Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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que no se había movido.

      —Al otro lado hay hombres emboscados —le dijo.

      —¿Muchos?

      —Media docena.

      Alejémonos de aquí y busquemos otro camino. Temo que ya es demasiado tarde. ¡Pobre Mariana! -Por ahora no pensemos en ella. Somos nosotros los que corremos peligro.

      —¡Vámonos!

      —¡Calla, Sandokán! Oigo que hablan al otro lado. Escuchemos.

      Efectivamente, se oyeron dos voces. El viento traía las palabras con claridad hasta los oídos de los piratas.

      —No podrán huir —decía uno.

      —Así lo espero —decía el otro—. Somos treinta y seis y podemos vigilar todo el recinto.

      Después de estas palabras se oyó un crujir de ramas y hojas, y después, silencio.

      —¡Han crecido bastante en número estos bribones! —murmuró Yáñez— Van a rodearnos, hermanito, y si no actuamos con mucha prudencia caeremos en la red que nos tienden.

      —¡Calla! Los oigo hablar de nuevo —susurró Sandokán. El de voz más fuerte decía:

      —Tú, Bob, quédate aquí. Yo me ocultaré detrás de ese árbol. Ten los ojos fijos en la empalizada..

      —¿Crees que nos encontraremos con el Tigre de la Malasia?

      —Ese audaz pirata se ha enamorado de la sobrina del lord, un bocadito que está reservado al baronet Rosenthal, así que imagínate si el hombre estará tranquilo. Seguro que intentó raptarla esta noche.

      —¿Y cómo pudo desembarcar sin ser descubierto?

      —Se aprovecharía del huracán. Se dice que hay paraos a lo largo de las costas de nuestra isla.

      —¡Qué temeridad! No he visto nunca nada igual.

      —Pero esta vez no se escapará. No hay que olvidar que son mil libras esterlinas si lo matamos.

      —¡Bonita suma! —dijo sonriendo Yáñez—. Lord James te valúa en mucho dinero, hermanito.

      —Espero ganarlo —contestó Sandokán.

      Se irguió y miró hacia el parque. Los soldados habían perdido el rastro de los fugitivos y buscaban a la ventura.

      —Por ahora no tenemos nada que temer de ellos —dijo el pirata—. Nos esconderemos en el parque. -¿Dónde?

      —Ven conmigo, Yáñez. Me has dicho que no cometa locuras, y quiero demostrarte que soy prudente. Ven, te conduciré a un lugar seguro.

      Se alejaron.

      Sandokán obligó a su compañero a atravesar una parte del parque, y lo guió hasta una pequeña construcción de un solo piso que servía de invernadero de flores, situado a unos quinientos pasos de la casa de lord Guillonk. Abrió la puerta sin hacer ruido y avanzó a tientas. -¿Dónde estamos? -preguntó Yáñez. -Enciende un pedazo de yesca.

      —¿No verán luz desde fuera?

      —No hay peligro.

      La estancia estaba repleta de enormes tiestos llenos de plantas que exhalaban delicados perfumes, y amoblada con sillas y mesitas de bambú muy ligeras. En el extremo opuesto el portugués vio una estufa de dimensiones gigantescas, capaz de contener media docena de personas.

      —¿Y es aquí donde vamos a escondernos? —preguntó—. Caramba, este sitio no me parece muy seguro.

      Los soldados no dejarán de venir a explorarlo, pensando en el dinero prometido por tu captura.

      —No te digo que no vengan.

      —Entonces nos prenderán.

      —Pero no se les ocurrirá buscarnos dentro de una estufa.

      Yáñez no pudo refrenar una carcajada.

      —¿En esa estufa?

      —Sí; nos esconderemos ahí dentro.

      —¡Pero, hermanito, quedaremos más negros que los africanos!

      —Qué importa, después nos lavaremos.

      —¡Pero, Sandokán!

      —Si no quieres venir, te las arreglarás con los ingleses. No hay mucho donde escoger: o te metes en la estufa o te prenden.

      —Bueno, vamos a visitar nuestro nuevo domicilio para ver si, al menos, es cómodo.

      Abrió la portezuela de hierro, encendió otro pedazo de yesca y entró en la inmensa estufa, estornudando con sonoridad. Sandokán lo siguió sin vacilar.

      El sitio era bastante amplio, pero había una gran cantidad de cenizas y carbones. Los dos piratas podían estar de pie cómodamente.

      El portugués, que no perdía nunca su buen humor, se echó a reír con más fuerza, no obstante lo peligroso de la situación que enfrentaban.

      —¿Quién habría imaginado que el terrible Tigre de la Malasia viniera a esconderse aquí? —dijo, muerto de la risa—. ¡Por mil truenos! ¡Estoy seguro de que no nos pasarán lista!

      —No hables tan alto, hermano —dijo Sandokán—. Pueden oírnos.

      —¡Todavía han de estar muy lejos!

      —No tanto como crees. Antes de entrar al invernadero vi a dos soldados.

      —¿Vendrán a visitar este sitio?

      —Seguramente.

      —¿Y si quieren ver también la estufa?

      —No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos armas y podríamos sostener un asedio.

      —¡Y muertos de hambre! Porque supongo que no te contentarás con comer cenizas. Además las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con un buen empujón se vendrían al suelo.

      —Antes nos lanzaremos al ataque. ¡Silencio! Oigo voces cercanas. Ten dispuesta la carabina.

      Afuera se oía hablar a varias personas que se acercaban. Crujían las hojas y las piedrecillas del camino rodaban bajo los pies de los soldados.

      Sandokán abrió con precaución la portezuela para mirar afuera. Contó seis soldados, a quienes precedían dos negros.

      —¡Ya vienen! —dijo a su compañero cerrando la puerta—. ¡Estemos prontos para lanzarnos sobre esos importunos!

      —Tengo el dedo puesto en el gatillo de mi carabina.

      —¡Desenvaina también el kriss!

      Entraron los soldados al invernadero, iluminándolo completamente. Registraron todos los rincones.

      —¿Se habrá echado a volar ese condenado pirata? —dijo una voz.

      —¿O habrá desaparecido bajo tierra? -dijo otro soldado.

      —Ese hombre es capaz de todo, amigos míos --dijo un tercero-. Les aseguro que es un hijo del compadre Belcebú.

      —Yo creo lo mismo -dijo el primero con voz temblorosa-. Lo vi una sola vez, pero te digo que no es un hombre, es un tigre, que tuvo el valor de arrojarse encima de cincuenta soldados sin que lo tocara una sola bala.

      —¡Me das miedo, Bob!

      —¿Y a quién no le daría miedo?

      —Ni Lord Guillonk se atreve a hacer frente a ese hijo del infierno.

      —Pero tenemos que buscarlo o perderemos las mil libras esterlinas que lord Guillonk ofrece.

      —Aquí no está, vamos a buscarlo a otra parte.

      —Mira, allá


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