelos, ESMA, cómplices, civiles, las palabras se le mezclaban, no podía focalizar bien, todo se volvía difuso. Le devolvió el mate sin tomar a su mujer y se pasó las manos por los ojos. Releyó cada una de las palabras hasta el punto final de la nota. Hubo alivio: esta vez de su nombre, ni el rastro.

      Ahí estaba él otra vez sin poder dormir. Después de la pesadilla, se fue hasta el baño. Se lavó la cara, la imagen en el espejo le devolvía ojeras nuevas. Basta, boludo, la Gorda ya fue. Enterrala de una vez. Salió del baño, fue hasta el living. Del portallaves que estaba junto a la puerta agarró las suyas. Fue a su habitación y se sentó en la cama. Su mesa de luz tenía un cajón que siempre se mantenía cerrado, solo había una llave que lo abría. La puso en la cerradura y giró. Levantó una especie de doble fondo que había hecho con madera balsa, debajo había una hoja amarilla. Estaba doblada en cuatro, quiso leerla una vez más. La Gorda encabezaba la lista, la escribió después de haber empezado esa enumeración, le había hecho un lugar al principio.

      La Gorda

      La que ya no tenía dientes

      La de los pezones quemados

      La de la cesárea infectada

      La rubia

      La de las muñecas quebradas

      La colorada pecosa

      La de la espalda quemada

      La del fémur al aire

      La de los seis cortes en la cara…

      Se había dedicado a enumerar los cuerpos sin nombre que habían pasado por sus manos. Solo registró a las mujeres. Les tenía pena. Pensaba que las habían manejado como muñecas, títeres de algún tipo oportunista. Contó treinta. Treinta mujeres en las tres veces que se subió al Electra. El papel volvió al fondo del cajón, se acostó. No quiso apagar la luz.

      El dolor de cabeza le perforaba el cráneo. Se fue para el taller sin desayunar. En la vereda, la vecina barría, le dijo buen día, pero ella por toda respuesta hizo sonar más fuerte la escoba contra el piso, con bronca. Vieja de mierda, pensó él. Una vez al volante de su auto, salió arando.

      Estacionó en la entrada del taller. Levantó la vista cuando pasó sin saludar al lado de José. ¿Qué te pasa, Mingo? Qué caripela. Nada, me duele la cabeza. En realidad, era puro miedo a que alguien lo nombrara, miedo a ir preso. Eso no va a pasar, se impuso a sí mismo, nadie me va a nombrar habiendo tantos peces gordos ¿Quién va a acordarse de mí? Ahora venía chequeando el diario todos los días, no, nadie se iba a acordar de él.

      Pero no había caso, no podía dejar de pensar que otra vez llegaría la noche. Aunque quisiera conjurar lo inevitable y tomara una ginebra tras otra antes de irse a la casa, y saliera ya sin un pensamiento posible, sumergido en su nube etílica, cuando se durmiera, la secuencia volvería a dispararse.

      Las horas pasaron monótonas, enloquecedoras. Se fue al bar. Dos conocidos jugaban al dominó. No, gracias, hoy paso, contestó cuando le ofrecieron ser de la partida. Se fue a la barra, iba a apostar por la ginebra, quizás se equivocara y su bebida preferida esta vez sí lo ayudaría a dejar de soñar de una buena vez. Uno tras otro, con cada vaso, aumentaba el sopor de la noche. Cuando ya no podía manejar su conciencia, los recuerdos comenzaron a surgir como burbujas en una olla llena de agua a punto de hervir. Primero pequeñas, dispersas, luego voluminosas, explosivas, inevitables. ¿Cuánto había hecho él para enderezar el país del que todos disfrutaban? Y ahora tenía que convivir con ese miedo en las tripas. Y con la Gorda. Las palabras de otro tiempo volvían como ecos: Mingo, nosotros nos sacrificamos por la Patria, nos ensuciamos las manos, ahora estamos en la sombra, pero ya nos van a reconocer lo que hacemos, vas a ver. Podía sentir las palmadas de su compañero en la espalda. Esos gestos que lo unían a otros, que lo convertían en alguien. No cómo insistía su padre, vos nunca vas a llegar a nada, lástima que un paro cardíaco se lo llevara antes de que Mingo pudiera contarle, antes de que sobraran los motivos para sentirse orgulloso.

      Nunca me voy a olvidar de la Gorda. Qué hija de puta, no se quería soltar, el boludo del tordo le había errado en la cantidad, pentonaval le habían puesto a la droga, a la Gorda le dieron poco y se despertó, era brava, se agarró al parante del


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