Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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y Yáñez se echaron atrás todo lo que pudieron y se dejaron caer entre las cenizas y los carbones. Se abrió la portezuela y un rayo de luz se proyectó en el interior, pero no era capaz de alumbrar toda la estufa. Un soldado introdujo la cabeza y volvió a sacarla estornudando.

      —¡Al diablo el que tuvo la idea de hacerme meter la nariz en ese humo negro! —exclamó furioso.

      —Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo otro soldado—. El Tigre debe estar en el parque, tal vez pronto a saltar la cerca.

      —Vayámonos, no será aquí donde ganemos las mil libras esterlinas.

      Los soldados se retiraron a toda prisa, cerrando ruidosamente la puerta del invernadero.

      Cuando el portugués no oyó más ruidos, dio un gran suspiro de satisfacción.

      —¡Por los mil naufragios! —exclamó—. En unos cuantos minutos he vivido cien años. No daba ni una piastra por nuestros pellejos. Podemos encender un cirio a Nuestra Señora de los Mares.

      —No niego que el momento ha sido de prueba —respondió Sandokán—. Cuando vi tan cerca aquella cabeza, no sé cómo me contuve para no hacer fuego.

      —¡Buena la habrías hecho! Pero en fin, por ahora no tenemos nada que temer. Buscarán por el parque y terminarán por convencerse de que desaparecimos. ¿Y cuándo nos marcharemos? Porque supongo que no pensarás permanecer aquí unas cuantas semanas. Los paraos pueden haber llegado ya a la boca del riachuelo.

      —No tengo intención de quedarme más aquí. Esperemos a que baje un poco la vigilancia y nos echamos a volar. Quiero saber si se han reunido nuestros barcos, porque sin su ayuda no nos será posible raptar a Mariana.

      —¿Qué te parece si buscamos alguna cosa que poner entre los dientes y algo con qué refrescar la garganta? -propuso Yáñez.

      —Vayamos.

      El portugués creía ahogarse en la estufa; tomó la carabina, se deslizó hasta la portezuela y salió cuidando de no dejar en el suelo rastro de cenizas.

      —¿Ves a alguien por ahí? —preguntó Sandokán.

      —Está muy oscuro.

      —Entonces vayamos a saquear los plátanos.

      Así lo hicieron. Iban ya a volverse, cuando Sandokán se detuvo y dijo:

      —Espérame aquí, Yáñez, quiero ver dónde están los soldados.

      —Es una imprudencia —contestó el portugués—. Deja que anden por donde quieran. ¿Qué nos importa a nosotros?

      —Tengo un proyecto en la mente.

      —¡Vete al diablo con tus proyectos! Esta noche no se puede hacer nada.

      —¡Quién sabe! —respondió Sandokán—. Quizás podamos marcharnos sin esperar a mañana. Además, mi ausencia será muy breve.

      Empuñó el kriss y se alejó silenciosamente bajo la oscura sombra de los árboles.

      Ya cerca del último grupo de plátanos descubrió a gran distancia algunas antorchas que se dirigían hacia la empalizada.

      —Se alejan —murmuró—. Veré qué sucede en la casa de lord James. ¡Si pudiera ver un solo instante a Mariana, me iría más tranquilo!

      Se dirigió hacia el sendero y se detuvo bajo unos mangos. Su corazón dio un vuelco al ver iluminada la ventana de Mariana.

      Dio tres o cuatro pasos más, muy inclinado hacia tierra para que no pudiera descubrirlo algún soldado, y de nuevo se detuvo.

      Iba a lanzarse hacia la casa, cuando vio a un hombre ante la puerta del edificio. Era un centinela apoyado en su carabina.

      —¿Me habrá visto? —pensó.

      Su duda duró sólo un instante. Vio la sombra de Mariana en la ventana y sin acordarse del peligro avanzó. Apenas dio unos pocos pasos cuando oyó una voz. —¿Quién vive? —gritó el soldado. Sandokán se detuvo.

      R

      La partida estaba irremisiblemente perdida y amenazaba convertirse en peligrosa para el pirata y su amigo.

      Dadas la oscuridad y la distancia, no era de presumir que el centinela distinguiera bien al pirata, que se escondió rápidamente detrás de un montón de malezas; pero podía llamar a sus compañeros. Sandokán permaneció inmóvil.

      El centinela, al no recibir respuesta, dio algunos pasos hacia la maleza. Después, creyendo que se había engañado, volvió hacia la casa y se puso de guardia ante la puerta de entrada.

      Aun cuando deseaba realizar su temeraria empresa, Sandokán retrocedió con mucha cautela, yendo de un tronco a otro, deslizándose por detrás de los arbustos, sin apartar la vista del soldado, que seguía fusil en mano. Apresuró el paso y entró al invernadero, donde el portugués lo esperaba lleno de inquietud.

      —¿Qué has visto? —preguntó Yáñez—. ¡Temblaba por ti!

      —No vi nada bueno para nosotros —contestó Sandokán con sorda cólera— La quinta está guardada por centinelas y una cantidad de soldados recorren el parque. Esta noche no podremos intentar nada.

      —¿Quieres que aprovechemos este reposo para dormir algunos minutos? —propuso Yáñez—. Un poco de descanso nos vendrá bien.

      —Sí, pero con un ojo abierto.

      —Quisiera dormir con los dos ojos abiertos, hermano.

      Aunque no se sentían muy tranquilos, los piratas se acurrucaron en medio de unos rosales y procuraron dormir.

      A pesar de su buena voluntad, no pudieron cerrar los ojos. El temor de ver aparecer a los soldados los mantuvo despiertos. Para calmar la ansiedad, salieron varias veces para ver si se acercaban los enemigos.

      Cuando despuntó el día, los ingleses registraron el parque otra vez. Cuando se alejaron del invernadero, Yáñez y Sandokán aprovecharon para sacar naranjas que les sirvieron de desayuno.

      Al cabo de algunas horas, Yáñez escuchó pasos. Ambos se levantaron empuñando los kriss.

      —¿Volverán? —dijo el portugués.

      —Si supiera que es uno solo, saldría para tomarlo prisionero -dijo Sandokán.

      —¡Estás loco!

      —Por él podríamos saber dónde están los soldados y por qué parte podríamos pasar.

      —Lo dudo. Estoy seguro de que nos engañaría.

      —No se atrevería. ¿Qué te parece si vamos a ver?

      —No te fíes.

      —Pero hay que hacer algo, amigo mío.

      —Entonces déjame salir a mí.

      —¿Y yo me quedo sin hacer nada?

      —Si necesito ayuda, te llamaré.

      Yáñez se quedó algunos minutos escuchando; después salió.

      Algunos soldados registraban todavía, pero ya cansados, la intrincada maleza del parque. Otros habían salido, sin esperanzas de encontrar a los piratas cerca de la quinta.

      —Esperemos —se dijo Yáñez—. Si en todo el día de hoy no nos encuentran, puede que se convenzan de que logramos escapar. Entonces esta noche saldremos de nuestro escondrijo y nos internaremos en la selva.

      Iba a volverse cuando vio que avanzaba un soldado por el sendero que conducía al invernadero.

      Se ocultó en medio de los plátanos y retrocedió rápidamente hasta reunirse con Sandokán.


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