Arderá la memoria. Victoria Mora

Arderá la memoria - Victoria Mora


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una mano en el bolsillo y con la otra se sostuvo de la barra, los billetes cayeron arrugados sobre el mostrador.

      Le costaba mantener el volante derecho, iba despacio, en zigzag. La noche oscura, nublada, vacía, era la única que lo acompañaba. O eso creía. Manejaba por la esquina de la plaza cuando escuchó un quejido, miró en el espejo retrovisor. Ahí estaba, imperturbable, con la boca partida, seca, desnuda, gorda. Basta, andate, hija de puta, me tenés podrido. Esa palabra fue mágica. Ella desapareció dejando tras sí un rastro de putrefacción como él nunca había olido, penetrante, le ardía la nariz y le lloraban los ojos. La ventanilla baja era inútil, ni todo el aire del pueblo podía sacarle ese olor de encima.

      Envuelto en una nube propia de alcohol y podredumbre estacionó en la puerta de su casa, medio auto sobre la vereda. La llave no entraba en la cerradura que parecía haber achicado sus proporciones. En ese momento alguien abría del otro lado, vio alejarse a su mujer moviendo los labios. Ya desplomado en el sillón, escuchó como un eco, eso que en la infancia su madre le repetía hasta el cansancio a su padre: vos y ese bar de mierda, me tenés cansada, hasta cuándo pensás seguir así. Ahora el turno era de él, estaba harto de esas frases tan venidas de otro tiempo.

      No tuvo más remedio que hacer lo que tenía que hacer: con los pies firmes en el suelo y su mano derecha apoyada en el brazo del sillón, se paró. La tenía enfrente. Los pelos se le enredaron en las manos, la arrastró hasta la habitación, en la puerta ella se aferró al marco, resistiendo. La piña justo en el medio de la cara no resonó tanto como el ruido del cuerpo cayendo sobre las baldosas, ese mismo ruido que alguna vez creyó escuchar subiendo desde el Río de La Plata.

      Mingo se levantó con la cabeza a punto de estallarle, se tomó algo para el dolor. Silvia estaba acostada en la otra habitación de espaldas, de cara a la pared. Se acordaba vagamente de haberle pegado, quizás tendría que decir algo. No, era muy pronto para intentar excusas, fue hasta la puerta de calle. ¿Qué iba a hacer todo el domingo con ella? El bar era su única opción.

      Unos y otros entraron y salieron, sentándose en las mesas y en la barra, arrimando vasos. Esta vez nadie se acercó a él. Se hizo la hora de cerrar, entre dos lo sacaron a la vereda.

      Sin recuerdo de un auto estacionado en la puerta, se largó a caminar las veinte cuadras que lo separaban de su casa. Llegó al paso a nivel, se detuvo cerca del cruce de vías, apoyado en un árbol quiso recuperar aire, le costaba respirar, a punto de recomenzar su marcha la vio. Del otro lado, la Gorda caminaba hacia él, desnuda, enorme, sonreía, venía directo a su encuentro. Ya no tenía la boca partida, hablaba, movía los labios, lo llamaba, pronunciaba su nombre. Sonó la bocina del tren. Él solo pensaba que esta vez iba a reconciliarse, explicarle que él hizo su trabajo, que fue un buen empleado, que tenía que dejarlo en paz. Se acercó, uno, dos, tres, pasos, uno más y ya podría decirle al oído todo lo que pensaba. A punto de tocarla, oyó una bocina que lo dejó sordo, el tren estaba demasiado cerca como para ensayar una huida.

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